Isabella envolvió las manos alrededor de la calidez de su propia taza de té. Estaba temblando de nuevo. Ella había sentido la presencia de algo malvado en el castello, aunque esta era simplemente una aterradora historia para niños.

– Eso no suena muy diferente de lo de ahora. Nuestras tierras nos fueron robadas bajo nuestras narices. No se puede confiar en nadie, Sarina, no cuando el poder está envuelto.

Sarina asintió en acuerdo.

– Esa verdad no es diferente… ni hace cien años, ni ahora. Había un susurro de conspiración, de maldad. La magia era utilizada para otras cosas aparte del bien. Los cultivos se malograban regularmente, y una casa tenía comida mientras otra no. Donde antes habrían compartido, ahora cada una intentaba retener sus tesoros en sus propias manos.

Sarina tomó un sorbo de su té. El viento aullaba fuera de las paredes del palazzo, sacudiendo ruidosamente las ventanas haciendo que las ventanas de cristales tintados parecieran moverse bajo la acometida. Fuera, apesar de la hora temprana, las sombras se alargaban y crecían. Se alzó un gemido bajo, y las ramas de los árboles ondearon salvajemente y rasparon contra las gruesas paredes de mármol en protesta. Sarina miró hacia afuera a través los cristales de colores y suspiró.

– A este lugar no le gusta que se hable de los viejos días. Creo que restos de esa magia ancestral permanecen. -rio nerviosamente-. Agradezco que aún no sea de noche. Ocurren cosas en este lugar por la noche, Signorina Isabella. Nos reímos de los viejos días y decimos que son historias para asustar a los niños y entretenernos, pero, en realidad, ocurren cosas raras en este lugar, y, a veces, las paredes parecen tener oidos.

Isabella colocó inmediamente su mano sobre la del ama de llaves en un gesto que pretendía reconfortar.

– No puedes estar realmente asustada, Sarina. Esta habitación está protegida por ángeles -rio suavemente, tranquilizadoramente-. Y mis guardias. -Señaló a los leones de piedra sentados en el hogar-. Son muy amigables. Nunca permitirían que hubiera nada en esta habitación que no debiera estar aquí.

Sarina forzó una sonrisa en respuesta.

– Debe usted pensar que soy vieja y estúpida.

Isabella se tomó su tiempo estudiando la cara del ama de llaves. Estaba tallada pero daba la impresión de ser por la edad en vez de por preocupación. Pero profundamente en los ojos de Sarina estaba ese atisbo de desesperación que Isabella había percivido en Betto y en unos pocos de los otros sirvientes del palazzo.

El miedo arañó hacia Isabella, arremolinándose profundo en su estómago, una sutil advertencia. No era solo su salvaje imaginación y las consecuencias de enfrentar a bestias salvajes. Había algo más en el castello, un temor soterrado que toda la gente parecía compartir. Pero quizás era la historia que Sarina le estaba contando con el viento azotando las ventanas y la nieve cayendo implacablemente, atrapándolos puertas adentro.

– Ni vieja ni estúpida, Sarina -corrigió Isabella suavemente-, pero un poco extraña. No podría pedir más cortesía de la que me has mostrado. Es gratamente apreciada, y si me dices que esta historia te molesta, no es necesario contarla. Creía que sería interesante e inofensiva, una forma de pasar el tiempo y apartar mi mente de la preocupación por don DeMarco solo en la tormenta, si esto te incomoda, podemos hablar de otras cosas.

Sarina quedó en silencio un momento. Después sacudió la cabeza.

– No, es solo que nunca me han gustado las tormentas. Parecen tan feroces cuando se mueven a través de las montañas. Incluso cuando era una jovencita me volvían caprichosa. No hay necesidad de preocuparse por Don DeMarco. Él es bien capaz de cuidar de sí mismo. Pero es bueno que se preocupe por él -Antes de que Isabella pudiera protestar, Sarina retomó apresuradamente la historia-. ¿Dónde estábamos?

Isabella le sonrió.

– No habíamos llegado aún a los leones -Intentó una mirada inocente pero fracasó miserablemente.

– Está obsesionada con los leones -regañó Sarina-. La magia se había retorcido a algo oscuro y feo. Los maridos sospechaban de infidelidades de las esposas. La pena por tal pecado era la decapitación. Los celos se volvieron peligrosos. El valle se convirtió en un lugar de oscuridad. Las tormentas devastaban las montañas. Las bestias se llevaban a los niños pequeños. Algunos empezaron a sacrificar animales y a adorar cosas que es mejor dejar en paz. Los años continuaron pasando, y los sacrificios empeoraron. Se robaban niños de las casas y se sacrificaban a los demonios. Nadie sabía quién era el responsable, y cada casa miraba a otra con terrible sospecha.

El viento bajó rápidamente por la chimenea con un gemido de risa. Llamas anaranjadas llamearon y saltaron alto, tomando la forma de bestias de melenas peludas con las bocas abiertas y ojos resplandecientes. Sarina saltó, girándose para mirar ante el destello de formas feroces que bajaron visiblemente.

Isabella miró hacia la chimenea durante un largo momento, observando las llamas salvajes volver a morir. Bastante tranquilamente persistió.

– Qué bárbaro. ¿Es cierto? Sé que hubo gente que hizo semejantes cosas en algunos lugares.

– De acuerdo con las viejas historias, así fue. ¿Quién puede decir qué es cierto y qué leyenda? -La mirada de Sarina se desviaba hacia el fuego con frecuencia, pero las llamas eran pequeñas, y ardían alegremente, llenando la habitación con una calidez muy necesaria-. La historia ha pasado de mano en mano durante cientos de años. Muchas cosas han sido añadidas. Nadie sabe si hay alguna verdad en ellas. Se dice que el mismo clima podía ser controlado, que tales poderes eran de conocimiento común. ¿Quién sabe?

Isabella estaba observando atentamente al ama de llaves. Sarina ciertamente creía la historia de magia retorcida, de una religión, una forma de vida, corrompida por algo oscuro y maligno.

– Llegó un momento en el que las creencias cristianas empezaron a extenderse. En ese momento, el don de la casa DeMarco se llamaba Alexander. Estaba casado con una mujer hermosa, una muy poderosa en los caminos de la magia. Se la consideraba una auténtica hechicera. Había muchos celos de sus poderes por parte de las otras casas, y muchos celos por su belleza. Aún así, ella encontró a alguien que le hablara de esta nueva creencia, y escuchó. Y la mujer de Don DeMarco se convirtió en una cristiana.

Sarina pareció respirar la palabra en el cuatro, y, fuera de las ventanas, el viento aullador se inmovilizó, dejando un silencio espectante.

– Ella se volvió muy popular entre la gente, ya que continuamente cuidaba de los enfermos y trabajaban incansablemente para alimentar a los necesitados… no solo a los de su propia casa sino también a la gente de las otras dos. Cuanta más gente la amaba y seguía, más celosas se volvían las otras esposas.

– Las esposas de los otros don, Drannacia y Bartolmei, conspiraron para librarse de ella. Sophia DeMarco era su nombre. Empezaron a chismorear sobre ella y a quejarse a sus maridos de que la habían visto con otros hombres, que flirteaba por el campo con los soldados, formicando y llevando a cabo rituales secretos de sacrificio. En realidad nadie sabía mucho sobre la Cristiandad, así que no fue dificil asustar a la gente. Estaban dispuestos a creer lo peor, y los susurros y acusaciones llegaron finalmente a su marido. Fueron Don Bartolmei y Don Drannacia quienes finalmente acusaron a Sophia de infidelidad y sacrificios humanos.

Isabella jadeó.

– ¡Qué horrendo! ¿Por qué harían eso?

– Sus mujeres les convencieron, susurrando continuamente que estaban haciendo un favor a Don DeMarco, que ayudaría a sanar la brecha entre las casas si tenían el coraje de decir al poderoso hombre simplemente lo que su esposa infiel estaba haciendo. Dijeron que ella le estaba haciendo quedar como un tonto y llegaron incluso a acusarla de planear la muerte de Don DeMarco. Las dos mujeres celosas pagaron a varios soldados para que confesaran haberse acostado con ella. Los don la creyeron culpable y acudieron a Alexander.


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