No lo sé. Están todas las tiendas llenas. Se te cuelan. Te toman el pelo. ¡La última! ¡Quién es la última! ¿Es usted la última? Señora, yo seré el último, en todo caso. ¿Me ha visto usted bien? Son como mulas, se cuelan, te empujan, y no les digas nada porque te ponen verde. Yo me pongo enfermo.

Y lo estaba porque se dejó caer en una silla y respiraba ansiosamente.

– Me parece que me va a dar el asma.

– Asómate a la ventana y respira hondo.

– Está lloviendo.

– Pues no te asomes.

– Es que me viene el asma.

– Para ir por ahí mamando del porrón no se te nota el asma.

– ¿Mamar del porrón, yo?

Se había levantado el hombre y acercaba su cara a la de su mujer.

– ¡Siempre me estás faltando! ¡Estoy hasta los cojones de que me faltes al respeto!

– ”No li facin cas que está mamat.

Había hablado la mujer a los visitantes, y su intento de darle la espalda al hombre fue inútil, porque la retuvo por un brazo y la obligó a encararse.

– ¡Hablas en catalán para sacarme de quicio!

– Narcís es catalán, yo hablo en catalán con quien me da la gana.

– No li “fachin” cas… no le “fachin” cas… ¿Es que tú te has creído que yo soy un calzonazos, como el marido de tu hermana o como la puta de tu prima?

La puta de su prima era Charo, pero Carvalho no se sintió ofendido.

Era una verdad objetiva.

– Señor Luis, tengamos la fiesta en paz. Descanse y no se lo tome así, que le perjudica.

Agradeció el hombre el capotazo del autodidacta, se sentó en la silla y lentamente se iba hundiendo en la autocompasión hasta que se le saltaron las lágrimas.

– Si ella no me respeta, ¿cómo me van a respetar mis hijos?

– Aquí todo el mundo le respeta.

– Déjalo ya. Anda y toma las pastillas.

Le puso la mujer una cajita sobre la mesa y le acarició los cabellos al pasar hacia la cocina en busca de un vaso de agua. Cuando volvió también había lágrimas en los ojos y a Carvalho le pareció obsceno contemplar como un mirón la representación de aquella tristeza acumulada, cotidiana, sin remedio. Tampoco el autodidacta estaba a gusto, por lo que se levantó, dio alguna excusa de urgencias olvidadas y se llevó a Carvalho, abandonando al matrimonio a su silencio instalado y dolorido.

– ¿A usted qué le parece? ¿Son infelices o saben que han de parecer infelices?

Carvalho se quedó desconcertado ante la reflexión del monstruo, en aquel rellano de una escalera que les devolvía el correlato de la vida.

– Saben que han de parecer infelices para hacerse perdonar su fracaso.

Es muy interesante.

Aquel autodidacta era una mezcla de asistente social y de hijo de la gran puta.

En la Savannah, medio Port of Spain asistía a una carrera de caballos y su ausencia aumentaba la deshabitación del resto de la ciudad, entregada a los vendedores ambulantes y a los solitarios con radio casete directamente conectada a una oreja.

Pero aún quedaba suficiente gente para asistir en Woodford Square al sermón de un sacerdote negro vestido de califa, en compañía de ocho monjas ataviadas con túnicas rosas, cantarina secta y bailona sobre piernas en perpetuo tembleque.

– ¡Cristo era negro! -decían los gritillos de las monjas, entre la vejez y la infancia, sin término medio.

La Casa Roja imponía su poder disuasorio de fondo, era la solidez del poder irrefutable y abstemia de los excesos imaginativos de aquellos místicos que iban por la ciudad con su locura de isleños. A aquellas horas de la tarde habían cerrado los encantes de Frederick Street y los comercios empezaban a colgar el “”Closed”” tras los cristales uniformados, tal vez por el mismo tiralíneas que había dibujado una ciudad tediosa. De vez en cuando, de cuatro en cuatro o de cinco en cinco, pasaban bandas de jóvenes negros temblorosos por la música que les metía en las venas el audífono conectado con la radio casete colgada del cinturón o transportada en una radio maleta abastecedora de ensimismamiento. Se afeaba y desolaba la ciudad a medida que se acercaba a los tinglados del puerto. Aún tenía en la retina el peso untuoso y cálido del Pitch Lake, una maravilla natural, al decir de los vendedores de aquel paraíso de penumbra, consistente en toneladas y toneladas de asfalto concentradas en un lago natural. Un mar paquidérmico, gris, al que se llegaba por un túnel de jungla y que los taxistas ofrecían como la máxima singularidad de la isla.

