CAPÍTULO VIII

EI SEÑOR REMIGIO DÍAZ tenía mesa y asiento en el antedespacho del Presidente, y este puesto de privilegio le obligaba a la atención al menor timbrazo o a cualquier otra señal de que el Presidente estaba necesitado de sus servicios; pero su corazón estaba con los de abajo, y los acompañaba siempre que podía, como ahora, después de enterarse de lo que el Presidente hablaba con Ansúrez: bajó corriendo la escalera, entró en el bar que otros llamaban cafetería donde la gente tomaba las once repartida en grupos y corrillos. El señor Díaz se acercó al mostrador y pidió su copa de aguardiente; en seguida le rodearon y se ofrecieron a invitarle.

– Ese que está ahora con el señor Presidente, el tal Ansúrez, lo va a meter en la novela que va a escribir porque él lo manda.

– Es natural que así sea. ¿Qué va a hacer el tal Ansúrez sino contarnos a nosotros? Es lo único que conoce. La novela de Ansúrez será la novela de la Caja. Eso ya lo decía yo esta mañana no sé a quién, a alguien que estaba cerca.

La mecanógrafa de la sección de impagos, que se llamaba Ricarda y a quien todo el mundo llamaba por el diminutivo de Cardita, se acercó al Director, que revolvía por segunda vez el azúcar de su café.

– Ese tío no meterá lo nuestro en su novela -dijo ella al pasar; y él le respondió sin cambiar de postura:

– No creo que lo sepa. Y si lo sabe…

Cardita se detuvo después de haber pasado pero se volvió un poco para que él la escuchase bien.

– … Pues si lo sabe hay que hacerlo callar. Porque a mí puede sacarme diferente, pero el Director es el Director, y sale por el cargo, no por su cara bonita.

Cardita siguió adelante. Don Periquito barafustaba entre el Apoderado y la catalana que había venido para hacerse cargo del ordenador, y que se llamaba Montse.

– A mí no se atreverá ese tío a meterme en la novela, porque me conoce demasiado bien y no sería capaz de mentir a este respecto. Yo tendría que ser el protagonista, y esto a él no le conviene. Es de suponer que el protagonista querrá ser él, pero a lo mejor le sale la criada respondona.

– ¿Quiere usted decir algo con eso?

– Quiero decir lo que quiero decir, y el misterio dejará de serlo a su debido tiempo.

Don Perico trazó con la mano en el aire un signo misterioso cuya explicación consistió en una sonrisa ofrecida a tres de los cuatro vientos. Don Perico se quedó en el cuarto, flanqueado como estaba por la Montse y el Apoderado. Éste se preguntó si también saldría en la novela, él, de tan escaso relieve en el cotarro, aunque su firma fuera de la mayor importancia.

CAPÍTULO IX

LA CAMARERA DEJÓ SOBRE LA MESA los cafés humeantes: poco café y mucha leche el de ella y al revés el de él. En medio de los dos cafés quedaba un platillo ligeramente desportillado, con los dos sobres del azúcar. Elisa cogió el suyo y lo guardó en el bolso; él, en cambio, lo disolvió lentamente en el líquido oscuro.

– Pues me ha vuelto a llamar el Presidente. Quiere ser el malo de los tres.

– Y a ti, ¿qué más te da?

– Todo depende de cuál sea esa maldad y sobre quién la ejerza.

– Pues consistirá en decir que se ha acostado conmigo.

Pepe Ansúrez levantó la cabeza violentamente y la miró con algo de ira y algo de interrogación.

– ¿Por qué se te ocurre eso? ¿Acaso se acostó contigo?

– No, exactamente. No. Todo lo que hizo fue de rodillas y en un rincón. Yo tuve poco que ver en el caso. ¿Es lo que te contó?

– Él no me contó nada -respondió sordamente Pepe Ansúrez-. Me lo cuentas tú y basta. A él ya le llegará el turno.

– No creo que diga esta boca es mía. Pero ya hablaré con él.

