Un criado se detuvo respetuosamente en el umbral. El conde fue hasta él, y Diego Alatriste los oyó cambiar algunas palabras en voz baja. Cuando se retiró el fámulo, Guadalmedina vino al capitán, pensativo.

– Había previsto avisar al embajador inglés, pero esos caballeros dicen que no resulta conveniente que el encuentro tenga lugar en mi casa… Así que, como ya están repuestos, voy a hacer que varios hombres de mi confianza, y yo mismo con ellos, los escolten hasta la casa de las Siete Chimeneas, para evitar más encuentros desagradables.

– ¿Puedo hacer algo para ayudar a vuestra merced?

El conde lo miró con irónico fastidio.

– Ya has hecho bastante por hoy, me temo. Lo mejor es que te quites de en medio.

Alatriste asintió, y con un íntimo suspiro hizo el gesto resignado, lento, de despedirse. Era obvio que no podía volver a su casa, ni a la de ningún conocido habitual; y si Guadalmedina no le ofrecía alojamiento, se exponía a vagar por las calles a merced de sus enemigos o de los corchetes de Martín Saldaña, que tal vez estaban alertados sobre el suceso. El conde sabía todo eso. Y sabía también que Diego Alatriste nunca le pediría ayuda claramente; era demasiado orgulloso para hacerlo. Y si Guadalmedína no daba por recibido el mensaje tácito, el capitán no tendría más remedio que afrontar de nuevo la calle sin otro recurso que su espada. Pero ya sonreía el conde, distraído en sus reflexiones.

– Puedes quedarte aquí esta noche -dijo-. Y mañana veremos qué nos depara la vida… He ordenado que te dispongan una habitación.

Alatriste se relajó imperceptiblemente. Por la puerta entreabierta vio cómo al aristócrata le preparaban la ropa. Observó que los criados traían también un coleto de ante y varias pistolas cargadas. Álvaro de la Marca no parecía dispuesto a que sus invitados de fortuna corrieran más riesgos.

– Dentro de unas horas se extenderá la noticia de la llegada de estos señores, y todo Madrid estará patas arriba -suspiró el conde-. Ellos me piden bajo palabra de gentilhombre que se silencie la noticia de la escaramuza contigo y con tu acompañante, y que tampoco se sepa que los ayudaste a buscar refugio aquí… Todo esto es muy delicado, Alatriste. Y va en ello bastante más que tu cuello. Oficialmente el viaje ha de terminar, sin incidentes, ante la residencia del embajador inglés. Y es lo que vamos a procurar ahora mismo.

Había iniciado el movimiento hacia el cuarto donde le aderezaban las ropas, cuando de pronto pareció recordar algo.

– Por cierto -añadió, parándose-, desean verte antes de irse. No sé cómo diantre resolviste al final la cuestión, pero después que les conté quién eres y cómo se fraguó todo, no parecen guardarte demasiado rencor. ¡Esos ingleses y su condenada flema británica!… Voto a Dios que si me hubieras dado a mí el susto que les diste a ellos, yo estaría pidiendo a gritos tu cabeza. No habría tardado un minuto en hacerte asesinar.

La entrevista fue breve, y tuvo lugar en el enorme vestíbulo, bajo un cuadro del Tiziano que mostraba a Dánae a punto de ser fecundada por Zeus en forma de lluvia de oro. Álvaro de la Marca, ya vestido y equipado como para asaltar una galera turca, con culatas de pistolas sobresaliéndole del cinto junto a la espada y la daga, condujo al capitán al lugar donde los ingleses se disponían a salir envueltos en sus capas, rodeados de criados del conde que también iban armados hasta los dientes. Afuera aguardaban más criados con antorchas y alabardas, y sólo faltaba un tambor para que aquello pareciese una ronda nocturna de soldados en vísperas de escaramuza.

– He aquí al hombre -dijo Guadalmedina, irónico, mostrándoles al capitán.

