En ese momento, el fraile se encaró con Alatriste. Su rostro de asceta fanático se había endurecido, y los ojos hundidos en las cuencas asaeteaban a su interlocutor, arrogantes.
– Soy -dijo con voz desagradable- el padre Emilio Bocanegra, presidente del Santo Tribunal de la Inquisición.
Al decir aquello pareció que un viento helado cruzaba de parte a parte la habitación. Y acto seguido, en el mismo tono, el fraile detalló a Diego Alatriste y al italiano, de modo sucinto y con suma aspereza, que él no necesitaba máscara ni ocultar su identidad, ni venir a ellos como un ladrón en la noche, porque el poder que Dios había puesto en sus manos bastaba para aniquilar en el acto a cualquier enemigo de la Santa Madre Iglesia y de Su Católica Majestad el Rey de las Españas. Dicho lo cual, y mientras sus interlocutores tragaban saliva de modo ostensible, hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras y prosiguió, en el mismo tono amenazante:
– Sois manos mercenarias y pecadoras, manchadas de sangre como vuestras espadas y vuestra conciencia. Pero el Todopoderoso escribe recto con renglones torcidos.
Los renglones torcidos cambiaron entre sí una mirada inquieta mientras el fraile proseguía su discurso.
– Esta noche -dijo- se os confía una tarea de inspiración sagrada, etcétera. La cumpliréis a rajatabla, porque de ese modo servís a la Justicia Divina. Si os negáis, si escurrís el bulto, caerá sobre vosotros la cólera de Dios, mediante el brazo largo, terrible, del Santo Oficio. Arrieros somos.
Dicho aquello, el dominico quedó en silencio y nadie osó pronunciar palabra. Hasta al italiano se le había olvidado la musiquilla, lo que ya era mucho decir. En la España de aquella época, enemistarse con la poderosa Inquisición significaba afrontar una serie de horrores que a menudo incluían prisión, tortura, hoguera y muerte. Hasta los hombres más crudos temblaban a la sola mención del Santo Oficio; y por su parte, Diego Alatriste, como todo Madrid, conocía bien la fama implacable de fray Emilio Bocanegra, presidente del Consejo de los Seis Jueces, cuya influencia llegaba hasta el Gran Inquisidor y hasta los corredores privados del Alcázar Real. Sólo una semana antes, por causa del llamado crimen pessimum o crimen nefando, el padre Bocanegra había convencido a la Justicia para quemar en la Plaza Mayor a cuatro criados jóvenes del conde de Monteprieto, que se delataron unos a otros como sodomitas en el potro del tormento inquisitorial. En cuanto al conde, un aristócrata maduro, soltero y melancólico, su título de grande de España lo había librado por los pelos de sufrir idéntica suerte, y el Rey se contentó con firmar un decreto para incautarse de sus posesiones y desterrarlo a Italia. El despiadado padre Bocanegra había llevado todo el procedimiento de modo personal, y aquel triunfo acababa de afianzar su temible poder en la Corte. Hasta el conde de Olivares, privado del Rey, procuraba estar a bien con el feroz dominico.
Allí no cabía ni parpadear. Con un suspiro interior, el capitán Alatriste comprendió que los dos ingleses, fueran quienes fuesen y a pesar de las buenas intenciones del enmascarado corpulento, estaban sentenciados sin remedio. Con la Iglesia habían topado, y discutir más resultaba, amén de inútil, peligroso.
– ¿ Qué hay que hacer? -dijo por fin, resignado a lo inevitable.
– Matarlos sin cuartel -respondió fray Emilio en el acto, con el fuego fanático devorándole la mirada.
– ¿Sin saber quiénes son?
– Ya hemos dicho quiénes son -apuntó el enmascarado de la cabeza redonda-. Mister Thomas y mister John Smith. Viajeros ingleses.
– Y anglicanos impíos -apostilló el fraile con voz crispada de ira-. Pero no os importa quiénes sean. Basta con que pertenezcan a un país de herejes y a una raza pérfida, funesta para España y la religión católica. Al ejecutar en ellos la justicia de Dios, rendiréis un servicio valioso al Todopoderoso y a la Corona.
