– ¿A quién cree vuestra merced que incomoda más ese matrimonio?
Guadalmedina lo miró entre dos bocados.
– Uf. A mucha gente -dejó la empanada en el plato y se puso a contar con los dedos relucientes de grasa--. En España, la Iglesia y la Inquisición están rotundamente en contra. A eso hay que añadir que el Papa, Francia, Saboya y Venecia siguen dispuestos a cualquier cosa con tal de impedir la alianza entre Inglaterra y España… ¿Te imaginas lo que hubiera ocurrido si anoche llegáis a matar al príncipe y a Buckingham?
– La guerra con Inglaterra, supongo.
El conde atacó de nuevo su refrigerio.
– Supones bien -apuntó, sombrío-. De momento hay acuerdo general para silenciar el incidente. El de Gales, y Buckingham sostienen que fueron objeto de un ataque de salteadores comunes, y el Rey y Olivares han hecho como que se lo creían. Después, a solas, el Rey le pidió una investigación al valido, y éste prometió ocuparse de ello -Guadalmedina se detuvo para beber un largo trago de vino, secándose luego bigote y perilla con una enorme servilleta blanca, crujiente de almidón-… Conociendo a Olivares, estoy seguro de que él mismo podría haber montado el golpe; aunque no lo creo capaz de llegar tan lejos. La tregua con Holanda está a punto de romperse, y sería absurdo distraer el esfuerzo de guerra en una empresa innecesaria contra Inglaterra…
El conde liquidó la empanada mirando distraídamente el tapiz flamenco colgado en la pared a espaldas de su interlocutor: caballeros asediando un castillo e individuos con turbante tirándoles flechas y piedras desde las almenas con muy mala sangre. El tapiz llevaba más de treinta años allí colgado, desde que el viejo general Don Fernando de la Marca lo requisó como botín durante el último saqueo de Amberes, en los tiempos gloriosos del gran Rey Don Felipe. Ahora, su hijo Álvaro masticaba despacio frente a él, reflexionando. Después sus ojos volvieron a Alatriste.
– Esos enmascarados que alquilaron tus servicios pueden ser agentes pagados por Venecia, Saboya, Francia, o vete a saber… ¿Estás seguro de que eran españoles?
– Tanto como vuestra merced y como yo. Y gente de calidad.
– No te fíes de la calidad. Aquí todo el mundo presume de lo mismo: de cristiano viejo, hijodalgo y caballero. Ayer tuve que despedir a mi barbero, que pretendía afeitarme con su espada colgada del cinto. Hasta los lacayos la llevan. Y como el trabajo es mengua de la honra, no trabaja ni Cristo.
– Estos que yo digo sí eran gente de calidad. Y españoles.
– Bueno. Españoles o no, viene a ser lo mismo. Como si los de afuera no pudieran pagarse cualquier cosa aquí adentro… -el aristócrata soltó una risita amarga-. En esta España austriaca, querido, con oro puede comprarse por igual al noble que al villano. Todo lo tenemos en venta, salvo la honra nacional; e incluso con ella traficamos de tapadillo a la primera oportunidad. En cuanto a lo demás, qué te voy a contar. Nuestra conciencia… -le dirigió un vistazo al capitán por encima de su jarra de plata-. Nuestras espadas…
– O nuestras almas -rubricó Alatriste.
Guadalmedina bebió un poco sin dejar de mirarlo.
– Sí -dijo-. Tus enmascarados pueden, incluso, estar a sueldo de nuestro buen pontífice Gregorio XV. El Santo Padre no puede ver a los españoles ni en pintura.
La gran chimenea de piedra y mármol estaba apagada, y el sol que entraba por las ventanas sólo era tibio; pero aquella mención a la Iglesia bastó para que Diego Alatriste sintiera un calor incómodo. La imagen siniestra de fray Emilio Bocanegra cruzó de nuevo su memoria como un espectro. Había pasado la noche viéndola dibujarse en el techo oscuro del cuarto, en las sombras de los árboles al otro lado de la ventana, en la penumbra del corredor; y la luz del día no era suficiente para hacerla desvanecerse. Las palabras de Guadalmedina la materializaban de nuevo, a modo de mal presagio.
– Sean quienes sean -proseguía el conde-, su objetivo está claro: impedir la boda, dar una lección terrible a Inglaterra, y hacer estallar la guerra entre ambas naciones. Y tú, al cambiar de idea, lo arruinaste todo. Lo tuyo ha sido de licenciado en el arte de hacerse enemigos, así que yo, en tu lugar, cuidaría el pellejo. El problema es que no puedo protegerte más. Contigo aquí podría verme implicado. Yo que tú haría un viaje largo, muy lejos… Y sepas lo que sepas, no lo cuentes ni bajo confesión. Si de esto se entera un cura, cuelga los hábitos, vende el secreto y se hace rico.
– ¿Y qué pasa con el inglés?… ¿Ya está a salvo?
Guadalmedina aseguró que por supuesto. Con toda Europa al corriente, el inglés podía considerarse tan seguro como en su condenada Torre de Londres. Una cosa era que Olivares y el Rey estuviesen dispuestos a seguir dándole largas, a agasajarlo mucho y a hacerle promesa tras promesa hasta que se aburriera y se fuese con viento fresco, y otra que no garantizaran su seguridad.
– Además -prosiguió el conde- Olivares es listo y sabe improvisar. Igual cambia de idea, y el Rey con él. ¿Sabes qué le ha dicho esta mañana delante de mí al de Gales?… Que si no obtenían dispensa de Roma y no podía darle a la infanta como esposa, se la daría como amante… ¡Es grande, ese Olivares! Un hideputa con pintas, hábil y peligroso, más listo que el hambre. Y Carlos tan contento, seguro de tener ya a doña María en los brazos.
– ¿Se sabe cómo ve ella el asunto?
– Tiene veinte años, así que imagínate. Se deja querer. Que un hereje de sangre real, joven y guapo, sea capaz de lo que ha hecho éste por ella, la repele y fascina al mismo tiempo. Pero es una infanta de Castilla, así que el protocolo lo tiene todo previsto. Dudo que los dejen pelar la pava a solas ni para decir un avemaría… Precisamente volviendo para acá se me ha ocurrido el comienzo de un soneto:
– … ¿Qué te parece? -Álvaro, de la Marca miró inquisitivo a Alatriste, que sonreía un poco, divertido y prudente, absteniéndose de opinar-. Bueno, yo no soy Lope, pardiez. E imagino que tu amigo Quevedo pondría serios reparos; más para tratarse de versos míos no están mal… Si los ves circulando por ahí en hojas anónimas, ya sabes de quién son… En fin -el conde apuró el resto del vino y se puso en pie, tirando la servilleta sobre la mesa-. Volviendo a temas graves, lo cierto es que una alianza con Inglaterra nos compondría bien contra Francia; que después de los protestantes, y aún diría yo que más, es nuestra principal amenaza en Europa. A lo mejor con el tiempo cambian de idea y se celebra el casorio; aunque por los comentarios que conozco en privado del Rey y de Olivares, me sorprendería mucho.
Anduvo unos pasos por la habitación, miró de nuevo el tapiz robado por su padre en Amberes y se detuvo, pensativo, ante la ventana.
– De una u otra forma -prosiguió- una cosa era acuchillar anoche a un viajero anónimo que oficialmente no estaba aquí, y otra muy distinta atentar hoy contra la vida del nieto, de María Estuardo, huésped del Rey de España y futuro monarca de Inglaterra. El momento ha pasado. Por eso imagino que tus enmascarados estarán furiosos, clamando venganza. Además, no les conviene que los testigos puedan hablar; y la mejor manera de silenciar a un testigo es convertirlo en cadáver… -se había vuelto a mirar con fijeza a su interlocutor-. ¿Captas la situación? Me alegro. Y ahora, capitán Alatriste, te he dedicado demasiado tiempo y tengo cosas que hacer; entre ellas concluir mí soneto. Así que búscate la vida. Y que Dios te ampare.
Todo Madrid era una gran fiesta, y la curiosidad popular había convertido la casa de las Siete Chimeneas en pintoresca romería. Grupos de curiosos subían por la calle de Alcalá hasta la iglesia del Carmen Descalzo, congregándose al otro lado ante la residencia del embajador inglés, donde algunos alguaciles mantenían blandamente alejada a la gente que aplaudía el paso de cualquiera de las carrozas que iban y venían desde las cocheras de la casa. Se pedía a gritos que el príncipe de Gales saliera a saludar; y cuando a media mañana un joven rubio se asomó un momento a una de las ventanas, lo acogió estruendosa ovación, a la que el mozo correspondió con un gesto de la mano, tan gentil que de inmediato le ganó la voluntad del populacho congregado en la calle. Generoso, simpático, acogedor con quien sabía llegarle al corazón, el pueblo de Madrid había de dispensar al heredero del trono de Inglaterra, durante los meses que pasó en la Corte, siempre idénticas muestras de aprecio y benevolencia. Otra hubiera sido la historia de nuestra desgraciada España si los impulsos del pueblo, a menudo generoso, hubieran primado con más frecuencia frente a la árida razón de Estado, el egoísmo, la venalidad y la incapacidad de nuestros políticos, nuestros nobles y nuestros monarcas. El cronista anónimo se lo hace decir a ese mismo pueblo en el viejo romance del Cid, y uno recuerda con frecuencia sus palabras cuando considera la triste historia de nuestras gentes, que siempre dieron lo mejor de sí mismas, su inocencia, su dinero, su trabajo y su sangre, viéndose en cambio tan mal pagadas: «Qué buen vasallo que fuera, si tuviese buen señor».