Los ingleses se habían aseado y repuesto del viaje. Sus ropas estaban cepilladas y razonablemente limpias, y el más joven llevaba un amplio pañuelo alrededor del cuello, sosteniéndole el brazo, del que tenía cercana la herida. El otro inglés, el del traje gris, identificado como Buckingham por Álvaro de la Marca, había recuperado una arrogancia que Alatriste no recordaba haberle visto durante la refriega del callejón. Por aquel tiempo, Jorge Villiers, marqués de Buckingham, era ya gran almirante de Inglaterra y gozaba de considerable influencia cerca del Rey Jacobo I. Apuesto, ambicioso, inteligente, romántico y aventurero, estaba a punto de recibir el título ducal con que lo conocerían la Historia y la leyenda. Ahora, todavía joven y en plena ascensión hasta la más alta privanza de la corte de Saint James, el favorito del Rey de Inglaterra miraba con displicente atención a su agresor, y Alatriste soportó impávido el escrutinio. Marqués, arzobispo o villano, aquel tipo elegante de rasgos agraciados no le daba frío ni calor, ya fuera valido del Rey Jacobo o primo hermano del Papa. Eran fray Emilio Bocanegra y los dos enmascarados los que iban a quitarle el sueño aquella noche, y mucho se temía que también algunas más.

– Casi nos mata hoy, en la calle -dijo muy sereno el inglés en su español con fuerte acento extranjero, dirigiéndose más a Guadalmedina que a Alatriste.

– Siento lo ocurrido -respondió el capitán, tranquilo, con una inclinación de cabeza-. Pero no todos somos dueños de nuestras estocadas.

El inglés aún lo miró con fijeza unos instantes. Asomaba un aire despectivo a sus ojos azules, esfumada de ellos la sorprendida espontaneidad de los primeros momentos tras la lucha en el callejón. Había tenido tiempo para recapacitar, y el recuerdo de haberse visto a merced de un espadachín desconocido lastimaba su amor propio. De ahí aquella recién estrenada arrogancia, que Alatriste no había visto por ninguna parte cuando a la luz del farol cruzaban las espadas.

– Creo que estamos en paz -dijo por fin. Y volviendo con brusquedad la espalda, empezó a ponerse los guantes.

A su lado, el inglés más joven, el supuesto John Smith, permanecía en silencio. Tenía la frente despejada, blanca y noble, y sus rasgos eran finos, con manos delicadas y pose elegante. Aquello, a pesar de las ropas de viaje, delataba a la legua a un jovencito de buenísima familia. El capitán vislumbró una leve sonrisa bajo el todavía suave bigote rubio. Iba a hacer una nueva inclinación de cabeza y retirarse, cuando el joven pronunció unas palabras en su lengua que hicieron volver la cabeza al otro inglés. Por el rabillo del ojo, Alatriste vio sonreír a Guadalmedina, que además del francés y el latín hablaba la parla de los herejes.

– Mi amigo dice que os debe la vida -Jorge Villiers parecía incómodo, como si por su parte ya hubiera dado por concluida la conversación, y ahora tradujera a su pesar las palabras del más joven-. Que la última estocada que le tiró el hombre de negro era mortal.

– Es posible -Alatriste también se permitió una breve sonrisa-. Todos tuvimos suerte esta noche, me parece.

El inglés terminó de ponerse los guantes mientras escuchaba con atención las palabras que le dirigía su compañero.

– También pregunta mi amigo qué fue lo que hizo a vuestra merced cambiar de bando, y de idea.

– No he cambiado de bando -dijo Alatriste-. Yo siempre estoy en el mío. Yo cazo solo.

El más joven lo miró un rato, reflexivo, mientras le traducían aquella respuesta. De pronto parecía maduro y con más autoridad que su acompañante. El capitán observó que hasta Guadalmedina le mostraba más deferencia que al otro, a pesar de ser Buckingham quien era. Entonces el joven habló de nuevo, y su compañero protestó en su lengua, como si no estuviese de acuerdo en traducir aquellas últimas palabras. Pero el más joven insistió, con un tono de autoridad que Alatriste no le había oído antes.

– Dice el caballero -tradujo Buckingham de mala gana, en su imperfecto español- que no importa quién seáis y cuál sea vuestro oficio, pero que vuestra merced obró con nobleza al no permitir que lo asesinaran como un perro, a traición… Dice que a pesar de todo se considera en deuda con vos y desea que lo sepáis… Dice -y en este punto el traductor dudó un momento y cambió una mirada de preocupación con Guadalmedina antes de proseguir- que mañana toda la Europa sabrá que el hijo y heredero del Rey Jacobo de Inglaterra está en Madrid con la única escolta y compañía de su amigo el marqués de Buckingham… Y que, aunque por razones de Estado resulte imposible publicar lo ocurrido esta noche, él, Carlos, príncipe de Gales, futuro Rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, no olvidará nunca que un hombre llamado Diego Alatriste pudo asesinarlo, y no quiso.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: