Chispeaban los ojos y los labios ensalivados del autodidacta.
– Vamos a un salón de relax clásico. Es lo más parecido que tenemos al Imperio romano en unos tiempos de decadencia en los que Catalunya va a perecer como pueblo, aunque parezca lo contrario. Pero que ponga España las barbas a remojar y Europa, porque los bárbaros están al llegar.
No aclaró de qué bárbaros se trataba, y tal vez para enterarse de qué mal iba a morir o movido por aquel sumidero de ciencias, Carvalho se encontró primero al lado de un peligroso conductor semiborracho y luego descendiendo las escalerillas de una sauna aparente, al encuentro de dos muchachas sonrientes, sin más vestuario que livianas batas blancas y la oferta de que se desvistieran.
– Tú ya sabes de qué va, guapo.
¿Tu amigo también?
– Mi amigo lo sabe todo -zanjó la cuestión el autodidacta y empujó a Carvalho hacia el vestuario.
Miraba el excursionista a derecha e izquierda, como si en el vestuario faltara algo o alguien, pero pronto se conmovió la poca carne que tenía en la cara una sonrisa cuando se les acercó Andrés, en camiseta y pantalón blancos, enrojecido por el doble rubor de las luces rojas y de su sorpresa, con los brazos cargados de toallas, avanzando lentamente hacia los dos clientes que menos había deseado.
– ¡He aquí la sorpresa!
Carvalho no sabía si descargar su furia contra el autodidacta o contra sí mismo. Andrés dejó las toallas sobre una banqueta que centraba el vestuario y se marchó sin ni siquiera mirarles.
– Palanganero de putas, desde las nueve de la noche a las tres de la madrugada. No se crea. Es el turno más peligroso. A veces hay atracos.
Ya en la sauna Carvalho se miraba los regueros de sudor que se llevaban los vinos excesivos y agrios hacia el falso suelo de listones de madera. El vapor convertía al autodidacta en un cuerpecillo difuminado y desnudo arrinconado en el escalón más alto de la sauna.
– Cuando vaya a Albacete, lo mejor es desviarse en Valencia hacia Játiva y Almansa.
Y Carvalho bajó los párpados, tal vez para decir sí, señor, tal vez simplemente porque el sudor desbordaba las cejas y le clavaba en los ojos alfileres de ácido.
– Sería más bonita una excursión hasta Manzanilla Bay.
El taxista trataba de desviarle de su propósito de aeropuerto y excursión a Tobago, pero había aprendido a interpretar los silencios de Ginés y le llevó fielmente hasta una algarabía de estación de tren, en plena desbandada civil con motivo del estallido de la tercera guerra mundial. Todos los negros e hindúes del Caribe se habían empeñado en tomar por asalto las salas de chequeo y embarque del aeropuerto de Trinidad, y para llegar al mostrador había que elegir entre empujar o ser empujado, y una vez allí, una pareja de funcionarios esquizofrénicos, con el gesto solícito y la voz crispada, ordenaban que esperases tu turno y te ponían en una misteriosa cola de fugitivos hacia Tobago. Los más impacientes eran los europeos o norteamericanos, náufragos en un mar de aborígenes resignados disfrazados de invierno caribeño, en contraste con los inevitables solitarios con audífono, imitadores de una estética de Harlem, jerseys con las mangas rotas para dejar en libertad los musculados brazos desnudos y pulseras escogidas al azar en cualquier mercadillo de la internacional de la baratija. Ginés creyó ser convocado hasta tres veces, cuando vio que las masas se lanzaban hacia el mostrador y tras el parapeto los funcionarios leían los nombres de los elegidos para el próximo vuelo.
Ninguna de las tres veces oyó su nombre y cuando consiguió llegar hasta el mostrador pasando por encima de niños, ancianos y matronas gordas, que ni siquiera protestaban ni por los empujones de Ginés, ni por las goteras que resumían la insistente lluvia, el funcionario se desconectó el audífono a cuyo son bailaba su esqueleto sentado para contestarle:
– No sé. Tal vez hoy. Tal vez mañana.
– ¿Mañana?
– No sé. Tal vez pongan un avión más grande por la tarde.
