Ignoro a quién se refería Zernov al hablar de la charlatanería de la gente. Sólo sabía que Vanó, Anatoli y yo no nos dormimos para agitar a las mentes y que el rumor sobre nuestra película se había difundido por todo el continente. Un francés, dos australianos y un grupo de norteamericanos, incluyendo al almirante retirado Thompson, que hacía tiempo que había cambiado sus galones de almirante por el chaleco de piel y el suéter de invernante, arribaron a Mirni con el fin de ver la película. Ellos, que habían oído hablar de la película, la esperaban impacientes y habían expresado todo tipo de suposiciones. Nosotros ya habíamos visto la película en el laboratorio y resultó más que sugestiva. Evgueni Lazébnikov, nuestro segundo operador de cine, viendo la película, gritó de envidia: "¡Vaya, vaya! ¡Ya eres famoso! Nadie, ni Ivens soñó con una pieza como ésta. ¡Pronto tendrás en tus manos el Premio Lomonósov!". Zernov no comentó nada, mas al salir del laboratorio, preguntó:

– Anojin, ¿no tiene usted miedo?

– ¿Por qué debo tener miedo? -respondí asombrado.

– Usted ni se imagina lo sensacional que es eso para el mundo.

Lo aprecié cuando mostraban la película en la sala de la base. A ésta llegaron todos los que pudieron y se sentaron o permanecieron de pie en cada rincón donde era posible colocarse. Durante el tiempo en que se proyectaba la película, un silencio imperaba en el ambiente, como en una iglesia abandonada, y sólo a veces, cuando ni siquiera los veteranos del polo, templados y acostumbrados a todo, podían dominar sus nervios, oíanse explosiones de asombro y casi de terror. Aquel escepticismo y aquella duda de los que escucharon nuestro relato, desaparecieron en el instante en que aparecieron las dos "Jarkovchankas" con abolladuras idénticas en el vidrio anterior y la "nube" rosada flotando sobre éstas en un cielo azul pálido. Los cuadros eran excelentes y transmitían con exactitud los colores del fenómeno: en la pantalla, la "nube" enrojecía, adquiría tonos violetas, cambiaba de forma, se transformaba en una flor, burbujeaba y se tragaba la máquina gigantesca. En cambio, el cuadro de mi doble, al principio, no causó sorpresa y no fue convincente; todos pensaron simplemente que éste era yo, pese a que les aclaré que ni el más grande maestro del documentalismo podría filmar películas de sí mismo en movimiento y desde diferentes ángulos. Lo que realmente les obligó a creer en las duplicaciones humanas, fueron los cuadros del doble de Martin en la nieve -logré captarlo en grandes planos- y la aproximación de Martin y Zernov al sitio del accidente. En la sala se levantó un rumor cuando la flor morada extendió su tentáculo y el Martin muerto desapareció dentro de su boca. Alguien hasta gritó en la oscuridad. Pero el efecto más asombroso lo produjo la parte final de la película, su sinfonía de hielo. Zernov tenía razón: yo había subestimado la película.

Pero el público le dio su valor merecido y en cuanto terminó la proyección, en la sala se oyeron voces exigiendo su repetición. Esta vez el silencio fue total: ni una exclamación resonó en la sala, nadie tosió, ni cambió palabras con su vecino, ni se oyeron susurros. El silencio continuó aun después de terminar la proyección, como si la gente no se hubiera liberado de la tensión experimentada; hasta que, al fin, el más viejo de los veteranos, a quien llamaban el decano del cuerpo de invernantes, el profesor Kedrin, preguntó lo que inquietaba a todos:

– Bien, Boris, dinos ahora, ¿qué piensas de todo esto? Será mejor que lo digas, pues nosotros tendremos también en qué pensar.

