Una nube de gelidez descendió sobre mí nada más abandonar el interior del árbol. Hacía frío, tanto frío que, por un instante, se me cortó la respiración y tuve que boquear y frotarme los brazos. Pero duró poco. Se extinguió, a decir verdad, en cuanto di unos pasos y desanduve la senda que conducía al camino principal. Las únicas señales de vida que pude captar fueron el sonido emitido por alguna ave nocturna en busca de sus presas habituales y la presencia errática de volátiles luciérnagas. Y así, solo por completo, paseé la mirada en busca del lugar más adecuado para esperar a mi madre.

Lo hallé bajo un olmo frondoso. Descansaba el copudo árbol sobre un suave promontorio como si el bosque entero, reunido en arbórea asamblea, le hubiera encomendado la tarea de vigilar la llegada no deseada de cualquier enemigo. A su pie tomé asiento y, clavando el mentón en el pecho con la intención de evitar que se escapara el escaso calor que me quedaba en el cuerpo, comencé a vigilar la senda sinuosa por la que -estaba convencido- aparecería mi madre ya totalmente a salvo. Y así comenzó un lento discurrir del tiempo que se vio pespunteado por la lluvia fina que poco faltó para que me calara hasta los huesos, por un viento racheado aún peor que me hizo tiritar con una fuerza que no pude controlar y por el paso casi imperceptible del agua a la nieve.

En un instante apenas, la visión del camino se convirtió en imposible. En un momento más, todo quedó pintado de una tonalidad hirientemente blanca que pareció haber transformado todo lo que se extendía ante la vista en un sudario inmaculadamente albo. Y entonces… entonces vi a lo lejos una nubecilla diminuta, escuálida, casi imperceptible. Se trataba además de algo que subía y bajaba, que aparecía y desaparecía a cada momento, que no surgía, a decir verdad, del cielo sino de la tierra. Y es que, en realidad, no se trataba de una nubecilla. Era el aliento que salía de la boca de mi madre.

Me desperté tan descansado como si hubiera dormido a pierna suelta hasta el mediodía. Pero no podía haber pasado mucho tiempo. De hecho, me rodeaba la negrura más absoluta, una oscuridad espesa tan sólo aliviada por unas hebras plateadas de luz procedentes de la fría luna. Parpadeé intentando ver mejor, pero, como era de esperar, no lo conseguí. Apoyé las manos en el suelo e intenté levantarme. No fue fácil. Tenía los miembros entumecidos y las piernas se me habían dormido provocándome un incómodo hormigueo. Recordé los consejos de mi madre y, tras llevarme los dedos a la boca para mojarlos, hice una crucecita de saliva detrás de mis rodillas. Tardó unos instantes en surtir efecto, pero, poco a poco, la sensación desagradable desapareció y pude ponerme en pie sin sentir dolor ni molestia.

Una nube de gelidez descendió sobre mí nada más abandonar el interior del árbol. Hacía frío, tanto frío que, por un instante, se me cortó la respiración y tuve que boquear y frotarme los brazos. Pero duró poco. Se extinguió, a decir verdad, en cuanto di unos pasos y desanduve la senda que conducía al camino principal. Las únicas señales de vida que pude captar fueron el sonido emitido por alguna ave nocturna en busca de sus presas habituales y la presencia errática de volátiles luciérnagas. Y así, solo por completo, paseé la mirada en busca del lugar más adecuado para esperar a mi madre.

Lo hallé bajo un olmo frondoso. Descansaba el copudo árbol sobre un suave promontorio como si el bosque entero, reunido en arbórea asamblea, le hubiera encomendado la tarea de vigilar la llegada no deseada de cualquier enemigo. A su pie tomé asiento y, clavando el mentón en el pecho con la intención de evitar que se escapara el escaso calor que me quedaba en el cuerpo, comencé a vigilar la senda sinuosa por la que -estaba convencido- aparecería mi madre ya totalmente a salvo. Y así comenzó un lento discurrir del tiempo que se vio pespunteado por la lluvia fina que poco faltó para que me calara hasta los huesos, por un viento racheado aún peor que me hizo tiritar con una fuerza que no pude controlar y por el paso casi imperceptible del agua a la nieve.

