Cuando le hubo entregado el dinero a su tío se dirigió de nuevo hacia el campo y se puso a trabajar con verdadero furor. Por un momento, sólo pensó en la plata: la vio lanzada descuidadamente sobre la mesa de juego, arrebatada por alguna mano holgazana. Su plata, la plata que tan penosamente había arrancado de su tierra para convertirla en más tierra.

Llegó la noche cuando su ira comenzó a calmarse, y se acordó de su casa y de su cena. Y entonces también se le ocurrió pensar en la nueva boca que acababa de nacer, que era una niña, y las niñas no pertenecen a los padres, sino que son dedicadas a otras familias. Ni siquiera había pensado, en su cólera contra su tío, en detenerse a mirar esta nueva criatura.

Permaneció apoyado contra el azadón y se sintió invadido de tristeza. Tendría ahora que pasar otra cosecha hasta que pudiese comprar la tierra, un trozo colindante con el que ya tenía. Y ahora había una boca más en la casa.

A través del cielo pardo del atardecer pasó una bandada de cuervos y revolotearon en torno a él graznando ruidosamente. Los vio desaparecer en unos árboles cercanos a su casa y corrió tras ellos gritando y agitando el azadón. Los cuervos se elevaron nuevamente formando círculos sobre su cabeza, burlándose con sus graznidos, y al fin se perdieron en el cielo ya oscurecido.

Wang Lung gimió. Aquello era un mal presagio.


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