Carvalho supuso que disfrutaba porque seguía sonriendo.
– ¿Hacia dónde está la vía del tren? Yendo hacia la montaña de la Mitja Costa había un camino de tierra y una vaquería en la esquina. La llevaba un cabrero aragonés que se llamaba Joaquín, tenía una hija que se llamaba Aurora y un hermano al que mató un rayo cuando estaba cargando arena en el cauce del Ripollet.
El autodidacta asentía ante las palabras de Carvalho pero no las escuchaba, se subió al tren en la última oración.
– ¿Un rayo? ¿El Ripollet?
– Le hablo de hace cuarenta años.
Yo venía a pasar los veranos a Montcada, a casa de un cabrero amigo de mis padres.
– ¿Ah, sí?
Al autodidacta no le interesaban los recuerdos de Carvalho.
– Veranear en Montcada, qué interesante.
– Había quien veraneaba más cerca de Barcelona, aún. En Tres Torres o Vallvidrera.
– Es posible.
Nada quedaba del paisaje de antaño.
Todo se parecía a cualquier suburbio de cualquier ciudad y a Carvalho le molestaban las destrucciones del paisaje de su memoria.
– Las excursiones a la montaña de la Mitja Costa eran fascinantes porque explotaban los barrenos de las canteras, y de niño uno cree que Superman detiene las rocas.
De manzana en manzana, de bloque en bloque, arquitectura y gentes de aluvión.
– Una vez se cayó una niña en la estación. Entonces había tumultos siempre en torno de los trenes. Faltaban trenes o sobraba gente. Pero mucha gente no podía sobrar porque la guerra había terminado hacía poco.
– Faltaban trenes, es evidente.
– Cayó la niña en la vía. Imagínese los gritos y los cuerpos vacilantes de sus acompañantes, se tiraban o no se tiraban. Y de pronto salió un brazo de la multitud. Lo recuerdo como un brazo largo, muy largo, de dos o tres metros, quizá más, y poderoso, como el de un gigante. Y del brazo brotó una mano que tiró de la niña y la izó sobre el andén en el instante justo en que llegaba el tren.
El autodidacta había escogido un portal que daba a un zaguán gris amueblado con sillones de plástico gris y completado con buzones de metal verde.
La asepsia geométrica de la escalera aparecía desvirtuada por el griterío de una vida abundante y plebeya: mujeres que se quejaban de sus hijos, de sus vecinas o de su suerte y niños que se quejaban de serlo, más algún portazo, muchas radios y puñetazos contra la puerta de un ascensor que siempre llegaba con retraso.
– Es un cuarto piso.
Subió ante Carvalho con agilidad y brío, como si el alpinismo fuera para él una práctica habitual, y de reojo trataba de recoger la poquedad respiratoria de un Carvalho al que suponía animal de despacho y sillón. Pero Carvalho apenas si le dejaba un escalón de distancia por cortesía y se permitió encender un puro en plena ascensión.
– Fumar mientras se hace ejercicio físico es una barbaridad.
– El hombre es un animal racional sólo en parte.
La puerta del piso la abrió un cincuentón mal peinado, mal afeitado, con los faldones de la camisa imponiéndose al pantalón de pana y a un jersey con cremallera.
– Ah, eres tú.
Y dejó la puerta abierta para que entraran los dos hombres a un largo pasillo más desempapelado que empapelado, lleno de puertas de habitaciones cerradas y al final un comedor con esteras en el suelo y un viejo televisor que había visto discursos trascendentales cuando Franco aún era quien era.
– ¿No está Mariquita?
– No, y Andrés tampoco. Ha llegado de Mercabarna, se ha echado un rato y se acaba de ir a la Universidad.
– ¿Ha encontrado trabajo en Mercabarna?
– Unos días. Para llevar bultos a los clientes. Cogen chicos a destajo y así no contratan a obreros de pelo en pecho, con los cuatro cojones cuadrados y bien puestos.
Y se llevó la mano a los cojones el hombre antes de sentarse y quedarse ensimismado con un bolígrafo en una mano y los ojos pendientes de un papel lleno de anotaciones.
– No entiendo la letra. Maldita sea. No entiendo la letra.
Había anuncio de sollozo en su voz y el autodidacta le cogió el papel para examinarlo.
