Buscó el ministro con la mirada la presencia del rey sentado ante una mesa, con los codos apoyados en ella, enfrascado en el repaso del Manual de Formación Profesional Permanente de Reyes y Príncipes en Ejercicio.

– Majestad, dígale a este huelebraguetas que yo no soy un regicida.

El rey se dio cuenta entonces de la presencia de Carvalho y se levantó para tenderle una mano.

– Hombre, Carvalho… no me llene esto de cadáveres. ¿Cómo van las cosas? Ya me enteré de lo de Charo. Las mujeres son muy suyas, pero la salida de irse a Andorra reconozco que es materia de análisis… ¿Cómo están las cosas en el partido?

– ¿En qué partido?

– Parece mentira, Carvalho… En el comunista. Aunque ya no sea lo que había sido, sigue siendo «el partido»… un referente semántico primario, según me explicó un polaco muy simpático que se llama Adam Schaff.

– Mi militancia terminó hace treinta años…

– No sea desafecto ni rencoroso, Carvalho… Un comunista es como un cura… lo será hasta que se muera. Igual que un rey.

Estrechó la mano al detective y volvió a su mesa y a su manual. Corcuera estaba al quite.

– ¿Qué le parece el tío? Lo que no sepa éste… ¡Catedrático en lo suyo! ¡Eso es lo que es! A lo que iba. Yo no soy un exterminador pero sé distinguir a mis enemigos. Demasiadas contemplaciones con el enemigo. Nuestros muchachos están en el Adriático vigilando a esta gentuza y nosotros abriéndoles la puerta trasera de España para que penetren con sus ponzoñosas posiciones. ¿Qué posiciones ideológicas tienen los serbios? ¿No seguirán siendo rojeras?

Todos se temían lo peor, pero nadie las conocía, como no fuera las de un anexionismo orteguiano, dispuestos a convertir a Serbia en el palo de pajar de una nueva Yugoslavia, cual había hecho Castilla a la hora de vertebrar España.

– Quieren vertebrar Yugoslavia. Es discutible, pero no desdeñable. Ya dijo Ortega que en toda auténtica incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo. La potencia realmente sustantiva que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, lo que Ortega llama «un proyecto sugestivo de vida en común».

Informó el ayuda de cámara sociólogo guaperas de la Universidad de Madrid que suele llevar jerséis Benetton.

– Somos orteguianos.

Afirmó la serbia.

– ¡Me lo temía! -espetó Corcuera-. Ortega fue uno de los armadores intelectuales de la derecha española. ¡Que le apliquen la ley de extranjería a esta tía tan rara!

– Ojo, ministro, que a Felipe le gusta Ortega y Gasset.

Informó el sociólogo, pluriempleado ayudante de jardinería del presidente del Gobierno en su afanoso reducir de árboles, también llamados bonsais. Corcuera miró ceñudamente a cuantos le rodeaban.

– ¿Están ustedes seguros?

Le tendieron un teléfono directamente comunicado con el jefe del Gobierno.

– Felipe… soy Corcuera… el de la Ley Corcuera… Tu ministro… Oye… A ti… Ortega y Gasset, ¿qué tal?

El ministro asentía ante las informaciones recibidas.

– Pues yo creía que era… un facha… Lo confieso… Ya veo, ya veo…

Colgó el ministro y puso su cara más chula y desafiante para dejar clara su toma de conciencia orteguiana.

– Felipe me ha dicho que Ortega y Gasset fue un modernizador y si él lo dice va a misa… Que me traigan inmediatamente un libro de Ortega y Gasset.

El pelota olímpico sociólogo se acercó blandamente al granítico ministro y le pegó el tejido celular viscoso de su adoración.

– Casualmente yo siempre llevo encima algo de Ortega desde que me he enterado lo mucho que le gusta al señor presidente. Mire. Hoy le toca a Origen y epilogo de la filosofía.

Corcuera cerró los ojillos satisfecho.

– Léame algo.

