– Oye, los revolucionarios son los que quedan mejor. ¿A ti te gustaría que hubiera una revolución?

Cuando Charo hacía estas preguntas se cogía del brazo de Carvalho y se le pegaba al cuerpo para evitar que siguiera andando. Le gustaba verle la cara cuando le pedía respuestas importantes.

– La revolución, ¿dónde?

– Aquí, en Barcelona.

– Saldrían los tanques a la calle y pondrían la circulación imposible.

– Vete a paseo. Te lo preguntaba en serio. Oye, qué bien está el Noltke y el Gene Hackman, pero el que más me ha gustado es Trintignan.

A mí me gustaría que tú te parecieras a Trintignan. ¿Le recuerdas en “Un hombre y una mujer”?

Y Charo se puso a tararear la melodía de la película con la suficiente fuerza como para que Carvalho mirara a derecha e izquierda por si le era obligado avergonzarse.

– ¿Qué sabes tú de Albacete, Charo?

– Pues que allí fabrican las mejores navajas.

– ¿Algo más?

– No.

– No sabes nada de la familia de tu prima, de la muerta. Cómo era el marido. Su vida allí.

– No.

– Igual tengo que irme a Albacete.

A Charo se le escapó la risa.

– ¿De qué te ríes?

– No sé, hay cosas que me hacen reír. Por ejemplo, algunas palabras.

Lechuga. A mí la palabra lechuga me hace reír. Y viajar a Albacete me hace reír. También me hace reír La Coruña. Y no sabría decirte por qué.

Se despidió de Charo a la altura de la Boqueria, ella iba a su casa, a la espera de las primeras citas concertadas o de las llamadas de los clientes asiduos, y él en busca de su coche en el parking de la Gardunya.

Quería llegar a casa temprano para hacer algo tan importante como desconocido, pero en vez de coger las calles rampas que le subirían a Vallvidrera, se encontró de pronto en la avenida de la Meridiana camino de Montcada y media hora después buscando un sitio donde dejar el coche cerca de Electrodomésticos Amperi. Estaba el negocio cerrado y no había otra luz que la de las pantallas de los televisores trasmitiendo simultáneamente en las tres cadenas, ante la mirada de vocacionales “voyeurs” de escaparate.

Dio la vuelta a la manzana en pos de la puerta trasera de la trastienda, y al doblar la esquina vio cómo el autodidacta salía del callejón trasero.

Se detuvo Carvalho y le siguió a distancia. Caminaba ligero y dirigido hacia un objetivo urgente. Dejó atrás dos manzanas y se metió en un chiquito bar-frankfurt lleno de jóvenes colgados de un “hot dog” de salchicha diríase que de plástico. Hasta la calle llegaba el olor a ahumado rancio de las salchichas de Frankfurt industriales, combinado con el hedor de una mostaza hecha con ácido úrico.

La mayor parte de la clientela se acodaba en la barra atendida por muchachas de uniforme azul y gorrito blanco de marinerito de revista musical. Pero también había breves mesas para dos, con sillas incapaces de soportar ni el culo de una bailarina clásica con solitaria. El odio de Carvalho por aquel tipo de establecimientos, a su juicio tan corruptores de la juventud como la droga o los padres tontos, se traducía en la descripción mental que interponía entre lo que sus ojos veían y lo que su cerebro sancionaba. Pero allí estaba Andrés a la espera de su amigo y los dos se aplicaron a un cuchicheo que en el autodidacta era persuasivo y en el otro crispado. Contempló la conversación a distancia hasta que decidió presentarse de sopetón.

– ¿Haciendo quinielas?

Era casi un respingo lo que había salido de la garganta de Andrés, y el autodidacta no pudo evitar una décima de segundo de alarma hasta que reconoció totalmente a Carvalho. Era inútil que el detective buscara con la mirada una silla libre porque no la había y en caso de haberla la estructura del local no admitía una mesa para tres, si no era imposibilitando la circulación en el pasillo por donde los condenados pasaban a recoger aquel turbio alimento, sin duda inventado con mentalidad de asesino lento, pero seguro, de cosmonautas con poco paladar. Se había creado una situación imposible. O Carvalho renunciaba a estar con ellos o los tres renunciaban al local. Fue el autodidacta quien ofreció volver a su trastienda estudio.

