XIII
Día tras día, bajo la opulencia de esta ciudad, Wang Lung vivía en sus cimientos de miseria, sobre los que la ciudad se levantaba. Con los comestibles rebosando de los mercados; con las calles donde se hallaban los almacenes de seda llenas de tiendas engalanadas de vistosos estandartes multicolores que anunciaban las mercancías: con tantos hombres ricos vestidos de satén y de terciopelo, cubiertos de seda y con la piel suave y las manos perfumadas y tiernas como flores de delicadeza y de ocio; con tanta cosa para esplendor y belleza de la ciudad, en aquella parte de la misma donde vivía Wang Lung no había comida suficiente para calmar un hambre salvaje ni la ropa necesaria para cubrirse los huesos.
Los hombres trabajaban todo el día haciendo pan y dulces destinados a las fiestas de los ricos; los niños se entregaban a una u otra labor desde el alba hasta la medianoche, y luego se echaban a dormir tal como estaban, sucios y grasientos, sobre ásperos camastros tendidos en el suelo, hasta que, al siguiente día, tambaleándose aún de cansancio, volvían a los hornos donde jamás se ganaba con que poder comprar uno de aquellos ricos panes que elaboraban para otros. Y hombres y mujeres trabajaban en el corte y la confección de gruesas pieles para el invierno, y de telas ligeras para el verano, y de espesos brocados de seda que se convertían en trajes suntuosos para aquellas gentes que se surtían de comestibles en la profusión de los mercados, mientras ellos, los que los vestían, tenían que contentarse con un trozo de áspero algodón azul que recosían rápidamente para cubrir sus desnudeces.
Wang Lung, que vivía entre estas gentes ocupadas en el bienestar de los otros, oía a menudo cosas extrañas, de las que hacia poco caso. Cierto que los más viejos, hombres y mujeres, hablaban poco. Hombres de barba gris tiraban de las rickshaws, arrastraban carretones de carbón y leña hacia los hornos y los palacios, forzando sus espaldas hasta que los músculos estaban tirantes como cuerdas. Empujaban los pesados carretones de mercancías por las calles implacables, comían frugalmente su escaso condumio, dormían sus breves noches y callaban. Sus rostros eran, como el rostro de O-lan, inarticulados y mudos. Nadie sabía lo que pensaban. Si alguna vez hablaban era de comida o de peniques. La palabra plata se hallaba tan raramente en sus labios como este metal en sus manos.
Sus caras en reposo se hallaban crispadas como en un acceso de cólera, pero no era cólera: eran los años de esfuerzo y de tensión, cargando pesos superiores a sus fuerzas, que habían descubierto sus dientes en lo que parecía un gesto de amenaza y arado arrugas profundas en torno de sus ojos y de sus bocas. Ellos mismos no tenían idea de la clase de hombres que eran. Una vez se vio uno de ellos en el espejo de un carro de mudanzas que pasaba cargado de muebles, y gritó señalándose: "¡Qué hombre más feo!" Y cuando los otros se echaron a reír, sonrió dolorosamente, sin saber de qué se reían, y miró a un lado y otro rápidamente para ver si había ofendido a alguien.
En casa, dentro de los pequeños chamizos donde vivían amontonados, junto al de Wang Lung, las mujeres remendaban trapos para cubrir a las criaturas que daban a luz incesantemente, y robaban pedacitos de col de los huertos y puñados de arroz de los mercados y andaban todo el año por las colinas a la rebusca de hierbas. Durante las cosechas seguían a los segadores como una bandada de aves, con los ojos acerados y agudos puestos sobre el grano o el brote que cayera al suelo. Y por aquellos chamizos pasaban los hijos; los niños nacían, morían, nacían otros y volvían a morir hasta que ni el padre ni la madre sabían cuántos habían nacido y cuántos habían muerto, y casi ni cuántos vivían, pues pensaban en ellos únicamente como bocas que había que alimentar y no como criaturas.
Estos hombres, estas mujeres, éstos niños, entraban y salían de los mercados, de las tiendas de telas, y vagaban por el campo que rodeaba a la ciudad, los hombres trabajando en lo que podían por unos cuantos peniques, las mujeres y los niños mendigando y robando. Y entre esta gente se hallaba Wang Lung, su mujer y sus hijos.
Los viejos aceptaban aquella vida, pero los hijos varones, llegados a esa edad en que la infancia se ha esfumado y la vejez está lejos, sentíanse descontentos. Hablaban entre si estos jóvenes, y sus conversaciones estaban llenas de excitación y de cólera. Más tarde, cuando eran plenamente hombres y se casaban y veían amargamente su rápida multiplicación, la cólera disipada de su juventud cuajaba en una fiera desesperación y en una rebeldía demasiado profunda para expresarse en palabras, porque durante toda su vida veíanse forzados a trabajar más duramente que las bestias, y todo por un puñado de restos para llenar sus vientres. Oyendo una de estas conversaciones, Wang Lung se enteró un día, por primera vez, de lo que sucedía al otro lado del gran muro contra el que las hileras de chozas se adosaban.
Era al morir de uno de esos largos largos días de invierno que permiten creer en la vuelta de la primavera. Frente a las chozas, la tierra estaba todavía enlodada por la nieve fundida, y como el agua entraba en las viviendas, cada familia había tenido que procurarse ladrillos sobre los que poder dormir. A pesar de la incomodidad de la tierra mojada, notábase esta noche una suavidad que se respiraba en el aire, y esta suavidad había despertado en Wang Lung una extraordinaria agitación que le hizo salir a la calle después de cenar, pues se le hacía imposible dormir, como hubiera deseado.
