– ¿Por qué no? La cena era siempre mi momento favorito del día. El mio fratello me contaba historias tan maravillosas. Lo pasaba mal cuando el mio padre decidía que necesitaba aprender ciertos talentos femeninos y me encerraba dentro. Lucca me contaba tantas historias salvajes en la cena como se le ocurrían para hacerme reir.

– ¿La encerraban con frecuencia? -La voz era bastante fundida, pero algo en su tono la hizo estremecer. Estaba claro que no le gustaba la idea de que su padre la encerrara, pero estaba perfectamente bien que lo hubiera hecho así.

– Con bastante frecuencia. Me gustaba vagar por las colinas. Padre tenía miedo de que huyera con los lobos -En realidad, lo que su padre había temido era no encontrar nunca un marido rico para su niña salvaje. Isabella apartó la idea velozmente, no sea que el don viera la tristeza fugaz en sus ojos. Su intensa mirada parecía capaz de leer cada matiz de su postura y expresión.

Don DeMarco se inclinó hacia ella y gentilmente le apartó algunas hebras de pelo de la cara. El gesto inesperado la hizo apartarse de él, y algo afilado le arañó desde la sien a la comisura del ojo. El borde del anillo de él debía haberle arañado la piel. Jadeó por el súbito dolor, alzando la mano para cubrir el daño con su palma.

Él se puso de pie tan rápidamente que su taza de té cayó al suelo, haciéndose pedazos y derramando su contenido. El charco tomó la amenazadora forma de un león.

Al instante el corazón de Isabella palpitó temerosamente, e inclinó la cabeza hacia arriba para mirar al don. Los ojos de él llameaban peligrosamente, su boca parecía cruel, cortada con una mueca, y ese curioso gruñido retumbaba en su garganta. Las cicatrices a lo largo de su mejilla se volvieron rojas y vívidas. Una vez más la extraña apariencia del león se emborronó con la cara de él haciendo que por un momento estuviera mirando a una bestia y no a un hombre.

– ¿Qué ve ahora, Signorina Vernaducci? -exigió él, una especie de furia recorría su cuerpo, llenando la habitación de peligro. Incluso el halcón en su percha agitó las alas con alarma. Los dedos de Don DeMarco se entelazaron con el pelo de la nuca de ella, manteniéndola inmóvil, reteniéndola prisionera.

Parpadeó hacia él, volviendo a enfocarle, insegura de qué había hecho para ganarse semejante reacción.

– Lo lamento, signore, si le he ofendido de algún modo. No pretendía insultar. -En realidad ni siquiera recordaba qué había dicho que hubiera podido molestarle. Los dedos de él era un apretado puño entre su pelo, aunque no había presión, solo el filo del anillo uniéndose en su piel. Permaneció muy quieta.

– No ha respondido a mi pregunta -Su voz era pura amenaza.

– Le veo a usted, signore. -Miró fijamente a sus ojos gatunos.

Don DeMarco permaneció inmóvil, su mirada fija en la de ella. Ella podía oir su propia respiración, sentía su corazón palpitar. Él dejó escapar el aliento lentamente.

– No me ha ofendido. -Sus dejos abandonaron el pelo de ella reluctantemente.

– ¿Por qué entonces está tan molesto? -preguntó ella, asombrada por su extraño comportamiento. Su piel palpitaba donde el anillo la había pinchado.

Los dedos de él se posaron alrededor de su delgada muñeca, apartándole la mano de la sien. Un delgado rastro de sangre corría hacia abajo por su cara.

– Mire lo que le he hecho con mi torpeza. La he herido, quizás le deje una cicatriz.

El alivio fluyó en ella cuando comprendio que él estaba furioso consigo mismo, no con ella, y rio suavemente.

– Es un pequeño arañazo, Don DeMarco. No puedo creer que se moleste por algo tan trivial. Me he desollado las rodillas numerosas veces. No me quedan cicatrices con facilidad -añadió, consciente de que probablemente él era sensible a causa de sus propias terribles cicatrices.

Tiró de su mano para recordarle que la soltara.

– Permítame limpiar el té y servirle otra taza.

