– Sea por la razón que sea -repuso Wang Lung-, es una obra caritativa, y algunos la harán simplemente por buen corazón.

Y viendo que el hombre no le contestaba, añadió en defensa de su idea:

– Por lo menos habrá algunos de éstos, ¿verdad?

Pero el guardia se había cansado de hablar con él y, volviéndole la espalda, se alejó silbando una canción. Entonces los chiquillos rodearon a Wang Lung y éste condujo a su familia a la choza que habían construido y se echaron en el suelo, durmiendo hasta la mañana siguiente, pues era la primera vez desde el verano que habían comido verdaderamente, y el sueño les rendía después de haber saciado el hambre.

Al día siguiente se hacía preciso encontrar más dinero, pues habían gastado su último penique comprando el arroz para la mañana. Wang Lung miró a O-lan sin saber qué hacer. Pero no había en su mirada la desesperación que reflejaban sus ojos cuando la miraba allá, en su casa, ante los campos resecos y desnudos; aquí, entre el ir y venir de gentes bien nutridas, con los mercados llenos de carne, verduras y pescado, era imposible que un hombre y sus hijos pudieran morir de hambre. Aquí no era como en su propia tierra, donde ni aun con dinero se podía conseguir comida, porque no la había. Y O-lan contestó con aplomo, como si ésta fuese la vida que siempre hubiera conocido:

– Yo puedo pedir limosna, y los niños, y también el anciano. Sus cabellos grises conmoverán a muchos que no me darían nada a mi.

Y llamó a los dos niños, que, con la curiosidad de las criaturas. habían salido a la calle y lo miraban todo con asombro:

– Traed vuestras escudillas y cogedlas así y gritad así…

Y cogiendo su escudilla vacía la tendió en la mano, exclamando desoladamente:

– Tened compasión, buen señor…, tened compasión, buena señora… ¡Tened compasión! Una buena obra, por el cielo… Una monedita, la más pequeña, la que no queráis… ¡Alimentad a una criatura que se muere de hambre!

Los dos niños la contemplaban extrañados, lo mismo que Wang Lung, que se preguntaba dónde habría aprendido O-lan a pedir así. ¿Cuánto había en esta mujer que le era a el desconocido? O-lan contestó a su mirada diciendo:

– Así pedía cuando era niña, y así comía. En un año como éste me vendieron como esclava.

El anciano, que había estado durmiendo, se despertó entonces, y le dieron una escudilla y los cuatro salieron al camino a mendigar. La mujer empezó la primera a pedir, sacudiendo su escudilla ante todos los transeúntes. Se había metido a la pequeña en su seno desnudo y la criatura dormía, agitando lastimosamente la cabeza mientras su madre corría de un lado a otro tendiendo la escudilla. Mientras mendigaba señalaba a la niña y decía:

– Si no dais, buen señor, buena señora, esta criatura se muere. Nos morimos de hambre, nos morimos…

Y así lo parecía, en realidad, pues diríase que la niña estuviera ya muerta, y algunas gentes echaban de mala gana una monedita en la escudilla.

Pero los dos chicos empezaron a tomar aquello como un juego, y el anciano estaba avergonzado y sonreía estúpidamente mientras mendigaba. Entonces la madre arrastró a los dos chiquillos dentro de la choza y los abofeteó a más y mejor, riñéndoles furiosamente:

– ¡Y habláis de morir de hambre, riendo al mismo tiempo! ¡Idiotas!

Y los abofeteó otra vez hasta que las manos le dolieron y hasta que los niños se pusieron a llorar desoladamente, con grandes lagrimones que les rodaban por las mejillas. Entonces les mandó otra vez a la calle, exclamando:

– ¡Ahora estáis en condición de pedir! ¡Eso y más os daré si volvéis a reíros!

En cuanto a Wang Lung, vagó por las calles preguntando aquí y allá hasta que dio con un puesto donde se alquilaban rickshaws . Y entró, alquiló uno por media moneda de plata, que debía ser abonada a la noche, y salió de nuevo a la calle arrastrando el cochecillo tras él.

Se sentía cohibido y en ridículo y le parecía que todo el mundo se burlaba de él. Entre las dos varas del cochecillo se sentía tan torpe como un buey que es uncido por vez primera al arado; apenas sabía cómo caminar. Y, sin embargo, tenía que hacerlo para ganarse la vida, pues aquí y allá, por todas partes de esta ciudad corrían hombres arrastrando a otros en cochecillos. Wang Lung se fue a una calle lateral donde no había tiendas, sino domicilios privados. casas silenciosas y cerradas, y empezó a andar arriba y abajo, tirando del rickshaw para acostumbrarse, y en el preciso momento en que se decía a si mismo, desesperado, que le valdría más ir a pedir, se abrió una puerta y un hombre viejo, con lentes y ataviado como un profesor, le hizo seña.

Wang Lung comenzó a explicarle que era demasiado nuevo en el oficio para poder correr, pero el anciano era sordo y no se enteró de lo que Wang Lung le decía, y así se limitó a indicarle que bajase las varas del coche para poder subir. Wang Lung obedeció, no sabiendo qué hacer y sintiéndose obligado por la sordera y por la apariencia señorial del anciano. Este, una vez estuvo sentado, ordenó:

– Llévame al templo de Confucio.