– Ya les dije que nosotros carecemos de pruebas materiales -respondió Zernov-. Martin no logró coger la muestra: la "nube" no le dejó aproximarse. En la tierra, a nosotros tampoco nos dejó acercarnos. Nos aplastó con fuerza, como si llenara de plomo nuestros cuerpos. Esto evidencia que la "nube" puede crear su campo de gravedad, lo que puede ser confirmado por el bloque de hielo que flotaba en el aire y que ustedes han tenido la oportunidad de ver en la película. Posiblemente, utilizando ese mismo método, obligaron a aterrizar al avión de Martin y lograron sacar de la grieta a nuestro cruzanieves. De todo lo visto podemos hacer conclusiones irrefutables: la "nube" cambia fácilmente su forma y color -todos lo pudieron ver-, crea cualquier régimen de temperatura, ya que para cortar una capa de hielo de cien metros de grosor es necesaria una temperatura muy alta; flota en el aire como un pez en el agua y al instante puede cambiar de dirección y de velocidad. Martin asevera que la "nube" que él perseguía escapó a una velocidad hipersónica, en tanto que sus "colegas" se quedaron para crear evidentemente una barrera gravitacional alrededor del avión. La conclusión definitiva es que las "nubes" rosadas no tienen ningún tipo de relación con los fenómenos atmosféricos. La "nube" es o bien un organismo vivo pensante o bien un biosistema con un programa específico, cuyo objetivo principal es cortar y transportar al espacio cósmico enormes masas del hielo continental, y, de paso, sintetizar (yo diría, simular), por una razón y gracias a un método desconocido por nosotros, cualesquiera estructuras atómicas (gente, máquinas, cosas) y luego destruirlas.

El almirante norteamericano Thompson hizo la primera pregunta a Zernov:

– Hay un punto que no está claro para mí en su informe. ¿Son estas "nubes" criaturas hostiles a los hombres?

– No lo creo. Destruyen solamente las copias que ellas mismas crean.

– ¿Está usted seguro de ello?

– Pero si usted mismo lo acaba de ver -replicó asombrado Zernov.

– Yo quisiera saber si usted está convencido de que las criaturas destruidas son de verdad copias y no gente. Porque si las copias son idénticas a los humanos, entonces, ¿quién me convencería de que mi piloto Martin es realmente mi piloto y no una copia atómica?

Conversaban en inglés, pero la sala estaba al corriente del diálogo porque muchos de los asistentes comprendían el idioma y traducían a sus vecinos. Nadie se sonreía: la pregunta era terrible. Hasta Zernov se turbó buscando la respuesta.

Senté de un tirón a Martin y me levanté para decir:

– Almirante, le puedo asegurar que yo soy en realidad yo, el camarógrafo de la expedición, Yuri Anojin, y no una copia creada por la "nube". Cuando yo filmaba la película mi doble se apartó de mí y se dirigió hacia el cruzanieves como si estuviera hipnotizado. Usted mismo lo acaba de ver en la pantalla. El me dijo que alguien o algo le forzaba a retornar a la cabina. Por lo visto, a él le estaban preparando para la eliminación.

Cuando terminé de hablar, observé las gafas plateadas del almirante y me llené de rabia.

– Eso es posible -dijo-, aunque no muy convincente. Yo tengo una pregunta para Martin, levántese, por favor.

El piloto se levantó mostrando sus dos metros de altura de todo un experto jugador de baloncesto.

– A sus órdenes, sir. Yo destruí mi copia con mis propias manos.

En los labios del almirante se dibujó una sonrisa:

– ¿Y si fue la copia quien le destruyó a usted? -Movió sus labios y agregó-: ¿Disparó usted al notar las intenciones agresivas de la "nube"?

– Sí, disparé, sir. Lancé dos ráfagas con balas trazadoras.

– ¿Con éxito?

– No, sir, no tuve éxito. Es como disparar con una escopeta contra una avalancha de nieve.

– ¿Y de haber tenido otra arma? Por ejemplo, un lanzallamas o una bomba de napalm. ¿Eh?

– No lo sé, sir.

– ¿Habría evitado la "nube" el encuentro?

– No creo eso, sir.

– Siéntese, Martin, y no se ofenda; yo sólo quería aclarar unos detalles de la información del señor Zernov que me habían desconcertado. Señores, gracias por sus exposiciones.

La insistencia del almirante desató la lengua de los otros presentes. Las preguntas surgieron unas tras otras, como en una conferencia de prensa.

– Usted afirmó que las masas de hielo son transportadas al espacio. Pero, ¿a qué espacio, al aéreo o al cósmico?


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