El capitán giró la cabeza para mirarla, sus rasgos muy inmóviles, sus ojos vivos de curiosidad. Se quedó en silencio largo rato, Isabella temió que pensara que estaba loca. Se presionó una mano sobre el estómago indispuesta pero se acercó a él, con la barbilla alta.
– ¿De qué está hablando? -exigió él, un hombre al mando, un hombre decidido a cumplir con su deber y necesitado de toda la información disponible-. ¿Qué la está cazando? No entiendo.
No había forma de explicar lo que era, porque no lo sabía. Solo sabía que era real y maligno.
– Lo sentí antes cuando el halcón del don atacó a Sarina. Algo está dirigiendo los ataques. Por eso pregunté por la muerte de esa noche. Pensaba que era posible que hubiera ocurrido algo similar.
– Yo no sé nada de eso. -negó el capitán, pero miraba a su alrededor cautelosamente. Sus dedos mordieron bruscamente el brazo de Isabella, empujándola más allá de él. Su única advertencia. Él se colocó directamente delante de ella haciendo que se viera forzada a espiar alrededor de su sólida mesa. El aliento abandonó sus pulmones en una ráfaga continua.
Vio al enorme león a través de la nieve. Todo sigilo y poder, con la cabeza gacha, los hombros proyectados, sus ojos llameantes directamente enfocados en ella. El león parecía fluir sobre el suelo, acechándola en un lento movimiento. Aunque hombres y caballos la rodeaban, la miraba sola a ella, estudiándola con intención mortal.
Los caballos se encabritában y retrocedían, arrastrando a sus jinetes con ellos en todas direcciones mientras intentaban escapar. Los hombres se vieron obligados a abandonar sus monturas para protegerse a sí mismos y a Isabella. El olor a miedo era pungente. El sudor se desató en sus cuerpos, pero los hombres aguantaron inmóviles en el lugar mientras la tormenta rabiaba a su alrededor.
De repente el león explotó a una carrera mortal, su velocidad era increíble, embistiendo contra el círculo de hombres, golpeando con garras como hojas de afeitar, haciendo que corrieran por sus vidas, dejando un camino despejado hasta el Capitán Bartolmei y Sergio Drannacia, que permanecían hombro con hombro ante Isabella. La bestia saltó, cién libras de sólido músculo, yendo directamente hacia Isabella. Puro terror encontró una casa en su corazón, en su alma. Se quedó congelada, observando a la muerte ir a por ella.
Un segundo león emergió de la tormenta, una gran bestia peluda con una espesa melena dorada y negra. Más grande e incluso más musculosa, rugió un desafío mientras interceptaba al primer león, distrayéndolo de alcanzar su presa. Los dos leones se estrellaron en medio del aire, chocando con tanta fuerza que el suelo se sacudió. Al momento la lucha se convirtió en una frenética batalla de dientes y garras. Feroz e hipnotizadora, los rugidos reververaban a través del aire, atrayendo a otros leones. Ojos llameantes ardieron brillantemente a través de los copos de nieve.
Isabella estudió al segundo león atentamente. Estaba bien musculado, vigoroso, y obviamente inteligente. Podía verlo atacar una y otra vez en busca de puntos débiles donde la sangre ya marcaba al otro macho. El sonido de huesos aplastados la hizo estremecer, la horrorizó. Al final, el gran depredador retuvo al león más pequeño en sus manos, con los dientes enterrados en su garganta hasta que el animal caído quedó estrangulado.
El Capitán Bartolmei hizo una señal a Sergio.
– ¡Ahora! -Ambos saltaron hacia el león victorioso, con las espadas prestas.
– ¡No! -gritó Isabella, pasando a los dos hombres para colocar su cuerpo entre ellos y el león-. Alejáos de él.
Los hombres se detuvieron bruscamente. Cayó el silencio, dejando el mundo blanco, deslumbrante y la naturaleza contuvo el aliento. El león balanceó su gran cabeza en el morro todavía ensangrentado. Los ojos estaban fijos en ella, llameando hacia ella, de un ámbar peculiar que parecía brillar con conocimiento e inteligencia. Con pesar-. No -dijo de nuevo muy suavemente con su mirada atrapada en la del león-. Nos ha salvado.
