Todo quedó, pues como estaba hasta que el Tallahassee llegó a Alejandría, territorio entonces de jurisdicción británica, y recibió, nada más atracar en el puerto, la visita de la policía, representada por un anciano coronel de caballería, veterano de la batalla de Inkerman y reacio a la jubilación. Subió al velero con paso firme y gesto severo y malhumorado y preguntó por el capitán del barco. Seebohm y Kerrigan salieron a su encuentro, le saludaron y, después de las presentaciones (coronel McLiam, jefe del Cuerpo de Policía Británica en Alejandría), los tres pasaron al despacho de Seebohm.

– Bien, capitán Seebohm -dijo McLiam entonces-, tengo entendido que han perdido a uno de los hombres de su tripulación.

– En efecto, coronel -dijo Seebohm, titubeando.

– Y sin embargo no lo han notificado -continuó el coronel McLiam.

– Cierto, señor -dijo Kerrigan-. Pensábamos hacerlo aquí.

– Pero han pasado por Chipre, cuya administración es británica -replicó McLiam-. Debieron dar parte a las autoridades allí mismo.

– Era una escala que no estaba prevista, señor. Y ya hacemos demasiadas; hemos perdido mucho tiempo y juzgamos conveniente esperar hasta que llegásemos a Alejandría -dijo Kerrigan-. ¿Ha aparecido Collins acaso?

– ¿Es ese su nombre, Collins? ¿Qué cargo ocupaba?

– Era el contramaestre.

– ¿Un oficial? Eso es mucho más grave, señores. Su cadáver ha sido hallado cerca del puerto. Su oficial, capitán Seebohm, fue asesinado. Pero ¿cómo se explica que si lo perdieron antes de pasar junto a Nicosia Collins haya aparecido en Alejandría?

– Lo ignoro, señor, pero también echamos en falta un bote -mintió Seebohm, sin duda al ver las consecuencias que su negligencia había tenido-. Es posible que fuera atacado por bandidos turcos, después de desertar. Su campo de acción es muy extenso. Sé que se los ha visto cerca de Port Said en más de una ocasión. ¿Cómo se produjo la muerte?

– Tenía un balazo en la cabeza, pero además su cuello presentaba grandes marcas, quizá del roce de una cuerda muy cortante. Parece que su muerte se debió a eso. Su cuello está prácticamente desgarrado.

– Pienso que es muy posible que los bandidos lo ahorcaran y más tarde lo remataran pegándole un tiro en la frente.

– El tiro lo tenía en la nuca, y no he dicho que fuera ahorcado ni estrangulado, sino que tenía profundos cortes en el cuello que no eran de arma blanca. Por lo demás, supongo que, en efecto, todo es obra de bandidos turcos. Seguramente lo torturaron y murió. Bien, lamento tener que decirles que no podrán reanudar su viaje hasta que yo lo permita. Les espero en la comandancia dentro de dos horas, señores: a las doce en punto. Tienen que reconocer el cadáver, darme sus datos personales y entregarme un informe en regla sobre la desaparición. Espero que ya lo tendrán redactado. Collins no llevaba documentación alguna en sus pantalones, la única prenda que tenía puesta. En los bolsillos sólo encontramos briznas de tabaco y tres fajas de cigarros publicitarios gratuitos, de los que utilizaron para llamar la atención sobre su viaje. Las fajas llevan impreso el nombre del Tallahassee. Por eso supimos que habían perdido un hombre. Hasta pronto, señores.

Una vez que McLiam hubo abandonado el barco, el miedo y el desconcierto cundieron entre los expedicionarios, informados por Kerrigan acerca de la conversación. Alarmados, le asaetearon a preguntas con la pretensión implícita de que les asegurara que no había bandidos turcos ni de ningún otro país a su alrededor y les dijera, prácticamente, que la visita del coronel había sido un producto de su imaginación y que podrían continuar su crucero en cuanto lo desearan. El resto de los pasajeros, que no había presenciado la llegada de McLiam, atraídos por el alboroto, aparecieron en cubierta y pidieron toda clase de explicaciones; y algunas mujeres, incluso, sugirieron que lo más prudente sería dar por terminada la travesía y permanecer en Alejandría hasta que pudieran regresar a Europa escoltados por tropas británicas. Mientras tanto, Seebohm reunió a los oficiales, cuyo sentido de la responsabilidad era precario, y les dio órdenes para que confirmaran, siempre que fueran preguntados, la desaparición de un bote.

