—No veo nada... Espera a que recobre el aliento... ¡Oh!
Se sienta.
—Pero no te entretengas tanto, tira fuerte. No te entretengas y tira... ¡De una vez!
—No me des lecciones. ¡Señor, qué gente más ignorante! Es para volverse loco... Abre la boca... —Aplica los fórceps—. La cirugía, hermano, no es una broma... No es lo mismo que cantar en el coro... —Hace la tracción—. No te muevas. Se ve que la muela es vieja; las raíces son muy hondas... —Tira—. No te muevas... Así... así... No te muevas... Ahora, ahora... —Se oye un crujido—. ¡Ya lo sabía!
Vonmiglásov permanece unos instantes inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Está aturdido... Sus ojos miran estúpidamente al espacio y su pálida cara está bañada en sudor.
—Si hubiera usado el pie de cabra... —balbucea el practicante—. ¡Buena la hemos hecho!
Volviendo en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca y en el sitio de la muela enferma encuentra dos salientes.
—Diablo sarnoso... —gruñe— ¡Te han puesto aquí para nuestra desgracia!
—Todavía vienes con insultos... —protesta el practicante, colocando los fórceps en el armario—. Eres un ignorante... En el seminario no te zurraron bastante... El señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, vivió siete años en Petersburgo... es un hombre culto... lleva trajes de cien rublos... y no me insultó... ¿Y tú, qué gallinácea eres? ¡No te pasará nada, no te morirás por eso!
El sacristán coge el pan bendito de la mesa y, con la mano en la mejilla, se va por donde había venido...
El álbum
El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:
—Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...
—Durante más de diez años —le sopló Zacoucine.
—Durante más de diez años... ¡Jum!... En este día memorable, nosotros, sus subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque su noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honre con...
—Sus paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso —añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.
—Y que —concluyó— su estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.
Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.
—Señores —dijo con voz temblorosa—, no esperaba yo esto, no podía imaginar que celebraran mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado, y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Créanme, amigos míos, les aseguro que nadie les desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades... ha sido siempre en bien de todos ustedes...
Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, añadió unas cuantas palabras muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.
En su casa lo esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiera sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.
—Señores —dijo en el momento de los postres—, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción.
Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.
—¡Qué bonito es! —dijo Olga, la hija de Serlavis—. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!
Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios, los tiró al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de colegio. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo nada más para colorear, recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de fósforos y lo llevó colocado así al despacho de su padre.
—Papá, mira, un monumento.
Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.
—Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.
El beso
El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros, reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo. Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:
—Su Excelencia el teniente general Von Rabbek, propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación a tomar el té en su casa...