– Aunque tú deberás salir pronto para Mercabarna.

– ¿Para dónde?

– Para Mercabarna. ¿No trabajas estas noches en Mercabarna?

Tardó demasiado Andrés en asumir la propuesta de su amigo y su ¡ah sí!

rotundo lo pronunció con los ojos fijos en los de Carvalho, por si Carvalho se lo creía. Pero el detective estaba dispuesto a alarmarles y puso gotas de la mejor ironía en la mirada que devolvió al estudiante. Desconcertado, Andrés volvió la cara y se predispuso a secundar la propuesta del autodidacta.

– Aún tengo tiempo. Me toca el turno segundo de madrugada.

El autodidacta no utilizó la puerta trasera. Entraron por la principal y atravesaron el recinto iluminado al neón donde ofrecían sus carnes blancas los electrodomésticos y algunos “computers” menores que los “voyeurs” contemplaban como los indios del Far West habían contemplado los primeros tendidos telegráficos sobre el fondo de las montañas Rocosas. Los movimientos del autodidacta obedecían a una extrema economía de gestos, y en pocos minutos el habitáculo de la trastienda se llenaba con el cuarteto para cuerda en si bemol mayor de Mozart, y en las manos de los tres contertulios habían brotado flores de whisky con hielo que el anfitrión había sacado de una pequeña nevera que Carvalho había visto en el despacho de algún ejecutivo asesino o asesinado.

– Usted dirá.

– Diré muy poco. Pasaba por aquí.

O si lo prefieren he venido hasta aquí para ambientarme. Me gusta respirar el aire que respiran mis clientes.

– El aire de Montcada está contaminado por el polvo de cemento de la Asland.

– Cuando yo veraneaba por aquí ya estaba todo lleno de polvo.

– ¿Qué rollo es ese del veraneo?

¿A quién se le ocurre veranear en este agujero?

– El señor Carvalho estuvo por aquí el otro día, cuando vino a ver a tus padres, y me recordó escenas de su infancia.

– El cabrero tenía un choto. Un choto muy inteligente, gris. Aún le colgaba un pingajo de cordón umbilical y saltaba sin control, como un cabrito loco. Me encariñé con el cabrito, pero un día se lo llevaron, vi cómo se lo llevaban. Al matadero, supongo, porque nunca más lo he visto. A veces, cuando veo un rebaño de cabras, las examino con cuidado por si reconozco entre ellas a aquel choto.

– ¿Pero qué dice este tío? ¿Va de alucine?

– Déjalo hablar. Algo quiere decir.

– No. No quiero decir nada. De hecho no sé si he vuelto por ustedes o para comprobar que esto no es lo que era.

– Un paseo sentimental por el amor y la muerte.

Era Andrés el que hablaba con angustia y sarcasmo.

– ¿Qué saben ustedes de Albacete?

Y no me digan que allí hace mucho frío o que fabrican excelentes navajas.

– No, no se lo diré. Es una de las provincias que más han evolucionado, gracias a la paulatina sustitución de los viejos cultivos por nuevas especies y nuevos sistemas de regadío. Es una provincia con muchas aguas subterráneas, y han aplicado sistemas de irrigación a partir de una inyección central en profundidad. Además tiene una clase terrateniente que no se ha dormido y ha sabido ponerse al día.

Pensaba Carvalho, así, así te quiero ver yo, autodidacta. Pero el autodidacta seguía su explicación enciclopédica. De hecho no tenía mucho mérito. Bastaba saberse un diccionario enciclopédico de memoria, y Albacete figuraba en la A.

Andrés estaba a disgusto. Ni siquiera se predisponía a creer en el surrealismo de la situación y prefería pensar que entre Carvalho y Narcís había un código secreto del que él quedaba marginado.

– ¿Por qué le interesa saber algo de Albacete?

– Ustedes me han metido en esto.

No puedo recurrir a la policía, ustedes no saben nada y el marido de Encarnación está, por lo que parece, en Albacete. Esa mujer ha muerto o por casualidad o porque llevaba una doble vida que ustedes desconocen.


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