– Pero entonces tendré que quedarme a dormir en Tobago.
Se encogió de hombros su interlocutor y se volvió a calzar el audífono.
Ginés se retiró del mostrador a través de un estrecho pasillo de negrura, bajo las salpicaduras de las goteras cada vez más audaces, pensando en el poco dinero que le quedaba y en la pronta necesidad de recurrir a la tarjeta de crédito. Afuera la lluvia y gentes entregadas a la espera bajo la protección de voladizos de uralita.
Cogió otro taxi sin abandonar el alarmado cálculo de los dólares que le quedaban, y la entrada en Port Spain le pareció como nunca la entrada voluntaria en una tumba que se cerraba a sus espaldas. En las puertas del hotel sintió como una llamada, primero la creyó interior, luego dedujo que era una sirena que sonaba más allá de los edificios y tinglados del Kings Wharf. La puerta giratoria se removió para dejar paso a Gladys y el barman. Ella pasó a su lado sin decirle nada, el barman le guiñó un ojo, pero había un cierto menosprecio en su nariz fruncida. Ginés se metió en el “hall” para huir de la necesidad de entablar diálogo con la pareja, pero en cuanto les vio subir a un taxi volvió a salir, rechazó la oferta de Maracas Bay en boca de su taxista particular y atravesó la Dock Road en busca de los accesos al recinto portuario. Por encima de los tejados se veía el vuelo al ralentí de las grúas, de pronto sus caídas con el gancho hacia las bodegas y las cargas, como si trataran de evitar la posible escapatoria de la presa. Un petrolero liberiano se convirtió en un obstáculo para el horizonte de la bocana amplísima del puerto, y a punto de rebasarlo consultó otra vez el reloj de pulsera: veintiuno de enero. Y al comprobar la fecha corrió para ganar cuanto antes la libertad de ver, y allí estaba la quilla de “La Rosa de Alejandría”, secundando la maniobra de virar a babor en el inicio de la maniobra del atraque. Era como si llegara hasta él su casa, cuatro puntos cardinales propicios, una patria.
Repasó la fisonomía del barco como se repasa el cuerpo del amor después de una larga ausencia o de un inútil olvido y quedó a la espera de que se detuviera, casi a solas, sin otra compañía que los amarradores indolentes, con una colilla en los labios y el gesto lento pero preciso para el amarraje. Hacia el barco avanzaban camiones volquetes en busca de sus tesoros y a distancia aguardaban otros camiones con las cargas ofrecidas, en un preciso rito de trueque que en otras ocasiones él había contemplado desde la cubierta o desde los puentes.
Y allí imaginó a sus compañeros, Germán, Juan, Martín, el capitán Tourón, otros rostros cuyo apellido era ocioso porque el simple rostro o un gesto marcaba el reconocimiento de identidad adquirido en la solidaridad de días y días de navegación por el mar o contra el mar. La presencia de “La Rosa de Alejandría” le devolvía la evidencia y la propuesta del mar con mayor intensidad que cuando se enfrentaba a las olas a bofetadas en Maracas Bay. El mar no existiría para él si no existieran los barcos y abrió los brazos como para acoger la mole blanca ya aquietada, pero en realidad era para abrazarse a sí mismo y retener la emoción íntima. Hasta dentro de dos o tres horas no empezarían a bajar los embarcados y paseó arriba y abajo de los muelles procurando observar y no ser observado desde el barco. Las operaciones de carga y descarga se iniciaron según un ritmo que daba para un día de trabajo, y en cuanto estuviera el trabajo encauzado, Germán bajaría, porque ése era su impulso en cuanto llegaba a puerto y porque trataría de localizarle. Y lo vio, primero en el peldaño más alto de la escalera de embarque y luego bajando según un seguro trote que le hizo correr más que caminar en cuanto sus plantas llegaron al suelo del muelle.
Vaciló el oficial, consultó algo con uno de los cargadores y se fue hacia Port Spain. Ginés le siguió y le dejó que tomara el camino del Holiday Inn, para a una manzana del hotel reclamarle a gritos. Se volvió Germán y tras reconocerle esperó a que se le acercara.