El pelota olímpico sociólogo sacó los ojos, los labios y la nuez de Adán y leyó:

Imaginemos una pirámide y que nos instalamos en un punto de ella situado en una de sus aristas. Luego damos un paso, esto es, pasamos a uno de los puntos contiguos a derecha o izquierda de la pirámide. Con estos dos puntos hemos engendrado una dirección rectilínea. Seguimos pasando de punto a punto, con lo cual nuestro andar habrá dibujado una recta de esa cara de la pirámide. De pronto, por motivos cualesquiera de arbitrio, conveniencia u oportunidad, nos detenemos. En principio podíamos seguir mucho más adelante en la misma dirección. Esta recta es símbolo estricto de nuestra primera serie dialéctica, que llamamos Serie A…

– Joder…

Interrumpió el ministro, pero se corrigió.

– Yo he leído manuales de electricidad más difíciles. Pero vamos a dejarlo y ya volveremos al asunto. Deme el libro y ya se lo pagarán mis…

– Es un regalo excelencia…

– Nada de regalos. Luego me vienen pidiendo tráficos de influencias… ¿Quién puede responderme de que esta mujer sea orteguiana?

Carvalho había prestado avales peores, así que dio un paso adelante: El ministro le examinó:

– A ver… qué sabe este huelebraguetas de don José Ortega y Gasset.

– Que tenía el apellido compuesto.

– ¿Eso es todo? ¿A qué colegio has ido tú, talento?

Carvalho sacrificó su voluntad de réplica en pos de la salvación de la muchacha y monologó sobre Ortega:

– Ortega y Gasset, José (1883-1955). Nace en el seno de una familia de la burguesía madrileña, hijo por más señas del periodista Ortega Munilla -a esta familia siempre le han ido los apellidos compuestos-. Se educa en un colegio de jesuitas y estudia filosofía y letras en la Universidad de Madrid. Tras su doctorado amplía estudios en Leipzig, Berlín y Marburgo. De su estancia en esta última ciudad alemana, donde escucha a los neokantianos Cohen y Natorp, procede su inicial admiración por la ciencia, admiración no exenta de tonos líricos.

El ministro Corcuera afrontó al sociólogo:

– Oye, tú, sabio, que eres un sabio… ¿Es verdad todo lo que ha dicho este huelebraguetas sobre Pepe Ortega y Gasset?

– No está mal… pero tal vez Julián Marías, el representante de Ortega en la tierra, pueda precisar…

– A ver… ¿Dónde está ese Marías? Cuando más lo necesito menos le encuentro.

Le trajeron al ilustre catedrático orteguiano amordazado porque los policías no habían podido soportar sus disquisiciones sobre raciovitalismo, considerador de la vida como una realidad radical. Una vez presentado en el templo del olimpismo, Marías escuchó concentradamente los motivos de la consulta y miró de hito en hito a Carvalho.

– ¿Está usted bien de la vista, joven filósofo?

– Ni joven, ni filósofo. De la vista bien, gracias.

– Pruébese mis gafas… pruébeselas… son muy bonitas… Yo siempre adquiero lo mejor. ¿Conoce usted la máquina de afeitar que yo uso? Es la mejor del mercado. Tenga. Aféitese que buena falta le hace.

Se había quitado las gafas con una mano y con la otra sacó una máquina de afeitar eléctrica del bolsillo de su chaqueta. Corcuera se impacientaba.

– De esta manera, con tanto circunloquio, nunca entraremos en la modernidad.

– Ortega dijo: la modernidad es un estado de ánimo.

– Lo que interesa es que usted dé el visto bueno a lo que este huelebraguetas ha dicho de don José.

Marías se había puesto las gafas para observar a Carvalho con decidida atención.

– ¿Y por qué huele las braguetas, joven filósofo?

– Allí está el árbol de la ciencia del Bien y del Mal.

– Nunca se me había ocurrido. Repita lo que ha dicho sobre Ortega.

Lo repitió Carvalho y Marías rascó el aire con un dedito.

– ¿Qué entiende usted por «admiración por la ciencia no exenta de tonos líricos»?

– Ni idea. Lo memoricé en las clases de fundamentos de la filosofía pero no entiendo nada.

Marías estaba desconcertado.

– Lo mío es una fe… ¿sabe?

Se apresuró a decir Carvalho para no llamar a engaño.

– ¡Espléndido! Porque la fe es una Gracia de la Razón que le permite hacerse Vida. Hay un Ortega…


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