Las pistolas de mano tampoco estaban permitidas, de modo que Kimberly tuvo que depositar su Glock del calibre 40 en la caja fuerte del Centro de Gestión de Armas. A cambio recibió lo que los nuevos agentes conocían como «Pistola Crayola» o «Mango Rojo», una pistola de plástico rojo que tenía un peso y un tamaño similares a los de una Glock. Los nuevos agentes tenían que llevar siempre consigo las Crayola y unas esposas falsas, para acostumbrarse al peso y la sensación de ir armado.

Kimberly odiaba su Mango Rojo. Le parecía infantil y se sentía estúpida llevándolo encima. Quería que le devolvieran su Glock. En cambio, sus compañeros contables, abogados y psicólogos, que tenían una experiencia nula en armas de fuego, adoraban aquel trasto porque, aunque se les cayera del cinturón o se sentaran encima, nadie resultaba herido. Un día, Gene Yves había estado gesticulando de tal forma que su Crayola había salido disparada por los aires y había golpeado a otro nuevo agente en la cabeza. Desde entonces, a Kimberly no le había quedado más remedio que aceptar que era buena idea que no todos los reclutas fueran armados, al menos durante las primeras semanas.

Pero seguía deseando recuperar su Glock.

Después de haberse provisto de ropa blanca, uniformes y pistolas de juguete, los nuevos reclutas habían regresado a los dormitorios para conocer a sus compañeros de habitación. Al inicio de su estancia, todos eran asignados a los dormitorios Madison y Washington, donde tenían que compartir habitación con otro compañero y el cuarto de baño con otra habitación. Los dormitorios eran pequeños, pero funcionales: dos camas individuales, dos pequeños escritorios de roble y una enorme estantería. Cada cuarto de baño, pintado de azul vivido por razones que solo conocía el conserje, estaba equipado con un lavamanos y una ducha. No había bañera. A partir de la cuarta semana, muchos agentes reservaban habitaciones en algún hotel de las proximidades de Stafford, solo para poder darse un largo baño con agua caliente y aliviar así sus magullados y doloridos cuerpos. En serio.

La compañera de habitación de Kimberly se llamaba Lucy Dawbers. Tenía treinta y seis años y era una ex abogada procesal de Boston que vivía en un piso por el que le pedían dos mil dólares al mes. Aquel primer día, al ver el austero dormitorio, había gemido: «Oh, Dios mío, ¿qué he hecho?»

Kimberly tenía la certeza de que Lucy, que echaba terriblemente de menos a su hijo de cinco años, sería capaz de matar por poder disfrutar de una buena copa de Chardonnay al final del día.

La buena noticia, sobre todo para aquellos reclutas a los que no les gustaba demasiado compartir habitación -por ejemplo, Kimberly-, era que a partir de la duodécima semana podían disponer de habitaciones individuales en «El Hilton», el dormitorio Jefferson. Dichas habitaciones eran ligeramente más grandes y disponían de su propio cuarto de baño. Eran un verdadero paraíso.

Pero antes, tenías que sobrevivir a aquellas doce semanas.

Tres de sus compañeros no lo habían conseguido.

En teoría, la Academia del FBI había abandonado sus métodos de campamento militar para adoptar un programa más suave. El FBI era consciente de lo caro que resultaba formar a buenos agentes, así que ahora consideraba que el paso por la Academia era un entrenamiento final y no una última oportunidad para deshacerse de los débiles.

Esa era la teoría pero, en realidad, los agentes eran puestos a prueba desde el primer día. ¿Podéis correr dos kilómetros en menos de dieciséis minutos? ¿Podéis hacer cincuenta flexiones en un minuto? ¿Podéis hacer sesenta incorporaciones completas? Tenían que ejecutar la carrera de ida y vuelta en veinticuatro segundos y trepar por la cuerda de quince metros en cuarenta y cinco.

Los nuevos agentes corrían, entrenaban, se sometían a pruebas de grasa corporal y rezaban para mejorar en aquel ejercicio que era su cruz -ya fuera la carrera de ida y vuelta, la cuerda o las cincuenta flexiones-, para poder superar los exámenes de aptitud física.

Y también estaba el programa académico: delitos administrativos, elaboración de perfiles, derechos civiles, contrainteligencia extranjera, crimen organizado y narcotráfico; interrogatorios, tácticas de detención, maniobras de conducción, trabajo confidencial e informática; conferencias sobre criminología, derechos legales, ciencia forense, ética e historia del FBI. Algunas de estas clases eran interesantes y otras insoportables. Te examinaban de todas las materias en tres ocasiones durante las dieciséis semanas que duraba el curso y no utilizaban el baremo mundano de un instituto, sino que para aprobar tenías que obtener una puntuación superior al ochenta y cinco por cierto. Si suspendías una vez, tenías la oportunidad de realizar un examen de recuperación, pero si suspendías dos veces te «reciclaban» o, lo que es lo mismo, tenías que repetir el curso.

Reciclar. Sonaba tan inocuo como un programa de deportes políticamente correcto. Aquí no había ganadores ni perdedores; simplemente te reciclaban.