El pulgar de él le estaba acariciando la piel sensible del interior de la muñeca mientras se erguía sobre ella. La sensación era sorprendente, pequeñas lenguas de fuego lamían su brazo hacia arriba, extediéndose sobre su piel hasta que ardío con alguna anónima necesidad que nunca había experimentado. Los ojos de él la estaban mirando con demasiada hambre.

Los dedos de Don DeMarco se cerraron posesivamente alrededor de su muñeca.

– No es usted una domestica en mi casa, Isabella. No hay necesidad de que limpie el desorden. -Se inclinó hacia ella, un lento y pausado asalto a sus sentidos.

El cuerpo de Isabella se tensó en reacción a su cercanía. Se acercó más, hasta que sus amplios hombros apagaron toda la habitación alrededor de ella. Cuando inhaló, él estaba en el aire, llenando sus pulmones. Olía salvaje. Indomable. Másculino. Sus ojos parecían devorarle la cara. No podía apartar la mirada de él, casi hipnotizada por su mirada. Cuando bajó la cabeza hacia ella, su pelo extrañamente coloreado le rozó la piel con la sensación de seda. Sintió su lengua en la sien, una húmeda caricia mientras eliminaba el rastro de sangre. El toque debería haberle resultado repulsivo, pero era la cosa más sensual imaginable.

Un golpe abrupto en la puerta hizo que él se diera la vuelta, y saltara lejos de ella con un movimiento gatuno que le llevó a media habitación de distancia, aterrizando tan ligeramente que no oyó sus pies sobre los azulejos. Había algo amenazador en la postura de sus hombros. Su pelo era una melena salvaje flotando hacia abajo por la espalda, peluda e indomable a pesar del cordón que la aseguraba. Ondearon músculos bajo su camisa. Caminó hasta la puerta y la abrió de un tirón.

Al momento Isabella sintió el oscuro hedor del mal inundando la habitación, una sombra extendiéndose como agua sucia, apestando el aire. Colocó cuidadosamente la taza de té vacía sobre la mesa, levantándose mientras lo hacía. Solo vio la cara ansiosa de Sarina mientras la sirvienta se apresuraba a entrar en la habitación. La mujer mayor estaba mirando más allá de Don DeMarco hacia el charco de té y la losa rota en el suelo.

– Mi scusi per il disturbo, signore, pero los que desean audiencia con usted están esperando. Pensé que quizás los había olvidado. -Sarina hizo una ligera reverencia, sin mirar al don. En vez de eso examinó la cara de Isabella, con expresión angustiada.

Incosncientemente Isabella se cubrió el arañazo de la sien con la palma de a mano. Incluso mientras lo hacía, se giró en un lento círculo, intentando fijar la localización exacta desde la que se estaba origiando la fría y fea sensación de maldad. Era tan real, tan fuerte, que su cuerpo empezó a estremecerse en reacción, se le quedó la boca seca, y pudo sentir el frenético palpitar de su corazón. Había algo en la habitación con ellos. Algo que aparentemente Sarina no notaba. Isabella vio al don alzar la cabeza cautelosamente, como si estuviera olisqueando el aire. Inesperadamente el halcón empezó a aletar. Isabella se dio la vuelta para mirar al pájaro.

Sarina estaba ya en la mesa, inclinada para recoger la taza rota. Isabella sintió una repentina oleada de odio en la habitación, negro y feroz. Se lanzó a sí misma hacia adelante justo cuando el ave de presa dejaba escapar un grito y se lanzaba directamente hacia la cara expuesta de Sarina. Isabella terrizó sobre la mujer mayor, conduciéndola al suelo, cubriéndola con su propio cuerpo, con las manos sobre la cara mientras el halcón golpeaba a la sirvienta con las garras extendidas.

Un rugido sacudió la habitación, un sondo terrible, inhumano, bestial. El halcón emitió un agudo graznido cuando golpeó la espalda de Isabella, arañando la fina tela del vestido y grabando largos surcos en su piel. Isabella no pudo evitar que se le escapara un grito de dolor. Podía sentir las alas del pájaro golpeando sobre ella, abanicándola. Sarina estaba sollozando, rezando en voz alta, miserablemente, sin siquiera intentar escapar del peso del cuerpo de Isabella.


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