¡Mierda!
– Tengo que irme -dijo, poniéndose en pie.
– ¿Tan guapa es ella? -bromeó Genny.
– Preciosa, esta no es mi noche de suerte.
Dejó caer treinta dólares sobre la mesa, los suficientes para pagar sus bebidas y las de Genny.
– ¿Tienes quien te lleve? -Su voz fue hosca y la pregunta ruda. Ambos se dieron cuenta.
– Nunca es difícil reemplazar a un hombre.
– Me has herido profundamente, Genny.
Ella sonrió y sus ojos se demoraron en su complexión atlética. La expresión de su rostro era triste.
– Cariño, no te he herido en absoluto.
Pero Mac ya se estaba dirigiendo hacia la puerta.
En cuanto la cruzó, el calor abofeteó su rostro. Sus alegres ojos azules se oscurecieron y su expresión jovial se volvió sombría. Habían transcurrido cuatro semanas desde la última vez que había recibido una llamada y empezaba a preguntarse si ya no habría ninguna más.
Mac McCormack, agente especial del GBI, abrió su teléfono móvil y marcó furioso el número.
Su interlocutor respondió a la primera señal.
– Ni siquiera lo están intentando -reverberó en su oído una voz distorsionada. Ignoraba si se trataba de un hombre, de una mujer o del propio Mickey Mouse.
– ¿Estoy aquí, no? -replicó Mac, nervioso. Se detuvo en el oscuro aparcamiento y miró a su alrededor. Estaba llamando a un teléfono de Atlanta, pero dudaba que su interlocutor se encontrara allí, pues solo era necesario tener un móvil de Georgia para llamar con ese prefijo desde cualquier otro estado.
– Ese hombre está más cerca de lo que usted cree.
– En ese caso, considero que debería dejar de hablar con acertijos y contarme la verdad. -Mac miró a la derecha y a la izquierda. Nada.
– Le envié por correo la verdad -canturreó la voz incorpórea.
– Me envió un acertijo. Yo manejo información, no juegos infantiles.
– Usted maneja muertes.
– Usted tampoco lo está haciendo mucho mejor. Vamos, ya han pasado seis meses. Dejemos de bailar de una vez y pongámonos a trabajar. Seguramente usted querrá algo… y yo sé que quiero algo. ¿Qué me dice?
La voz guardó silencio un largo momento. Mac se preguntó si por fin había conseguido que se sintiera avergonzado, pero al instante siguiente le inquietó pensar que podía haber enojado a ese hombre/mujer/ratón. Sujetó con más fuerza el teléfono, apretándolo contra la curva de su oreja. No podía permitirse perder esta llamada. Mierda, cuánto odiaba todo esto.
Seis meses atrás, Mac había recibido por correo la primera «carta», que en realidad se trataba de un recorte de prensa, una carta al director del periódico Virginian-Pilot. El breve párrafo había sido espantosamente idéntico a las notas editoriales de hacía tres años: «El planeta agoniza… Los animales lloran… Los ríos gritan… ¿Pueden oírlo? El calor mata…»
La bestia volvía a agitarse después de tres años de inactividad. Mac ignoraba qué había ocurrido durante aquel intervalo, pero sus compañeros y él se estremecían al pensar qué podría hacer en esta ocasión.
– El calor va en aumento -canturreó la voz.
Mac contempló frenético la oscuridad… Nadie, Nada. ¡Mierda!
– ¿Quién es usted? -preguntó-. Vamos, dígamelo.
– Él está más cerca de lo que usted cree.
– Entonces dígame su nombre. Así podré detenerle y nadie resultará herido. -Decidió cambiar de táctica-. ¿Acaso tiene miedo? ¿Acaso le teme? Confíe en mí, podemos protegerle.
– Él no desea hacerles daño, pero tampoco puede hacer nada por evitarlo.
– Si le importa esa persona o si le preocupa su propia seguridad, no tema. Existen procedimientos concretos para estos casos. Tomaremos las medidas apropiadas. Vamos, ese hombre ha matado ya a siete muchachas. Dígame su nombre. Permita que solucione este problema. Le aseguro que habrá hecho lo correcto.
– Yo no tengo todas las respuestas -replicó la voz, que sonó tan pesarosa que Mac estuvo a punto de creerle. Pero entonces añadió-: Deberían haberle detenido hace tres años, agente especial. ¿Por qué sus hombres no le atraparon?
– Si coopera con nosotros, esta vez lo conseguiremos.
– Ya es demasiado tarde -dijo su interlocutor-. Nunca ha podido soportar el calor.
La conexión se interrumpió y Mac se quedó en medio del aparcamiento, sujetando con fuerza el diminuto teléfono móvil y dejando escapar una maldición. Pulsó el botón de llamada una vez más, pero nadie respondió y nadie volvería a hacerlo hasta que fuera el propietario de aquella voz quien decidiera volver a ponerse en contacto con él.
– Mierda -repitió Mac-. Mierda, mierda, mierda.
Abrió la puerta de su coche de alquiler y se deslizó en el asiento. Allí dentro, la temperatura debía de rondar los noventa y tres grados. Apoyó la frente en el volante y lo golpeó con la cabeza tres veces. Ya había recibido seis llamadas telefónicas, pero seguía sin saber nada y el tiempo se estaba acabando. Mac lo sabía, lo presentía desde el domingo, cuando el mercurio había empezado a ascender.
Al día siguiente se pondría en contacto con su oficina en Atlanta e informaría de esta última llamada. El grupo de expertos la analizaría una y otra vez… y entonces esperaría, porque a pesar del tiempo transcurrido, lo único que podían hacer era esperar.
Mac apoyó la frente en el volante y dejó escapar un largo suspiro. Estaba pensando de nuevo en Nora Ray, en cómo se había iluminado su rostro cuando había salido del helicóptero de rescate y había visto a sus padres al otro lado del rotor. Y en cómo había desfallecido su expresión treinta segundos después, cuando les había preguntado, emocionada e impaciente: «¿Dónde está Mary Lynn?»
Entonces, su voz se había convertido en un agudo lamento que no hacía más que repetir: «No, no, no, oh, Dios, por favor, no».
Su padre había intentado abrazarla, pero Nora Ray se había dejado caer sobre el asfalto y se había envuelto en la manta militar, como si esta pudiera protegerla de la verdad. Sus padres no habían tardado demasiado en derrumbarse junto a ella, creando un nexo verde de pesar que nunca sería aliviado.
Aquel día habían ganado, pero también habían perdido.
¿Qué ocurriría en esta ocasión?
Hacía calor, era tarde y un hombre había vuelto a escribir una carta al director.
Regresad a casa, jovencitas. Cerrad las puertas con llave y apagad las luces. No acabéis como Nora Ray Watts, que salió a tomar un helado con su hermana pequeña y acabó abandonada en un lugar aislado, hundida en el fango y soportando que los cangrejos de mar le mordisquearan los dedos de los pies y las navajas le desgarraran las palmas de las manos, mientras las aves carroñeras trazaban círculos sobre su cabeza.