Arledge se alejó del griterío y se encaminó hacia la popa, en busca de Lederer Tourneur y su esposa, pero allí no había nadie salvo una joven que, ajena a lo que sucedía en otras partes del velero, descansaba sobre una hamaca con gesto de preocupación. Arledge la reconoció en seguida: era la muchacha de cabellos negros que a veces paseaba con Hugh Everett Bayham. Excitado, se sentó junto a ella -dejando una hamaca libre por medio- sin que ella, echada hacia el lado contrario, le viera. Arledge pensó que aquella era una buena ocasión para darse a conocer y con ello introducirse en la esfera del pianista, pero no sabía cuál podría ser la frase más indicada para iniciar una conversación, sobre todo cuando, por culpa de las voces alteradas de los pasajeros, que se oían a lo lejos y que delataban la irregularidad del momento, el tema del tiempo resultaba demasiado artificial y por ello quedaba descartado. Hacer algún comentario acerca de la muerte de Collins y de las consecuencias que había traído consigo le parecía de mal gusto, puesto que se trataba de una desconocida; y la preocupación de la joven no era tan evidente que le permitiera ofrecerle su incondicional ayuda para resolver cualquier problema que se le hubiera planteado. Optó, pues, por dejar caer al suelo su tabaquera de metal mientras sacaba un cigarrillo. Al oír el ruido la joven se volvió sin sobresalto y Arledge aprovechó el momento para excusarse por su torpeza que tal vez la habría despertado y presentarse. Ella, de ojos azules y rostro dulce, elegante pero sencillamente trajeada, dijo que no tenía importancia, que no dormía y que estaba muy contenta de conocerlo; había leído cuatro de sus novelas y le parecían excelentes, aunque nunca había tenido la oportunidad de ver sus famosas adaptaciones teatrales ya que vivía en el campo y el teatro es un privilegio de las grandes ciudades. Su dicción era perfecta, quizá levemente amanerada -lo cual, lejos de deslucirla, la hacía encantadora-, y su voz sosegada, melódica en extremo. Aunque cordial, era discreta, y tanto ello como su falta de reservas hicieron que Arledge olvidara pronto sus primeras intenciones: entablaron una animada -dentro de lo que es aconsejable entre dos personas tímidas y bien educadas- charla sobre la mediocridad del drama de la época y sobre el vacío que había dejado con su muerte el autor de Una tragedia florentina y La duquesa de Padua, así como acerca de las limitaciones del oficio de actor, y ella escuchaba y, de vez en cuando, hacía observaciones muy acertadas y llenas de criterio. Nadie les importunó durante más de hora y media, y de estos temas pasaron a otros, y a otros, sin que el interés decayera, hasta que oyeron pasos que se aproximaban y vieron aparecer a un Hugh Everett Bayham acalorado, que, llamando a la joven Florence, pidió disculpas por haber interrumpido la conversación, dijo que había estado buscando a la joven por todo el barco y le comunicó que ya era la hora del almuerzo y que su padre requería su presencia.

– No se conocen, ¿verdad? El señor Víctor Arledge, el señor Hugh Everett Bayham.

Los dos hombres se estrecharon las manos y Florence se puso en pie, expresó su ferviente deseo de proseguir la conversación en algún otro momento, se despidió y se fue del brazo de Bayham.

Víctor Arledge esperó unos minutos para no correr el riesgo de alcanzarlos y después encaminó sus pasos hacia el comedor.

Durante los días siguientes Arledge estuvo muy contento y recobró su natural buen humor.

La muerte de Collins, por un lado, y su primer contacto con Bayham y su joven amiga, por otro, lograron que su apatía se desvaneciera y que sus horas no fueran perdidas en vano. Desde aquella fecha, aunque se encontrara desocupado en apariencia, sus sentidos estaban siempre alerta y a la expectativa, avisados de la posibilidad de un nuevo intercambio de impresiones, ya con alguno de los pasajeros restantes, que tal vez podría darle datos acerca de Florence y su padre, ya con ellos mismos o con Bayham. Puede decirse sin reservas que la joven se había convertido, quizá por otros motivos, en objeto de los pensamientos de Arledge tanto como Bayham lo había sido hasta entonces por motivos de curiosidad; y ello, lejos de preocuparle, le hacía revivir aún más. Aunque no sabía por qué Florence Bonington llamaba tanto su atención sin haber hecho nada, en definitiva, para merecerlo, lo cierto es que los movimientos de Arledge estaban pendientes de los de ella, a la espera de una conversación, un saludo, una sonrisa, una mirada furtiva. Pero pronto supo averiguarlo. Florence Bonington era muy joven -no más de diecinueve años- y, aunque desde luego no era una adolescente quinceañera, su belleza perfecta y un tanto fría y sus rasgos generales coincidían con los de la hermana de la aventajada estudiante de piano que había seducido a Hugh Everett Bayham. Era aquel parecido físico lo que hacía que Arledge tratara por todos los medios de complacerla y ganarse sus simpatías. No negaré que la primera explicación que dio Arledge a su repentino interés por la joven tuviera algunos visos de veracidad, pero sí añadiré que tal explicación tenía también como fundamento la carta de Esmond Handl y no los evidentes encantos de la señorita Bonington. Si Arledge, un hombre que tenía con las mujeres el éxito necesario para no verse forzado a dar grandes pasos para conquistarlas, se tomó tantas molestias para entablar amistad con Florence Bonington fue porque, por un lado, a través de Bayham -su objetivo principal- había sabido del muy especial éxtasis que aquella joven, de ser la que él sospechaba, era capaz de proporcionar, y porque, por otro, especulaba con la posibilidad de que fuera ella la que, una vez rendida, le contara los verdaderos pormenores de la aventura de Bayham en Escocia, seguramente, además, con mayor conocimiento de causa. Y esperaba con ansiedad el momento de ver al padre de la joven, que aún no había hecho acto de presencia sobre la cubierta del Tallahassee, y de comprobar si se trataba, como suponía, de un caballero de sienes plateadas, nariz recta, cejas arqueadas y mirada inteligente.


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