– Bien pensado, majestad… a los catalanes lo que nos gusta es que nos hagan caso.

– A los reyes también.

– Lástima que no se animen usted y la reina a tener otro hijo. Si es niño le ponían Jordi y si era niña, Nuria y ya tenían a los catalanes en el bolsillo para toda la vida. Somos muy sentimentales.

– Traer hijos al mundo en plena crisis no identificada del capitalismo… ¿Será la crisis cíclica de siempre? ¿Será la crisis general anunciada por los profetas? Tener más hijos, con lo caro que está todo. La vivienda para empezar. Estos acontecimientos tan gloriosos han encarecido la vivienda. Más hijos. No. Eso sería una temeridad.

– Si usted lo dice, majestad.

En cuanto a los terroristas vascos, no se atreverían a definir su imagen internacional como desestabilizadora, sin una Internacional ni siquiera residual que los avalara.

– Hay fenómenos inútiles como el récord de Johnson, no conducen a nada… las desapariciones… ahí está el quid de la cuestión.

Transmitió Carvalho a Samaranch cuando concluyó la audiencia, pero el catalán universal no parecía demasiado conmovido por las desapariciones, ahora que los periodistas se habían retirado, e, inmutable, deslizó en el bolsillo del detective medio cheque por valor de cinco millones de francos senegaleses.

– La otra mitad se la daré cuando termine su trabajo.

A pesar de todos los desastres de la razón desde la restauración francesa de 1815 hasta la subida al poder de Walesa en Polonia, Carvalho ejercía de vez en cuando de racionalista. Decidió aceptar el caso, volver a casa, recuperar la patria chica de cocina, guisarse una cazuela de judías aromatizadas y secundadas por un confit d'oie y construir una fogata en la chimenea, liviana porque apretaba el calor en aquel julio barcelonés y húmedo. El fuego lo había iniciado con un librito de información olímpica de Andreu Mercé Varela, De Olimpia a Munich, suficiente para una hoguera tan inoportuna como ritual. Mientras contemplaba y deseaba la extinción de las llamas, sonó el timbre. Desde la ventana de la habitación de su chalet de Vallvidrera, Carvalho vio ante la puerta una genéricamente ambigua figura, ambigüedad acentuada por la prenda que la recubría. ¿Una gabardina? Sospechoso. Pero, se dijo, si yo enciendo el fuego de la chimenea en julio ¿por qué un adorador de la gabardina ha de renunciar a su prenda preferida? Carvalho pulsó el conmutador del abridor automático, comprobó que la pistola estuviera cargada y se sentó en un sofá cara a la puerta por donde de un momento a otro aparecería tan ambiguo visitante. No tardó en abrirse la puerta y en el umbral apenas si cabía la percepción biplana de aquel corpachón enfundado en una ligera gabardina de seda. El rostro en sombras, de entre las solapas de la gabardina salió una voz de Marlene Dietrich acentuada por la menopausia.

– ¿Pepe Carvalho?

– Quizás.

Dio un paso adelante. Era una mujer físicamente tan poderosa que parecía un boxeador homosexual. Además, llevaba una pistola en la mano.

– ¿Y ese fuego?

Señaló la intrusa la chimenea. Y, sin esperar respuesta, recitó:

De mi pequeño reino afortunado
me quedó esta costumbre de calor
y una propensión al mito.

Carvalho no se dejó impresionar por unos versos tan correctamente recitados y preguntó:

– ¿Rabindranath Tagore?

Y ella contestó con religiosa unción:

– Jaime Gil de Biedma.

La mujer se quitó la gabardina, la dejó caer al suelo al igual que la pistola y ante Carvalho quedó una arquitectura de músculos color canela, breve tanga y un sostenedor de pezones que en su caso parecían también musculitos. Como dejándose llevar por una costumbre, la mujer empezó a marcar posturas de concurso culturista y Carvalho trató de recordar el nombre de los músculos que se hinchaban y deshinchaban ante sus ojos, según el control remoto del cerebro de la mujer. Sólo recordaba bíceps y tríceps y también el risorio de Buccini, músculo al que se le atribuye la posibilidad de sonreír, pero no era sonrisa lo que expresaba el rostro de la intrusa, sino una cejijunta, tenaz obstinación. Terminó su tabla de ejercicios y quedó ante Carvalho a la espera de veredicto.