Allí estaba su anciano padre, en cuclillas y apoyado contra la pared, con su tazón de comida en la mano, pues se la había llevado fuera para cenar tranquilamente, ya que los chiquillos llenaban la choza de clamores y ruidos. El anciano sostenía en una mano el extremo de una tira de tela que O-lan había desgarrado de su cinturón, y de esta tira sujetaba a la niña, que iba tambaleándose de un lado a otro. Así pasaba sus días el anciano: cuidando de esta criatura que ahora protestaba de tener que estar en brazos de su madre mientras pedía limosna. Además O-lan estaba otra vez encinta y la presión que hacía el peso de la niña sobre ella era demasiado dolorosa para que pudiera soportarla.
Wang Lung permaneció observando a la pequeña, que daba tumbos, se caía, se levantaba, se volvía a caer, y al anciano, que tiraba de los extremos de la cinta de tela. Y mientras los observaba sentía que la dulzura del aire nocturno despertaba en él una nostalgia infinita de sus campos.
– En un día así -dijo a su padre en voz alta- hay que trabajar los campos y cultivar el trigo.
– ¡Ah! -dijo el anciano tranquilamente-. Ya sé lo que estás pensando. Cuatro veces en mi vida he tenido que hacer lo que hemos hecho este año: abandonar los campos y saber que no quedaba en ellos simiente para otras cosechas.
– Pero siempre regresasteis, padre.
– Quedaba la tierra, hijo -contestó el viejo con simplicidad.
Bien; pues también ahora regresarían, si no este año, el próximo, se dijo Wang Lung. ¡Mientras quedase la tierra! Y el recuerdo de ella, que le esperaba enriquecida por las lluvias primaverales, llenaba su corazón de deseo. Entrando en la choza le dijo bruscamente a su mujer:
– Si tuviera algo que vender, lo vendería y regresaría a la tierra. O, si no fuese por el anciano, iríamos a pie, aunque nos muriésemos de hambre. ¿Pero cómo podrían él y la criatura pequeña andar cien millas? ¡Y tú con tu carga!
O-lan se hallaba lavando las escudillas de arroz, y después de apilarlas en un rincón de la choza, miró a Wang Lung y dijo:
– No tenemos nada que vender, excepto la niña.
Wang Lung se quedó atónito y gritó:
– ¡Yo no venderé una criatura!
– A mí me vendieron -contestó O-lan muy despacio-. Me vendieron a una gran casa para que mis padres pudieran regresar a la de ellos.
– ¿Y por eso venderías tú a la niña?
– Si no se tratase más que de mi, antes preferiría matarla que venderla… ¡La esclava de esclavas fui yo! Pero la muerte de una niña no produce nada. Sí, yo la vendería para que tú pudieses regresar a la tierra.
– Nunca -contestó Wang Lung rotundamente-. Nunca, aunque tuviera que pasar mi vida en este páramo.
Pero cuando volvió a salir, aquel pensamiento, que jamás hubiera venido a él espontáneamente, le tentó contra su voluntad. Miró a la niña, que se bamboleaba persistentemente al extremo de la tira que su abuelo sostenía. Había crecido bastante con la ayuda de la comida que se le daba diariamente, y aunque todavía no había hablado una palabra, estaba rolliza, como en realidad lo está cualquier niño por poco que se le cuide. Sus labios, que habían parecido los de una vieja, estaban ahora rojos, y, como antes, la niña se alegraba al ver a su padre y sonreía.
"Tal vez lo habría hecho -se dijo Wang Lung- si no la hubiera tenido contra mi pecho y no me hubiese sonreído así"
Y entonces pensó nuevamente en su tierra y exclamó arrebatadamente:
– ¡No habré de verla nunca más! ¡Con tanto trabajar y tanto pedir, nunca tenemos más que lo justo para comer! Entonces, una voz le contestó en la oscuridad:
– No eres tú el único. Como tú hay miles en esta ciudad.
El hombre se acercó fumando una como pipa de bambú. Era el padre de una familia que vivía dos chozas más allá de la de Wang Lung. A la luz del sol se le veía raramente. Dormía de día, pues trabajaba toda la noche tirando de pesados carros de mercancías que eran demasiado grandes para circular por las calles en las horas de tráfico. Pero algunas veces Wang Lung le había visto regresar de madrugada jadeante y exhausto, con sus nudosos hombros abatidos. A veces, Wang Lung lo encontraba así al amanecer, cuando él se dirigía hacia su rickshaw, y en ocasiones el hombre salía al crepúsculo, antes del trabajo nocturno, y se mezclaba con los otros hombres que se disponían a ir a dormir a sus chamizos.
– Bueno, ¿y esto ha de durar siempre? -preguntó Wang Lung. El hombre dio tres chupadas a su pipa y escupió al suelo. Luego dijo:
– No, no siempre. Cuando los ricos son demasiado ricos hay recursos, y cuando los pobres son demasiado pobres hay recursos. El invierno pasado vendimos dos niñas y pudimos resistirlo; y este invierno, si la criatura que lleva mi mujer en el vientre es una niña, la venderemos también. No he conservado más que una esclava: la primera. Las otras es mejor venderlas que matarlas, aunque hay quien prefiere matarlas al nacer. Este es uno de los recursos cuando los pobres son demasiado pobres. Cuando las ricos son demasiado ricos hay otro recurso, y, si no me equivoco, no ha de pasar mucho tiempo sin que se acuda a él.