– Este asfalto ha servido para hacer las calles de Nueva York y las de París, allá en Europa -le informó el taxista hindú con respeto reverencial.

Ginés le felicitó por haber ayudado a construir el suelo del mundo.

Mientras contemplaba aquel lago de asfalto, con más de noventa metros de profundidad en su centro, Ginés evocaba aquella mercancía descontextualizada, introducida en las bodegas de viejos petroleros aprovechados hasta la muerte. Aquella materia viscosa que había visto como parte de un todo oscuramente originario nacía allí, en aquel pantano espeso, cuya simple contemplación despertaba el miedo a ser engullido por la baba de la tierra.

Después del Pitch Lake, Trinidad ya le había mostrado todos sus secretos.

– Le queda el santuario de los Pájaros. No hay cosa igual en el mundo. Una reserva natural para todos los pájaros del mundo. Es hermoso al atardecer, cuando todos vuelven a su nido. Puede hacer el recorrido del parque en una barca.

Venía de camino de retorno del Pitch Lake, pero había preferido asumir el castigo de Port Spain sin nada que hacer ni esperar y deambulaba por la ciudad en busca de una provocación más estimulante que las sombras de su habitación o la contemplación de la locura laboral del indio que limpiaba la deshabitada piscina del hotel, hora tras hora, día tras día, con la morbosidad del que acicala una amante muerta. Y se dejó llevar por el latido de los calypsos ensayados en almacenes situados junto a la vieja fábrica de Angostura. Chicos y chicas iniciaban la lenta parsimonia del calypso, la interrumpían, ensayaban distintos tonos de voz, se corregían mutuamente. En otro rincón de la nave los comparsas del desfile de Carnaval se probaban disfraces de cocodrilos o de nenúfares y una muchacha negra se convertía en una luna llena, iluminada por bombillitas que encendía con una perilla escondida en el cuenco de una mano. Todo tenía aire de ensayo de fiesta mayor de Calahorra o Chiclana, lo único que variaba era la forma, y los muchachos parecían orgullosos de su cualidad de transmisores de algo que daba carácter a la isla, orgullo reforzado por la presencia de los dos o tres extranjeros mirones, en los que creían adivinar el arrobo ante su flagrante exotismo. Qué me vais a enseñar a mí, pensó Ginés. Yo vengo del país de la jota y de las vaquillas matadas a palos, de los encapuchados de Semana Santa y de los penitentes flagelados para expiar sus pecados. A su lado vosotros sois la banda del Empastre. Se quedó tranquilo después de su desahogo mental y retornó al hotel. Le daba miedo la encerrona de su habitación, llena de fantasmas y rememorizaciones y prefirió quedarse bajo el voladizo de la terraza del jardín de la piscina embalsamada por el hindú. La huelga del personal del hotel seguía su curso porque tardaron todo un rosario de bostezos en preguntarle qué quería. Su vacilación dio pie a que le aconsejaran desde una mesa próxima:

– Pruebe un “peach”.

Le guiñaba el ojo el hombre ancho, moreno, aceitunado, con ojos grandes y rasgados de libanés. A su lado le miraba con curiosidad una pelirroja pecosa con las mejillas algo caídas y la piel brillante por el maquillaje.

Pidió un “peach” y le trajeron una bebida larga que sabía a melocotón en almíbar.

– ¿Es bueno, verdad?

Tenían ganas de conversación. La mujer trataba de decidir si miraba con los ojos abiertos o entornados, en un juego de cierres o aperturas que Ginés atribuyó a las probables lentillas.

– ¿Sabe cómo se hace?


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