– ¿Qué le ha parecido?

– No entiendo nada de culturismo, además me parece que ustedes consiguen estos cuerpos comiendo porquerías. De hecho son ustedes unos teólogos, dentro de la gran variedad de teólogos de la alimentación.

– ¿Cómo se atreve un español, perteneciente a un pueblo bárbaramente alimentado, a criticar la alimentación de una culturista, la más racional de la tierra? Se tiene de lo que se come y nosotros vamos sobre todo a por las proteínas hacedoras de los músculos. ¿Qué productos tienen más porcentaje en proteínas? ¡Los langostinos! ¡Un cuarenta por ciento!

– Según su teoría, si come muchos langostinos corre el riesgo de volverse uno de ellos.

– No me gustan los langostinos, prefiero recibir porcentajes proteínicos menores pero que sean de carne. La pierna de cerdo tiene hasta un veinticinco por ciento de proteínas y el solomillo de ternera sólo un veintiuno por ciento. La carne de ballena, mi preferida, sólo alcanza un veinte por ciento de contenido proteínico.

La mujer se apercibió de la mezcla de desdén y horror que se había extendido como una mermelada por el rostro aparentemente inmutado de Carvalho y cambió de táctica.

– Pero no soy una teóloga de la alimentación, ni de nada. Me llamo Vera Musovich y soy serbia.

– ¿No le importaría pasar por croata? últimamente los serbios tienen muy mala prensa.

– El cuarto Reich viene a por nosotros. Quiero participar en los Juegos Olímpicos y no me dejan. Todo son facilidades para los croatas.

– Se ha equivocado de puerta. Yo no tengo influencia deportiva, ni política.

Recuperó la mujer la gabardina, rebuscó entre sus pliegues y extrajo un sobre de riguroso color soviético anterior a la perestroika. El sobre cambió de manos, Carvalho lo abrió y salió su ficha según constaba en los archivos secretos de la KGB.

– ¿Cómo ha conseguido usted esta información?

– La KGB está vendiendo sus archivos a precio de liquidación de saldos fin de temporada, un amigo mío culturista compró una partida muy mona y muy bien de precio y me ha cedido una serie de informes para que me abra camino en España. Usted es un precursor de la posmodernidad. El primer detective posmoderno. Primero fue comunista, luego se pasó a la CIA y finalmente a la iniciativa privada. Es usted un empresario autónomo.

– Mi posmodernidad se ultima en el hecho de que estoy en crisis económica y existencial. Me estoy reconvirtiendo para conseguir percibir los beneficios de la convergencia social derivados de los acuerdos de Maastricht. ¿Qué quiere de mí?

– Yo puedo ayudarle a aclarar todos los enigmas que se ciernen sobre los Juegos Olímpicos de Barcelona a cambio de que me dejen participar en los cien metros lisos femeninos. El culturismo proporciona al cuerpo femenino una gran capacidad para la velocidad.

Volvía a las posturitas y Carvalho tenía sueño. Le devolvió el sobre, bostezó, se levantó, se desperezó, volvió a bostezar, recogió la gabardina del suelo y la puso sobre aquel cuerpo diríase que metálico, como si estuviera cubierto por una funda de cobre ceñida a la orgía muscular. Se apartó Carvalho de la culturista y siguió bostezando por si se daba por aludida. No sólo no se dio, sino que puso una mano, con ligereza de paloma, sobre el hombro del detective y consiguió detener su movimiento de huida porque la ligereza de aquella mano sólo era aparente y en cambio Carvalho notaba el efecto paralizador de la fuerza de campo magnético que emanaba del cuerpo lleno de bultos agresivos.

– ¿Quieres hacer el amor conmigo?


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