Don Pedro López, llamado también Perico Entre Ellas no se sabía bien por qué, se gastó en vino Cariñena los duros que le había dado su mujer aquella mañana, dinero de bolsillo, por si acaso. Jamás de los jamases gastó don Perico con más gusto aquellos pocos duros, le vinieron casi justos, lo que sobraba lo dejó de propina, sólo por escuchar lo que aquellos cinco o seis del corro decían de Pepe Ansúrez, especialmente la nueva, la Montse, que había llegado de Barcelona para hacerse cargo de la computadora y dar clases de informática a tres o cuatro chicos y chicas que veían en ello su porvenir. Montse se había mostrado especialmente disconforme con la chalina del Vate, cuya moda relegaba a principios de siglo, la época de los sólo de ella conocidos Rusiñol y Casas. Los poetas de ahora, sentenciaba Montse, llevan corbatas corrientes, aunque de buen gusto, pues alguno queda dispuesto a llevar una calavera encima del pecho. A los de la calavera, Montse no los calificaba de modernos, aunque tampoco de antiguos. Para ellos, Montse tenía una sola palabra, anticuados.

CAPÍTULO III

AURITA, LA MUJER del señor López, llamaba a su marido Pedrito, y no Perico, que le parecía muy vulgar. Ambos vivían en una semiesquina: era un primer piso con balcón corrido de los de verja de hierro y tres habitaciones: en la una dormía el matrimonio, que no tenía hijos aunque Aurita hubiera rezado muchas novenas para tener por lo menos uno; en la segunda, que tenía dos luces al balcón y a la calle, estaba la sala, cuyos muebles había heredado Aurita de su madre y ésta de la suya: eran unos muebles antiguos de mucho mérito, y Aurita, que no tenía hija a quien legarlos, los conservaba sin embargo con sus cubiertas de dril tan antiguas como los muebles mismos. En la tercera habitación, próxima a la cocina y al mirador de atrás al que se abría su única luz, estaba el comedor que servía al mismo tiempo de cuarto de estar, de cuarto de trabajo y de biblioteca: allí conservaba don Perico sus libros y sus papeles que Aurita no tocaba ni con el plumero más que una vez al año, el día de la limpieza general.

Don Perico abrió la puerta con su llave y al oírle, sin decir una palabra, Aurita recogió de un rincón la bata y las zapatillas y ayudó a su marido silenciosamente a ponérselas. Don Perico no dijo nada hasta que estuvo sentado a la mesa, el plato caliente frente a él.

– Evidentemente sólo a un asno como Pepe Ansúrez se le puede ocurrir esa faena, tan difícil por no decir imposible en este caso, de escribir una novela sabiendo que la única persona en esta ciudad que entiende de novelas soy yo.

Aurita se había sentado frente a él y también su plato humeaba.

– Cualquier cosa que haga ese Pepe Ansúrez, siempre será lo de un asno. Te lo oído decir muchas veces.

– En este caso, muy especialmente, ¿Cómo va a escribir una novela si no sabe lo que es? Lo que él entiende por tal es muy anticuado. -Era la primera vez que usaba aquella palabra; miró el efecto que hacía sobre su mujer; pero ella no pareció inmutarse; don Perico continuó-: Pepe Ansúrez no ha leído más novelas que las del siglo XIX. ¿A cuál de ellas imitará? Cualquiera que sea la elegida, el resultado siempre será, más que antiguo, anticuado. Es peor ser anticuado que antiguo.

– Sí. Tienes razón, tú siempre tienes razón.

– Pues ya me gustaría compartir esta razón con otro. Que fuésemos al menos dos los que tuviéramos razón. Así tendría con quien discutir y quien me llevase la contraria. No ese asentimiento que encuentro en todas partes, y que no me sirve para nada. Lo que yo necesito es un enemigo, o por lo menos alguien que piense de distinta manera que yo, alguien que me lleve la contraria y con el cual pueda discutir y sacar en limpio la verdad desnuda. Ése podía ser Pepe Ansúrez, pero se empeñó en que no y así vamos. Si él me consultase, podría escribir la novela, porque yo le diría cómo tiene que hacer y lo que tiene que contar, que es nada menos que nuestra historia, la tuya y la mía, que es la única historia novelesca de esta ciudad. Pero él se empeñará en escribir una historia distinta, por ejemplo la de él. La historia de Pepe Ansúrez es una historia estúpida y la novela que escriba será una novela estúpida escrita de una manera estúpida.

Aurita escuchaba embobada, asintiendo a lo que decía su marido. Él siguió hablando durante el postre, y durante el café: siguió repitiendo que Pepe Ansúrez, con su historia estúpida, escribiría una novela estúpida y después dividió en capítulos y en partes su propia historia, la suya con Aurita, que era una historia vulgar, pero cuyos matices extraordinarios la hacían extraordinaria. A Aurita, al sentirse transformada, le vinieron las lágrimas a los ojos y se vio a sí misma como la protagonista de la novela que su marido podía escribir pero que Pepe Ansúrez no escribiría jamás por su empeño de contar su propia historia, que era una historia estúpida, y que seguramente contaría de una manera estúpida porque él no sabía hacerlo de otra manera, o al menos llevaba años dando muestras de que en el mundo de las letras, era su único camino. Dieron las ocho y don Perico seguía hablando de su propia historia y de la historia estúpida que podía escribir Ansúrez. Le dijo a Aurita que encendiera la luz y Aurita le obedeció.

Por algún rincón quedaban todavía los restos del viejo torno, más antiguo que las bóvedas y las paredes de aquel taller. Los ingleses habían traído un torno nuevo de fabricación alemana, todavía podía leerse por alguna parte la marca y la fecha. Como todo lo demás, los ingleses lo habían dejado al marcharse, y nadie se había preocupado de sustituirlo por el último modelo, de fabricación norteamericana, que usaban los del taller similar. Pero el torno de fabricación alemana bastaba para que Pepe González le fabricase un trompo a su sobrino Claudio, hijo de su hermana Regina: un trompo como Dios manda, labrado en madera en boj, de los llamados de panderete, con una virolusa bien visible, y la punta, bien afilada e incrustada en el cuerpo de boj con tanta seguridad como la de un mástil. El señor Reguero leía para sí una hoja anarquista clandestina que había encontrado encima de su mesa. Jesualdo, el lefre, iba y venía, traía las cosas, un tocho de madera, una barra de acero, que González le había pedido.

– Pues estos de ahora dicen las mismas cosas que los de hace medio siglo.

– Haga usted lo que yo, que no leo nada -le respondió González.

– Uno tiene sus costumbres, y no hay papel con letras de molde que deje de leer.

– A propósito -dijo Jesualdo-. ¿Han oído ustedes algo de esa novela que va a escribir no sé quién y que trata de este pueblo?

El señor Reguero dobló cuidadosamente la hoja anarquista y la metió en un bolsillo; de otro sacó un estuche de carey, muy floreado, y guardó en él las gafas.

– Algo he oído y hasta he pensado sobre ello. Tiene que ser una novela donde se cuente la historia de estos arsenales, no vista desde arriba, que ésa ya está hecha, sino nuestro punto de vista, de los de abajo, del proletariado. Es la única historia verdaderamente novelesca que hay en este pueblo, y dura ya más de tres mil años. Aquí se hicieron naves para fenicios, romanos, visigodos, moros y cristianos. Ya veis, yo con mis setenta a cuestas he visto parte de esa historia; pero cuando entré por primera vez por esa puerta vestido con mi traje de mahón, que era como se venía entonces al trabajo, ya habían pasado más de dos mil años de esa historia.

Señaló con el dedo extendido las bóvedas oscuras.

– Entonces se construía así. Fijaos qué sólido. Esas bóvedas pasan ya de los mil años, y ahí las tenéis, dispuestas a durar otros tantos. No podemos decir lo mismo de las ampliaciones esas que han hecho ahora, con cemento y viguetas de acero. Dentro de cincuenta años no quedara nada de ellas.


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