Mientras miraba al gran felino, el viento sopló nieve alrededor de ellos, cegándola momentáneamente. Parpadeó rápidamente, intentando aclarar su visión. El viendo sopló la nieve a un lado, y se encontró mirando a unos salvajes ojos ámbar. Pero el león victorioso había desaparecido. Los ojos ámbar pertenecían a un depredador humano. Ya no estaba viendo a un leon irguiéndose sobre la bestia caída, sino a Don Nicolai DeMarco. Permanecía alto y erguido, su largo pelo soplado al viento, la nieve cayendo sobre sus amplios hombros y ropas elegantes.
El estómago de Isabella se sobresaltó, y su corazón se derritió. Parpadeó para eliminar los copos de nieve de sus pestañas. La forma alta del don se nubló y fluctuó haciendo que su largo pelo pareciera una melena dorada y flotante alrededor de su cabeza y hombros, profundizando el color del leonado al negro en la cascada que bajaba por su espalda. Las manos de él se movieron, atrayendo su atención, y tuvo la ilusión de estar viendo dos enormes zarpas. Entonces el don se movió, y el extraño y vacilante espejismo desapareció, y una vez más quedó mirando a un hombre.
Él bajó la vista al cuerpo del león derrotado, y ella vio las sombras en sus ojos. Se agachó junto al gran felino y enterró una mano enguantada entre el espeso pelaje, con la cabeza baja por un momento con pesar. Tras él había un pequeño ejército de hombres a caballo. Don DeMarco se puso en pie e indicó a los jinetes que atraparan los caballos a la fuga.
Caminó directamente hacia Isabella y le tomó las manos entre las suyas.
– ¿Estás herida, mi señora? -preguntó suavemente, gentilmente, sus ojos ámbar capturando los de ella, manteniéndola prisionera, haciendo que alas de mariposa revolotearon profundamente en su interior.
Silenciosamente Isabella sacudió la cabeza mientras bajaba la mirada a su mano en la palma de él, casi temiendo que vería una gran zarpa. Los dedos de él se cerraron alrededor de los suyos, y tiró de ella hacia la calidez de su cuerpo. El cuerpo de ella estaba temblando en reacción, y por mucho que lo intentaba, no podía contenerse. Don DeMarco se quitó su capa y se la colocó alrededor de los hombros, envolviéndola en la calidez de su cuerpo. Él retrocedió hacia la línea de hombres, y su caballo respondió a la silenciosa señal, trotando instantáneamente hacia él.
Sus manos se extendieron a lo largo de la cintura de ella y la levantaron fácilmente hasta la silla.
– ¿Qué ha ocurrido aquí, Rolando? -preguntó, y ese extraño gruñido retumbó, una clara amenaza, profundo en su garganta.
Isabella se estremeció y se acurrucó más profundamente en la pesada capa. No era sorprendente que el don pareciera ocasionalmente un león, con su largo pelo y peluda capa. Estaba echa de la gruesa piel de un león. La montura del don olía a las bestias a su alrededor, pero se mantenía firme, ni en lo más mínimo nerviosa. Isabella se preguntó si estaba acostumbrada a la fragancia salvaje a causa de su capa.
– El paso estaba guardado, Don DeMarco -explicó el capitán. Miró más allá del don, sin encontrar su mirada-. Dimos la vuelta, y este nos atacó. Un renegado, sin duda. -Señaló al león sin vida y en a nieve empapada de sangre-. En la nieve cegadora, podríamos haber cometido un terrible error, Nicolai.
Isabella no tenía ni idea de qué quería decir, pero la voz de capitan temblaba de emoción.
Nicolai DeMarco se balanceó con facilidad volviendo a montar a caballo, colocando a Isabella cerca de su pecho, sus brazos deslizándose alrededor de ella mientras aferraba las riendas.
– ¿Tan terrible habría sido, amigo mío? -Giró al animal de vuelta hacia el castello, obviamente sin desear respuesta. Isabella cambió de posición entre sus brazos, un movimiento inquieto que atrajo su cuerpo justo contra el de él.