Habló con él al día siguiente por la mañana, cuando Pepe aún no había llegado y don Perico le clavaba en la tapa de la mesa por su parte interior las últimas insidias. Elisa subió por la escalera y le dijo al señor Díaz que si había llegado el Presidente que quería hablar con él. El señor Díaz le dijo que sí que había llegado, pero que la hora de recibir visitas era más tarde.

– Conmigo no rigen los horarios.

El señor Díaz entró y salió rápidamente.

– Dice que pases.

Elisa entró cerrando la puerta tras sí. El Presidente se había levantado y esperaba detrás de su mesa con expresión de extrañeza.

– ¿Vienes a pedir un aumento de sueldo? ¿Por qué no echas la llave?

– No es necesario cerrar.

– Allá tú.

Elisa atravesó el despacho y se sentó en el sillón destinado a las visitas. Cruzó las piernas y miró al Presidente con aire descarado.

– Vengo a lo de la novela.

El Presidente se sentó y se abotonó la chaqueta.

– Si entra cualquiera y te sorprende ahí sentada…

– A una mujer no se la tiene de pie, aunque sea una vulgar mecanógrafa, y yo ya pasé de eso.

El Presidente se levantó y dio unos pasos detrás del escritorio.

– Lo de la novela es una cuestión entre él y yo. ¿Por qué te metes en eso?

– De cualquier modo que lo mires a mí me toca estar en medio de los dos. A él ya le dije lo que tenía que decirle. En cuanto a ti…

– Perdona que te interrumpa. ¿Le dijiste que entraste virgen en esta habitación y que saliste como entraste? ¿Le contaste por qué y para qué?

– Le conté la esencia del asunto y no hubo más que hablar.

– Y aun así, ¿piensa casarse contigo?

– Ésa es cuestión que arreglaremos entre los dos. A lo que vengo ahora…

– Déjame que lo adivine. Vienes a que no le cuente a él los hechos.

– Por el contrario, vengo a que se los cuentes enteros.

– ¿Por qué viniste aquí aquella mañana, toda emperifollada y perfumada?

– Y todo lo demás: la injusticia que habíais cometido conmigo, que es una injusticia de la Caja, y la que vino después para remediarla, que es una injusticia tuya.

– Que entraste con virgo y saliste como entraste, pero, ¿cómo te lo diría? Saliste distinta.

– Que entré sin un puesto y salí con un buen nombramiento. Y digo bueno porque el tiempo lo demostró: las señoritas aprobadas en la oposición siguen en el mismo lugar de puro burras; yo ascendí tres veces y estoy propuesta para la cuarta. Y no soy la querida del Director.

– Ni la del Presidente.

– Ni la del Presidente, tú lo has dicho, y tienes motivos para saberlo.

– ¿Y ahora pretendes…?

– Que le cuentes toda la historia a Pepe Ansúrez sin ahorrar detalle. Sin más palabras que las necesarias.

– ¿Ni aun apenas las que me sirvan de disculpa? Tú tenías veinte años…

– … veintitrés.

– Da lo mismo. Cuando entraste por esa puerta me dije: ¡Vaya peperete! ¿Qué querrá de mí? Escuché tus protestas embobado y en medio del embobamiento una idea iba tomando cuerpo: esta niña quiere que se le haga justicia, y eso tiene un precio. Viene dispuesta a todo. Lo demás ya lo conoces, aunque quizás lo hayas olvidado.

Llamaron a la puerta. Elisa se levantó rápidamente.

– Adelante -dijo el Presidente, y entró el señor Díaz.

– El Director telefonea que si puede subir a verle. Dice que es urgente.

El Presidente miró a Elisa y ésta fue hacia la puerta. Antes de cerrarla dijo:

– Lo dicho, señor Presidente.

– De acuerdo, señorita.

El Presidente miró al señor Díaz y se sentó en su sillón.

– Dile al Director que puede subir cuando quiera.


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