Su calma y su superioridad no admitían réplica, y Wang Lung echó a andar hacia delante, como veía hacer a los otros, aunque no tenía la menor idea de dónde se hallaba el templo de Confucio.

Pero según avanzaba iba preguntando aquí y allá, y como las calles estaban llenas de vendedores que pasaban con sus cestos, de mujeres que iban al mercado, de coches tirados por caballos y de muchos otros vehículos como éste del que tiraba Wang Lung, la aglomeración hacía completamente imposible todo intento de correr, así es que se limitaba a andar con tanta ligereza como le era posible y consciente siempre del peso que iba tras él. A llevar cargas sobre los hombros estaba acostumbrado, pero no a arrastrarlas, y antes de que llegara a los muros del templo le dolían los brazos, y las manos se le habían llenado de ampollas, pues las varas del cochechillo rozaban partes que el azadón dejaba sin tocar. El viejo profesor bajó del vehículo cuando Wang Lung se detuvo, y, buscando en las profundidades de su bolso, sacó una monedita de plata y se la dio, diciendo:

– No tengo costumbre de pagar nunca más de esto. Es inútil protestar.

Wang Lung no había pensado en protestar, pues era la primera vez que veía una moneda como aquélla e ignoraba cuántos peniques valía. Entró en una tienda de arroz cercana que era a la vez casa de cambio y le dieron por la monedita veintiséis peniques, maravillándose Wang Lung de la facilidad con que se ganaba el dinero en el Sur. Pero otro conductor de rickshaw que se hallaba junto a él se inclinó para verle contar el dinero y le dijo:

– Sólo veintiséis. ¿Hasta dónde llevaste al viejo?

Y cuando Wang Lung se lo dijo, el hombre exclamó:

– ¡Qué mal alma! Te ha dado solamente la mitad de lo que debía. ¿Qué precio fijaste antes de empezar la carrera?

– Ninguno -contestó Wang Lung-. El me hizo seña y yo fui. El otro le lanzó una mirada de lástima y exclamó, dirigiéndose a cuantos les rodeaban:

– ¡Fijaos en este patán! Alguien le hace seña de que vaya, y el grandísimo tonto va sin fijar el precio. "¿Cuánto por la carrera?” Has de saber esto. idiota: que sólo a los hombres blancos se les puede tomar sin ajustar el precio, y cuando te dicen: "¡Ven!", puedes ir con toda confianza, porque son tan imbéciles que no saben el precio de nada y la plata les afluye de los bolsillos como agua.

Y la gente escuchaba y se reía.

Pero Wang Lung no dijo nada. Se sentía muy ignorante y humilde entre estas gentes ciudadanas, y cogiendo su vehículo se alejó de allí sin responder nada.

"No importa: con esto tengo para que coman mis hijos mañana", se dijo tercamente, y entonces se acordó de que tenía que pagar por la noche el alquiler del cochecillo y que con lo que había ganado no tenía ni con que abonar la mitad.

Tuvo otro pasajero durante la mañana y dos más durante la tarde, y con éstos si discutió hasta ponerse de acuerdo sobre el precio. Pero por la noche, cuando contó todo el dinero que tenía, encontróse con que una vez pagado el vehículo, le quedaba únicamente un penique para él. Con esto regresó a su choza, amargado hasta el fondo de su alma y diciéndose que después de un día de labor mucho más duro que un día de siega, sólo había ganado aquella miseria. Entonces, como un alud le pasaron por la memoria los recuerdos de su tierra. No había pensado en ella ni una vez durante todo aquel extraño día, mas al imaginarla ahora, lejana, pero suya y aguardándole, sentía que una calma y una dulzura infinitas le invadían.

Y así siguió andando y llegó a su choza.

Al entrar encontróse con que O-lan había reunido, con las limosnas del día, cuarenta piezas pequeñas, o sea menos de cinco peniques; y de los muchachos, el mayor había recogido ocho piezas, y el pequeño, trece. Reuniéndolo todo había con que comprar arroz por la mañana. Pero cuando quisieron juntar el dinero del niño menor al de los demás, el pequeño comenzó a chillar reclamando su propiedad. El amaba aquel dinero que había mendigado y que era suyo, y no hubo manera de quitárselo. Aquella noche durmió con el bien apretado en la mano y no lo soltó hasta la mañana siguiente, para pagar su propio arroz.

Pero al anciano no le habían dado nada. Todo el día permaneció sentado en la calle, obedientemente, pero sin mendigar. Se dormía, se despertaba y fijaba los ojos asombrados en los transeúntes, volviendo a dormirse cuando se cansaba. Y, como era de la vieja generación, no se le podía reprender.

Al ver que tenía vacías las manos dijo con simplicidad:

– He labrado la tierra, sembrado el grano y recogido la cosecha; y así he llenado de arroz mi escudilla. Y además he engendrado un hijo que ha engendrado hijos a su vez.

Confiaba así, como un niño, en que no le faltaría qué comer, puesto que tenía un hijo y nietos.


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