Entonces, cuando estas cosas estuvieron terminadas y la tierra del suelo apretada y lisa, hizo traer ladrillos y los hombres los colocaron unos junto a otros soldándolos con arcilla, y las tres habitaciones de Loto tuvieron un buen pavimento enlosado. Luego Wang Lung compró tela encarnada para hacer las cortinas de las puertas, y una mesa nueva y dos sillas talladas para colocar a cada lado, y dos rollos de papel en el que había pintados pintorescos paisajes, para colocarlos en la pared, detrás de la mesa.

Y compró una caja redonda, de laca roja y con tapa, puso en ella pasteles de ajonjolí y dulces mantecosos y colocó la caja sobre la mesa. Entonces compró la cama, una cama tallada, ancha y profunda, bastante grande para un cuarto relativamente pequeño, y también compró cortinas floreadas con que adornarla. Pero para todo esto le daba vergüenza requerir la ayuda de O-lan, así es que la mujer de su tío venía por las noches y hacía todas esas cosas que un hombre es demasiado torpe para hacer él mismo.

Entonces todo quedó terminado y no había ya nada por hacer, pero pasó una luna y el asunto no se había arreglado todavía, de manera que Wang Lung se regodeaba solo en el pequeño departamento que había edificado para Loto y pensó en hacer un estanque chiquitito en el centro del patio. Llamó, pues, a un obrero y éste cavó en el suelo, hizo un estanque de tres pies cuadrados que recubrió con losetas, y Wang Lung fue a la ciudad y compró para este estanque cinco peces dorados. Hecho esto, ya no se le ocurrió qué más hacer y esperó otra vez, impaciente y febril.

Durante todo este tiempo no hablaba con nadie, como no fuese para regañar a los chiquillos, si tenían las narices sucias, o para gritarle a O-lan que hacía más de tres días que no se había cepillado el pelo. Hasta que una mañana O-lan rompió a llorar y a sollozar como él jamás la había visto, ni aun en la época en que se morían de hambre. Y Wang Lung exclamó con rudeza:

– ¿Y ahora qué pasa, mujer? ¿No puedo decir que te peines esa cola de caballo que tienes por pelo sin que se arme todo este escándalo?

Pero ella no habló más que para repetir una y otra vez, entre gemidos:

– Te he dado hijos… Te he dado hijos,…

Y Wang Lung, inquieto, se calló. Y como se sentía avergonzado ante ella, la dejó sola. Era cierto que ante la ley no tenía queja alguna de su esposa, pues le había dado tres robustos hijos, los tres vivían, y él no tenía más excusa que su deseo.

Y así siguieron las cosas hasta que un día la mujer de su tío le dijo:

– El asunto está arreglado. La mujer que el amo de la casa de té tiene de guardiana hará el negocio por cien piezas de plata en la palma de la mano y de una vez, y la muchacha vendrá por unos pendientes y una sortija de jade, dos trajes de satén, dos de seda, una docena de zapatos y dos colchas de seda para su cama.

De todo esto, Wang Lung sólo oyó lo primero: "El asunto está arreglado", y corrió a la habitación interior, sacó la plata y la puso en manos de la mujer, pero todavía secretamente porque no le gustaba que nadie viese partir así las buenas cosechas de tantos años. Y a la mujer de su tío le dijo:

– Podéis quedaros con diez piezas de plata.

Al oír esto, ella simuló rechazar el regalo y encogiendo sus gruesos hombros y girando la cabeza a un lado y a otro murmuró:

– No, no las cogeré. Somos una misma familia y tú eres mi hijo y yo soy tu madre y lo que hago lo hago por ti y no por la plata.

Pero Wang Lung vio que tenía la mano extendida mientras rehusaba, y vertió en ella la plata con generosidad.

Hecho esto compro cerdo y buey, y pescado exquisito, brotes de bambú y castañas, nidos de pájaros del Sur para hacer sopa, aletas de tiburón y cuantas exquisiteces conocía, y volvió a esperar…, si es que aquella ardiente y turbulenta impaciencia que le consumía podía llamarse espera.

En un día radiante y ardoroso de la octava luna, que es el final del verano, Loto llegó a su casa. Wang Lung la vio desde lejos. Venía en una silla de manos cerrada, que conducían a hombros unos mozos; la silla se movía hacia aquí y hacia allá, serpenteando a través de los estrechos caminos que bordeaban los campos, y detrás de ella seguía la figura de Cuckoo. Entonces Wang Lung tuvo un instante de miedo y se dijo:

"¿Qué es lo que estoy introduciendo en mi casa?"

Y sin casi darse cuenta de lo que hacía entró rápidamente en la habitación donde durante tantos años había dormido con su esposa, cerró la puerta tras él y allí, en la oscuridad del cuarto estuvo esperando lleno de confusión hasta que oyó la voz de la mujer de su tío que lo llamaba a gritos diciéndole que había alguien a la entrada.

Entonces, avergonzado y como si jamás hubiese visto a la muchacha, salió afuera, inclinando la cabeza sobre sus ropas finas y mirando a la izquierda y a la derecha, pero nunca hacia delante. Cuckoo le llamó alegremente, exclamando:

– ¡Bueno, y no creía yo que haríamos negocio así!

Y dirigiéndose a la silla de manos, que los hombres habían posado en el suelo, levantó la cortina, hizo restallar la lengua y dijo:

– Sal, mi Flor de Loto, que aquí tienes tu casa y tu señor. Y Wang Lung sudaba de angustia porque veía en el rostro de los hombres muecas de risa, y pensó:

"Bueno, éstos son ganapanes de las calles de la ciudad y gentes despreciables."

