El hombre deseaba gritarles y decirles que no tenían ni idea, pero no podía hacerlo. Escuchó las noticias. Archivó con obsesión los recortes de periódico. Encendió velas durante la vigilia organizada por los afligidos padres de la pobre Tamara McDaniels, que la última vez que había sido vista llevaba una ceñida falda negra y zapatos de tacón con plataforma.

Esta vez no apareció ningún cuerpo, pues el río Savannah pocas veces renuncia a aquello que toma.

Pero el año 2000 todavía no había terminado.

Durante el mes de julio, las temperaturas superaron los treinta y ocho grados a la sombra. Dos hermanas, Mary Lynn y Nora Ray Watts, quedaron en el TGI Friday con unos amigos para tomar unos helados con los que combatir el calor. Ambas muchachas desaparecieron en algún punto del oscuro y serpenteante camino de vuelta a casa.

Mary Lynn fue hallada dos días después en la US 301, cerca del río Savannah. Aquel día, el termómetro había alcanzado los treinta y nueve grados, pero la sensación térmica era de cuarenta y siete grados centígrados. La joven tenía una concha marrón ligeramente estriada en la garganta y las piernas cubiertas de hierbajos y barro.

La policía intentó ocultar estos detalles, del mismo modo que había ocultado muchos otros, pero un miembro de la oficina del forense volvió a filtrar esta información a la prensa.

Por primera vez, el público en general supo lo que la policía ya sabía y lo que el hombre había sospechado desde hacía un año. La gente supo por qué la primera muchacha siempre era abandonada en un lugar donde era fácil encontrarla, junto a una carretera principal. La gente supo por qué su muerte era siempre tan rápida y por qué aquel hombre secuestraba a las muchachas por parejas. La primera víctima era simplemente una herramienta desechable y necesaria para el juego. Ella era el mapa. Los agentes tenían que interpretar las pistas que contenía su cadáver del modo correcto, para poder encontrar con vida a la segunda muchacha. Pero para ello tenían que actuar deprisa. Para ello tenían que derrotar al calor.

Llegaron los grupos especiales de operaciones, llegaron los periodistas y el agente especial McCormack apareció en los informativos para anunciar que los hierbajos, la sal marina y el bígaro, elementos hallados en el cadáver de Mary Lynn, les hacían sospechar que la joven se encontraba en algún lugar de las ciento cincuenta mil hectáreas de marismas saladas que había en el estado de Georgia.

«¿Pero en qué lugar exactamente, estúpidos?», garabateó el hombre en su libro de recortes. «A estas alturas, ya deberíais conocerle mejor. ¡El reloj hace tictac!»

– Tenemos razones para creer que Nora Ray sigue viva -había anunciado el agente especial McCormack una vez más-. Y vamos a llevarla de vuelta a casa junto a su familia.

«No hagas promesas que no puedas cumplir», escribió el hombre. Pero esta vez se equivocaba.

Este fue el último artículo que guardó en su cuaderno, lleno a rebosar de recortes de prensa: «27 de julio de 2000. Nora Ray Watts ha sido rescatada de las absorbentes profundidades de una marisma salada de Georgia». La octava víctima del Ecoasesino había logrado sobrevivir cincuenta y seis horas entre la tórrida sal, bajo un sol abrasador y una temperatura de treinta y ocho grados centígrados, masticando espartina y cubriéndose el cuerpo de barro para protegerlo del calor. La fotografía publicada en el periódico la mostraba exuberante, vibrante y triunfal mientras el helicóptero de los guardacostas la alzaba hacia un cielo muy azul.

Los agentes habían aprendido las normas del juego y por fin habían ganado.

En la última página del cuaderno de recortes no había artículos, ni fotografías, ni transcripciones de los informativos nocturnos. En esa última página, el hombre había escrito con suma pulcritud cuatro palabras: «¿Y si estoy equivocado?»

Y las había subrayado.

El año 2000 llegó a su fin. Nora Ray Watts estaba viva y el Ecoasesino no volvió a atacar nunca más. Los veranos llegaban y se marchaban, las olas de calor azotaban al estado de Georgia y castigaban a sus buenos ciudadanos con temperaturas abrasadoras que reavivaban sus miedos, pero no ocurrió nada más.

Tres años después, el Atlanta Journal-Constitution publicó un artículo en retrospectiva y entrevistó al agente especial McCormack para que hablara sobre los siete homicidios que habían quedado sin resolver durante aquellos tres terribles veranos, pero el detective se limitó a decir que seguían investigando los casos.

El hombre no conservó aquel artículo, sino que lo estrujó y lo tiró a la papelera. Aquella noche bebió largo y tendido.

Todo ha terminado, pensó. Todo ha terminado y estoy a salvo. Es así de simple.

Pero en lo más profundo de su corazón creía estar equivocado. Porque para ciertas cosas, todo era cuestión de cuándo…



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