– ¿Qué es esto?
– La lista de la compra. Me la ha hecho María antes de irse al trabajo.
¿Qué pone ahí?
– Harina de galleta, creo.
Tendió Narcís el papel a Carvalho en una consulta de urgencia y el detective afirmó con la cabeza.
– ¿Es lo mismo que pan rayado?
– Más o menos es lo mismo. Se utiliza para rebozar.
La ayuda de Carvalho puso destellos de agradecimiento en los ojos del hombre.
– Eso es. Lo quiere para rebozar.
Prosiguió el hombre el examen de la lista y abandonó a los recién llegados a una silenciosa espera.
– ¿Y aquí?
– ”Mamella”. Qué extraño. ¿Sabe usted qué es “mamella”?
– No es necesario, yo ya sé qué es.
Se come.
Pero la curiosidad del autodidacta iba más allá de la asunción de aquel responsable de intendencia y seguía interrogando a Carvalho con la mirada.
En mis tiempos eran filetes de la teta de la vaca que ya se vendían cocidos y se comían rebozados. Era barato y sustituía a la carne, con un poco de imaginación.
– Es buena la “mamella”.
Desafiaban los ojos del intendente.
– No lo discuto.
– Es mejor comer “mamella” que mierda.
Aprobó Carvalho el juicio bravucón del hombre que ya había dado la lista por examinada, se levantaba, descolgaba una bolsa de plástico de una alcayata clavada en el marco de la puerta de la cocina y se despedía con un gruñido que no le abandonó hasta que salió del piso.
– Susceptible el hombre.
– Y a estas horas aún está sereno.
Volverá con un par de copas en el cuerpo. Comerá apenas, porque dice que no se gana lo que se come y por la tarde seguirá bebiendo. Esta noche este piso puede ser un infierno. No, no es agresivo. Es depresivo. Se pasa las noches llorando encerrado en el retrete. Primero fue un trabajador reconvertido, después un simple parado y ahora la familia vive gracias a eso que se llama economía sumergida: la mujer friega por ahí y Andrés coge lo que sale. Los más pequeños van a un colegio. Los otros como si no existieran. Él hace trabajos domésticos, si está de buenas. Hasta que de pronto dice que un hombre es un hombre y vuelca el cubo de agua sucia por el piso o tira la escoba por la ventana.
– Malos tiempos.
– Ya siempre será así. Hemos de acostumbrarnos a otra cultura del trabajo. El trabajo es un bien escaso.
– Dígamelo a mí. Yo ya estoy acostumbrado a esa cultura del trabajo.
– Pero usted es un trabajador improductivo, no puede entender la mentalidad rota de esta gente que ha sido alguien precisamente gracias a su trabajo y que ahora se consideran parásitos. Ese malestar aún lo tiene Andrés, por ejemplo. Sus hermanos más pequeños ya pertenecerán a otra generación. Para ellos el trabajo tendrá otro sentido.
– Pero también tendrán que comer.
– En el futuro se comerá menos que ahora.
No lo decía con ironía. Lo decía a partir de una segura información que llevaba escondida en algún pliegue del cerebro.
– Muchos economistas denuncian la economía sumergida como un retorno a los inicios del mercado de trabajo, ¿comprende usted? Como un retorno a la explotación libre del hombre por el hombre, como si no hubieran servido para nada ciento cincuenta años de luchas obreras. Pero en realidad estamos ante un fenómeno nuevo que corresponsabiliza a empresarios y trabajadores en la salvación de un sistema en crisis. El capitalismo lo está salvando la clase obrera, incluso disponiéndose a no tener trabajo o a trabajar en peores condiciones que un esclavo.
– ¿A cambio de qué?
– A cambio de no verse obligada a hacer la revolución, o al menos a tratar de hacerla. Por otra parte sería un intento inútil. Desde las centrales de datos hasta los helicópteros, todo conspira contra la posibilidad de la revolución. La revolución sólo se puede hacer en las selvas y dentro de lo que cabe, porque existe el equilibrio mundial, el equilibrio del terror y en cuanto se decanta la revolución o la contrarrevolución se corre el riesgo de que sólo una guerra nuclear pueda ayudar a ganar el pulso. Estamos en plena situación de empate, de empate histórico. De momento ponga equis en la quiniela.