Y se indignó consigo mismo porque había enrojecido y el rostro le ardía.

La cortina se levantó en aquel momento y Wang Lung vio. Sentada en el umbroso recinto de la silla de manos, pintada y fresca como un lirio, a la joven Loto. Y lo olvidó todo, incluso su ira contra los maliciosos ganapanes de la ciudad, todo menos que había comprado a esta mujer para él solo y que la traía a su casa para siempre, y permaneció rígido y tembloroso mientras ella se levantaba, grácil como una flor sobre la que hubiera pasado la brisa. Entonces, bajo la intensa contemplación de Wang Luna, Loto tomó la mano de Cuckoo y salió de la silla, manteniendo el rostro inclinado y los ojos bajos y andando cimbreante e insegura al paso de sus menudos pies, apoyada en Cuckoo. Y al pasar ante Wang Lung no le dirigió la palabra, sino que le dijo a Cuckoo débilmente:

– ¿Dónde está mi cuarto?

Entonces la mujer de su tío se colocó al otro lado de la muchacha y entre las dos la condujeron al patio y a las habitaciones que Wang Lung había construido para ella. Y a todo esto, nadie de la casa la vio pasar, pues Wang Lung había mandado a los trabajadores y a Ching a trabajar en un campo lejano aquel día, y O-lan se había ido no sabía adónde, llevándose con ella a los dos pequeños, y los dos mayores estaban en la escuela, y en cuanto a la pobre tonta no veía nunca quién entraba ni quién salía ni conocía más rostros que el de su padre y el de su madre. Pero cuando Loto hubo entrado en su departamento, Cuckoo corrió las cortinas tras ella.

Después de un rato, la mujer del tío de Wang Lung apareció de nuevo, riendo con cierta malicia, y se sacudió las manos como para desembarazarlas de algo que se pegaba a ellas.

– Lo que es ésa, apesta a perfume y a pintura como una cosa mala – dijo riendo todavía. Y luego exclamó con más honda malicia-: ¡No es tan joven como parece, sobrino! Y me atrevería a decir esto: que si no hubiera estado bordeando la edad en que los hombres cesarán pronto de mirarla, es muy probable que ni jade para sus orejas, ni oro para sus manos, ni seda y satén para su cuerpo la habrían decidido a venir a la casa de un labrador. Aunque sea un labrador rico.

Sin embargo, al ver la expresión de cólera que tomaba el rostro de Wang Lung al oír este lenguaje demasiado claro, añadió apresuradamente:

– Pero es hermosa: nunca he visto una mujer más hermosa que ella, y será para ti un dulce como el arroz de ocho frutas que sirven en las fiestas, después de tus años pasados con la huesuda esclava de la Casa de Hwang.

Pero Wang Lung no contestó nada; empezó a moverse de un lado a otro de la casa, a escuchar y a no encontrar reposo. Al fin se atrevió a levantar la cortina roja y a entrar en el patio que había construido para Loto y, de allí, a la habitación en penumbra donde ella estaba; y allí permaneció con ella todo el día hasta la noche.

Durante todo este tiempo, O-lan no había aparecido por la casa. Al rayar el alba cogió una azada de la pared y un poco de comida fría envuelta en una hoja de col y, llamando a los niños, había partido con ellos y aún no estaba de vuelta. Pero cuando cayó la noche entró en la casa seguida de los niños, silenciosa, manchada de tierra y ensombrecida de cansancio. Y sin hablar con nadie fue a la cocina, preparó la cena y la puso sobre la mesa como siempre hacía; luego llamó al viejo y le colocó los palillos en la mano, dio de comer a la pobre tonta y comió ella también un poco con los niños. Entonces, cuando se durmieron y Wang Lung permanecía aun sentado a la mesa, perdido en sus sueños, ella se lavó para la noche y al fin entró en su cuarto y durmió sola en su cama.

Entonces Wang Lung comió y bebió de su amor día y noche. Hora tras hora pasaba en el cuarto donde Loto permanecía echada indolentemente sobre su cama, y no se cansaba de observarla. La muchacha no salía nunca temprano durante los calores del otoño, sino que yacía perezosamente mientras Cuckoo bañaba su frágil cuerpo con agua tibia y le frotaba el cuerpo y el cabello con aceite, y la perfumaba, pues había sido la voluntad de Loto, que Cuckoo permaneciese con ella para su servicio, y como le pagaba pródigamente, la mujer aceptó, contenta de servir a una en vez de a muchas. Y ella y Loto, su señora, habitaron separadas de los otros en el departamento que Wang Lung había edificado.

Durante todo el día, la muchacha permanecía en la fresca penumbra de su cuarto, mordisqueando dulces y frutas, vestida únicamente con ligeras ropas estivales de seda verde, una chaquetilla ceñida que le llegaba hasta la cintura y anchos pantalones; así la encontraba Wang Lung cuando venía a verla y comía y bebía de su amor.

Luego, cuando el sol se ponía, Loto rechazaba su señor con linda petulancia, y Cuckoo la bañaba de nuevo, la perfumaba y ponía ropa fresca de la que le había regalado Wang Lung: suavísima seda blanca junto a su carne y, para el exterior, seda color de melocotón, y para los piececitos, zapatos bordados que Cuckoo le calzaba. Entonces la muchacha salía al patio y examinaba el pequeño estanque con sus cinco peces dorados, y Wang Lung la contemplaba, asombrado de la maravilla que poseía. La muchacha pasaba, cimbreándose, a pasos menudos, y para Wang Lung no había en el mundo belleza mayor que sus piececitos puntiagudos y sus manos finas y frágiles.


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