Los nuevos agentes temían el reciclaje, sentían verdadero pavor y tenían pesadillas al respecto. Era una palabra odiosa que se susurraba en los pasillos. Era el terror secreto que los obligaba a seguir adelante y subir el gigantesco muro de entrenamiento de los marines, incluso ahora que habían entrado en la novena semana y todos dormían menos porque cada vez los entrenamientos eran más duros, las expectativas más altas y sabían que al día siguiente uno de ellos recibiría el premio a la hazaña mortal del día…

Aparte del entrenamiento físico y las clases teóricas, los nuevos agentes tenían que realizar prácticas de tiro. Kimberly había pensado que jugaría con ventaja en este punto, pues hacía diez años que utilizaba su Glock del calibre 40, se sentía cómoda con las armas de fuego y su puntería era inmejorable.

Pero las prácticas de tiro no consistían simplemente en colocarse ante un objetivo de papel y disparar: también disparaban sentados, como si les hubieran sorprendido en su despacho, o corriendo, arrastrándose sobre el estómago, a oscuras o realizando elaborados rituales. En uno de ellos, por ejemplo, tenían que arrastrarse sobre el estómago, levantarse y echar a correr, volver a tirarse al suelo, avanzar un poco más, incorporarse y disparar. Además, tenían que disparar con la mano derecha y con la izquierda. Y recargar el arma una vez, y otra, y otra más.

Y no utilizaban siempre la misma arma.

En primer lugar, Kimberly disparó un rifle M-16, después gastó más de mil balas con una escopeta Remington modelo 870 que tenía tal retroceso que estuvo a punto de abrirse la mejilla y romperse el hombro y después ejecutó más de cien disparos con una Heckler amp; Koch MP5/10 automática, experiencia que al menos le resultó divertida.

Ahora acudían al Callejón Hogan, donde practicaban escenarios elaborados en los que solo los actores sabían qué iba a ocurrir. Los sueños que tenía Kimberly debidos a la ansiedad -que salía de casa desnuda o que se encontraba en clase haciendo un examen sorpresa-, siempre habían sido en blanco y negro, pero desde que comenzaron las prácticas en el Callejón Hogan habían adoptado colores vividos y agresivos: aulas fucsias, calles amarillo mostaza, exámenes sorpresa salpicados de pintura púrpura y verde. En sus sueños se veía a sí misma correr por túneles infinitos que explotaban en naranja, rosa, púrpura, azul, amarillo, negro y verde.

Algunas noches despertaba fatigada por el esfuerzo físico del sueño; otras noches era incapaz de dormir y permanecía acostada, sintiendo las palpitaciones de su hombro derecho. A veces advertía que Lucy también estaba despierta, pero nunca hablaban. Se limitaban a permanecer tumbadas a oscuras, lamentándose en silencio.

Entonces, a las seis en punto, ambas se levantaban y volvían a someterse a la dura prueba que era pasar un día en la Academia.

Habían transcurrido nueve semanas y todavía faltaban siete. No muestres debilidad. No les des cuartel. Aguanta.

Kimberly estaba desesperada por conseguirlo. Era una mujer fuerte que había heredado los fríos ojos azules de su padre. Era una mujer inteligente que se había licenciado en Psicología a los veintiún años y había obtenido un máster en Criminología a los veintidós. Era una mujer decidida que se había propuesto seguir adelante con su vida a pesar de lo que les había ocurrido a su madre y a su hermana.

Era una mujer infame, la estudiante más joven de la clase y la persona sobre la que todos murmuraban en los pasillos. «¿Sabes quién es su padre? ¡Menuda desgracia ha vivido su familia! He oído que el asesino también estuvo a punto de matarla, pero que ella le disparó a sangre fría»…

Los compañeros de clase de Kimberly tomaban montones de notas en las clases de elaboración de perfiles, pero Kimberly no apuntaba nada de nada.

Bajó las escaleras y accedió al vestíbulo, donde había un montón de camisetas verdes riendo y charlando animadamente. Eran los estudiantes de la Academia Nacional, que habían terminado su jornada laboral y se dirigían a la Sala de Conferencias para tomar una cerveza bien fresca. De pronto apareció un grupo de camisetas azules causando un gran alboroto. Eran nuevos agentes, como ella, que también habían terminado su jornada y se dirigían a la cafetería para comer algo antes de ponerse a estudiar, realizar la carrera de entrenamiento o ir al gimnasio. Quizá intercambiaban conocimientos, la experiencia legal de un antiguo abogado por la práctica de tiro de un ex marine. A los nuevos agentes les encantaba ayudarse entre sí. Si les permitías hacerlo.

Kimberly cruzó las puertas y el calor la golpeó como un puño. Avanzó en línea recta hacia la relativa sombra del tramo de madera de la carrera de entrenamiento y empezó a correr.

«Dolor», «Agonía», «Sufrimiento», rezaban los carteles clavados en los árboles que se alzaban junto al sendero. «¡Resiste!» «¡Disfrútalo!».

– Ya lo hago -jadeó Kimberly.

Su dolorido cuerpo protestaba y su pecho se tensaba por el dolor, pero siguió corriendo. Cuando todo lo demás fallaba, tenías que seguir adelante. Tenías que seguir poniendo un pie delante del otro, pues así un nuevo dolor ocultaba el anterior.

Kimberly conocía bien esta lección. La había aprendido seis años atrás, cuando su hermana y su madre habían sido asesinadas y ella se encontraba en Portland, Oregón, en la habitación de un hotel con el cañón de una pistola clavado en la frente.



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