En un instante apenas, la visión del camino se convirtió en imposible. En un momento más, todo quedó pintado de una tonalidad hirientemente blanca que pareció haber transformado todo lo que se extendía ante la vista en un sudario inmaculadamente albo. Y entonces… entonces vi a lo lejos una nubecilla diminuta, escuálida, casi imperceptible. Se trataba además de algo que subía y bajaba, que aparecía y desaparecía a cada momento, que no surgía, a decir verdad, del cielo sino de la tierra. Y es que, en realidad, no se trataba de una nubecilla. Era el aliento que salía de la boca de mi madre.

Trahit sua quemque voluptas… Sí, como decía mi admirado Virgilio, cada uno es arrastrado por su propio deseo. Es algo que nace de nosotros, pero que puede convertirse en una fuerza externa que tira de cada uno de nuestros actos como si se tratara de un amo despiadado y tiránico. Sé que algunos consideran que la mejor forma de comportarse ente nuestra propia voluptuosidad es rendirse, capitular, entregarse. Pero ése es el comportamiento propio de las bestias, esas criaturas que también salieron de la mano del Creador, pero que no cuentan con la razón para gobernar la nave de sus existencias. De nosotros, a pesar de ser mortales, debería esperarse que actuáramos de acuerdo con principios superiores. Nos comportaríamos así de la misma manera que hacemos con el fuego. Le consentiríamos que nos caldeara extinguiendo el frío de nuestros corazones o que nos ayudara a calentar los alimentos que han de nutrirnos. Pero, jamás, dejaríamos que nos queme hasta el punto de devorarnos convirtiendo una existencia que podría ser útil en un simple montoncito de cenizas.

III

El Buen Libro narra la historia de un rey sabio llamado Salomón. Al parecer, el monarca en cuestión no sólo era un hombre que poseía ingentes conocimientos. No. En realidad, es que no existía persona tan sabia como él. De hecho, hasta Jerusalén llegaban gentes de todo el orbe deseosas de poder hablar con Salomón o, al menos, de asistir a alguna manifestación de su inmensa sapiencia. Así fue durante años hasta que su corazón quedó prendido por las ligaduras poderosas del amor. En sí, un acontecimiento de ese tipo no es malo, pero las esposas -porque fueron varias- que compartieron el lecho con él eran paganas. Adoraban imágenes de piedra y madera, y no al único Dios verdadero, y pusieron empeño -mucho o poco, no lo sé- en arrastrar a Salomón a rendir también culto a sus falsedades. Lo acabaron consiguiendo y así, el hombre más sabio se transformó en un verdadero necio. Cuando yo nací, las tierras de Britannia atravesaban por una situación muy similar.

Unas cuatro décadas antes de mi nacimiento, el emperador de Roma había decidido no enviar más refuerzos a Britannia. Aquella decisión fue una desgracia, pero aún peor resultó que escotos y pictos comenzaran a rebasar los restos del muro que había levantado el emperador Adriano y a asolar todas las tierras. Y como las desdichas nunca vienen solas, en cuanto que corrió la voz de que los invasores del norte no tenían el menor problema en saquear, matar y violar, comenzaron a llegar a las costas de Britannia otros barbari que procedían del lugar donde nace el sol. Sin embargo, a pesar de que el emperador había dejado de preocuparse de nosotros, los britanni no perdieron la esperanza de que Roma siguiera haciéndose presente como había acontecido en el pasado. Continuaron así manteniendo sus castra, sustribunales y su lengua. Incluso el ejército siguió siendo un ejército romano aunque no pudiera contar con refuerzos procedentes del otro lado del Oceanus Britannicus. Como jefe de aquellas fuerzas, los britanni decidieron elegir en calidad de Regíssímus Britanniarum a un descendiente de romanos llamado Constantino e incluso le buscaron una esposa procedente de una familia romana. Dios bendijo aquella unión y a la pareja regia le nacieron hijos a los que dieron los nombres de Constante y Aurelius Ambrosius. Constantino captó inmediatamente que Constante no tenía el temple suficiente para convertirse en su sucesor y decidió convertirlo en clérigo. Lo envió así a la iglesia de Anfíbalo, en Wintonia, con la esperanza de que se convirtiera en monje. Dado que Aurelius Ambrosius era un niño, encomendó su educación al arzobispo Wetelino. Este clérigo se había ocupado de la formación de la esposa de Constantino y por ello éste confiaba en que sabría formar sobradamente al niño como sucesor ideal. Difícilmente, hubiera podido ser más sensato el plan… pero la sensatez no garantiza -por desgracia- el éxito.


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