Dicho esto, el fraile sacó otra bolsa con veinte monedas de oro y la arrojó con desdén sobre la mesa.
– Ya veis -añadió- que, a diferencia de la terrena, la justicia divina paga por adelantado, aunque cobre a plazo -miraba al capitán y al italiano como grabándose sus caras en la memoria-. Nadie escapa a sus ojos, y Dios sabe muy bien dónde reclamar sus deudas.
Diego Alatriste hizo amago de asentir. Era hombre de agallas, pero el gesto iba encaminado a disimular un estremecimiento. La luz del farol daba un aspecto diabólico al fraile, y la amenaza de sus palabras bastaba para alterar la compostura del más valiente. junto al capitán, el italiano estaba pálido, esta vez sin tiruri-ta-ta y sin sonrisa. Ni siquiera el enmascarado de la cabeza redonda se atrevía a abrir la boca.
III. UNA PEQUEÑA DAMA
Quizá porque la verdadera patria de un hombre es su niñez, a pesar del tiempo transcurrido recuerdo siempre con nostalgia la taberna del Turco. Ni ese lugar, ni el capitán Alatriste, ni aquellos azarosos años de mi mocedad existen ya; pero en tiempos de nuestro Cuarto Felipe la taberna era una de las cuatrocientas donde podían apagar su sed los 70.000 vecinos de Madrid -salíamos a una taberna por cada 175 individuos- sin contar mancebías, garitos de juego y otros establecimientos públicos de moral relajada o equívoca, que en aquella España paradójica, singular e irrepetible, se veían tan frecuentados como las iglesias, y a menudo por la misma gente.
La del Turco era en realidad un bodegón de los llamados de comer, beber y arder, situado en la esquina de las calles de Toledo y del Arcabuz, a quinientos pasos de la Plaza Mayor. Las dos habitaciones donde vivíamos Diego Alatriste y yo se encontraban sobre ella; y en cierto modo aquel tugurio hacia las veces de cuarto de estar de nuestra casa. Al capitán le gustaba bajar y sentarse allí a matar el tiempo cuando no tenía nada mejor que hacer, que eran las más de las veces. A pesar del olor a fritanga y el humo de la cocina, la suciedad del suelo y las mesas, y los ratones que correteaban perseguidos por el gato o a la caza de migas de pan, el lugar resultaba confortable. También era entretenido, porque solían frecuentarlo viajeros de la posta, golillas, escribanos, ministriles, floristas y tenderos de las cercanas plazas de la Providencia y la Cebada, y también antiguos soldados atraídos por la proximidad de las calles principales de la ciudad y el mentidero de San Felipe el Real. Sin desdeñar la belleza -algo ajada pero aún espléndida- y la antigua fama de la tabernera, el vino de Valdemoro, el moscatel, o el oloroso de San Martín de Valdeiglesias; amén de la circunstancia oportunísima de que el local tuviese una puerta trasera que daba a una corrala y a otra calle; procedimiento muy útil para esquivar la visita de alguaciles, corchetes, acreedores, poetas, amigos pidiendo dinero y otras gentes maleantes e inoportunas. En cuanto a Diego Alatriste, la mesa que Caridad la Lebrijana le reservaba cerca de la puerta era cómoda y soleada, y a veces le acompañaba el vino, desde la cocina, con un pastelillo de carne o unos chicharrones. De su juventud, de la que nunca hablaba ni poco ni mucho, el capitán conservaba cierta afición a la lectura; y no era infrecuente verlo sentado en su mesa, solo, la espada y el sombrero colgados en un clavo de la pared, leyendo la impresión de la última obra estrenada por Lope -que era su autor favorito- en los corrales del Príncipe o de la Cruz, o alguna de las gacetas y hojas sueltas con versos satíricos y anónimos que corrían por la Corte en aquel tiempo a la vez magnífico, decadente, funesto y genial, poniendo como sotana de dómine al valido, a la monarquía y al lucero del alba; en muchos de los cuales, por cierto, Alatriste reconocía el corrosivo ingenio y la proverbial mala uva de su amigo, el irreductible gruñón y popular poeta Don Francisco de Quevedo: