Vivía yo en un salón lleno de libros y de anticuados muebles rurales dispuestos con excelente gusto, en un segundo piso de una casa de campo cuya fachada nunca pude ver y que, efectivamente, estaba junto al mar. Aunque pasé largas horas allí, no podría describirlo con exactitud, ni tampoco- a pesar de que recuerdo que leía de vez en cuando- citar las obras que se apiñaban en las estanterías. Creo que dormía con frecuencia, lo cual explica en parte mi creencia de que permanecí encerrado durante meses en aquel amplio y espacioso cuarto. A veces entraba el hombre que me había insultado en el tren portando una bandeja con leche o cerveza, pan y carne, sopa o verduras, que depositaba sobre una mesa, y aprovechaba su visita para darme puñetazos en los brazos y ejercer su irrepetible lenguaje en una jerga, para mi desgracia, no del todo incomprensible. En más de una ocasión escuché voces femeninas que, alegres o divertidas, bromeaban entre sí. Sin duda, la casa estaba habitada por tres o cuatro mujeres además del caballero, y todas, menos una tal vez, eran muy jóvenes. Aunque nunca pude captar las palabras que pronunciaban -siempre procedentes del piso inferior- sé, por el tono de las voces, por los agradables murmullos que llegaban hasta mí y por la cadencia de los diálogos, que se trataba de una madre y varias hijas, dos o tres, no lo sé con certeza. Una de ellas tocaba el piano casi constantemente, y tanto su repertorio como su estilo eran impecables y magistrales. La música penetraba en mi habitación a través del suelo y las ventanas, y aunque yo me asomé muchas veces para tratar de ver algo del cuarto que había bajo mi salón, nunca pude discernir más que -arriesgándome no sólo a caer sino también a que uno de los dos hombres del tren, que vigilaba permanentemente mis ventanas desde el exterior de la mansión, me descubriera-la parte derecha de un teclado -el piano, necesariamente, tenía que estar pegado a la pared- y, de vez en cuando, la mano derecha de la joven que lo tocaba desplazándose con suavidad hasta aquellas teclas, las más agudas. También pasaba largos ratos con el oído sobre el entarimado, tratando de descifrar las palabras de las mujeres, con escaso éxito. Sólo cuando la joven intérprete empezaba a tocar una nueva pieza, yo, al re conocerla, comprendía que una de las palabras que previamente había escuchado respondía al nombre del autor de dicha pieza. El ambiente que de manera difusa envolvía a aquellos breves conciertos era el de una lección familiar de piano. Quiero decir que la joven era seguramente una estudiante de música muy aventajada, quizá demasiado, y que el resto de la familia -la madre, las hermanas, raramente el padre, cuya voz yo identificaba con la del caballero- gustaba de asistir, embelesada, a las prácticas virtuosas de aquélla. Yo me distraía ejercitando mis dedos sobre una mesa con las obras que ella interpretaba, y en más de una ocasión deseé fervientemente poder salir de aquel salón, bajar y sustituir mi mesa por el piano de la joven, o más aún, poder tocar aquellas piezas de su elección en su compañía, a cuatro manos. Ahora ya no recuerdo cuáles eran exactamente, pero sí que eran muy conocidas en su mayoría. Sólo tengo presente una ocasión, en la que todo fue distinto. Mi guardián subió a mi habitación y cerró las contraventanas de manera que yo, desde dentro, no pudiera abrirlas. Yo estaba tendido sobre el lecho y le dejé hacer, débil como estaba, preguntándome a qué se debería la novedad. Poco después empezaron a llegar hasta mis oídos murmullos más numerosos de lo habitual, como si abajo hubiera una concurrencia expectante. De pronto se hizo el silencio y sonaron las primeras notas de la sonata en re menor para piano y violín de Schumann. Todo ello delataba un recital. Creo que esto sucedió el segundo día de mi encierro, pero, debo insistir en ello, no podría asegurarlo. El violín, pensé, debía de ser tocado por alguno de los invitados -cuya llegada, ahora era evidente, se me había prohibido ver- o por el caballero, que tal vez sólo practicaba en las grandes conmemoraciones. Cuando acabaron hubo una pausa y pude oír el tintineo de vasos y las toses características de los entreactos y, poco después, el piano de la joven y el violín de su padre interpretando la sonata a Kreutzer. Mi asombro fue mayúsculo, sobre todo al comprobar que aquellos aficionados se podían codear con los más prestigiosos profesionales, y no tuve más remedio que admirarlos. Fue entonces cuando me pregunté si mi secuestro no se debería a los celos de la competencia o al excesivo entusiasmo de algún amante de la música que más tarde -puesto que estoy aquí- habría de arrepentirse de su bárbara acción. Me temo que jamás llegaré a saberlo. Todos estos recuerdos son borrosos y alucinantes, lo cual me lleva a suponer que me hacían ingerir algún narcótico o droga con la leche, o, quién sabe, tal vez me la inyectaban mientras dormía. A pesar de todo, mi estancia allí, desde luego, fue monótona; nadie más que aquel hombre que me golpeaba me visitó, hasta el último día, es decir, ayer, por la mañana -o al menos esa es la impresión que tengo, ya que, aparte de las sonatas para violín y piano, es lo único que viene a mi memoria con nitidez y proximidad-. Creo que estaba leyendo una aburrida novela de Thackeray y escuchando una bonita pieza para piano que sin duda era composición de la joven cuando la puerta se abrió y una muchacha de unos quince años entró y se acercó a mí. Sus ojos azules despedían dulzura e inteligencia, su largo cabello negro caía por sus hombros desnudos y enmarcaba un pálido rostro de pómulos pronunciados y delicados rasgos. No recuerdo que dijera nada, ni tampoco lo que sucedió después de que acariciara mis labios con los suyos por primera vez. Es fácil imaginarlo, sin embargo, y perdonen, señoras, la crudeza de la narración. No es mi intención ofender, y no creo que, de hecho, lo esté haciendo, pues es evidente que mi estado no tenía nada que ver conmigo ni con mis verdaderos sentimientos, dando por descontado (y tal vez no debería hacerlo) que lo que relato fue real y no un producto de mis fantasías. He de confesar, no obstante, que, fuera en un sueño o en una casa junto al mar de Escocia, yo no opuse ninguna resistencia. La joven partió y yo dormí largo tiempo, acompañado por las hermosas notas del piano que tocaba su hermana.

Esta mañana me desperté en Maidstone, sobre la hierba de un parque, con dinero suficiente para regresar a Londres. Pueden creerme o no, sé que mi historia es harto inverosímil y no muy digna de atención, pero les doy mi palabra de honor de que es así como la recuerdo. Aquí está mi billete desde Maidstone, y mis ropas se encuentran en mi casa, sin lavar, desgastadas y llenas de guijarros y de arena de playa; mis hombros están amoratados y mi nuca presenta un ligero abultamiento; mañana iré a hacerme un reconocimiento médico a fin de comprobar si en efecto he sido drogado, y ya he avisado a la policía para que efectúe las indagaciones pertinentes. Por lo demás me encuentro perfectamente y presumo que todo ha sido un error de mis secuestradores, quienes, al advertir su equivocación, me dejaron en libertad. Todo ha pasado y desearía que no se volviera a hablar de ello en mi presencia. Seamos serios y yo trataré de que, por mi parte, los hechos acaecidos durante estos cuatro días sólo permanezcan, imborrables pero inofensivos, en mi memoria. Gracias por escucharme, queridos Esmond y Clara.'

Al día siguiente un médico comprobó las suposiciones de Hugh Everett Bayham. La policía continúa investigando sin ningún resultado positivo, y todo el mundo, salvando el episodio de la hermosa adolescente, cree en la veracidad de la aventura y la comenta con entusiasmo. Y con ellos -es bien patente-, yo, que me honro en tener la exclusiva de la versión directa. Sólo he visto a Margaret y a Bayham en una ocasión desde entonces, a la salida de un teatro, y si bien estaban un poco más graves o menos joviales que de costumbre, parecían haber olvidado lo ocurrido.


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