– Sabes que no. -Frotó con la nariz un camino hacia arriba por su barbilla hacia la cominura de su boca-. ¿Siempre es así? -El pelo de él le rozaba la piel sensible, y profundamente en su interior, sus músculos reaccionaron contrayéndose de nuevo, enviando otra explosión de placer a recorrerla. El alivio la barrio. Estaba segura de poder encontrar una forma de ser más fuertes que la maldición. Por supuesto, era innato en Nicolai creer en la maldición, creer que un día mataría a la mujer que amaba, y ella temía que él fuera derrotado antes de que lo intentaran incluso.

– Lo viste, ¿verdad? -Su mano se movió sobre la cadera de ella y volvió con una pequeña mancha de sangre-. Me viste como el león.

– No, Nicolai, no lo vi. Te vi a ti, solo a ti – Le mantuvo cerca, sus pechos latiendo frenéticamente juntos. Necesitando consuelo, él tendió la cabeza sobre sus pechos mientras los dedos de ella le retorcían el pelo.

– Pero sentiste al león, Isabella -dijo tristemente-. Sé que lo hiciste. Se que lo oiste. -Su pezón era demasiada tentación, y lo tomó en su boca, su lengua jugueteó y acarició. De nuevo se vio recompensado cuando el cuerpo de ella se estremeció de placer, apretando y tensando a su alrededor. La besó en el pecho y se tendió tranquilamente, permitiendo que la paz, la tranquilidad de ella, se vertiera en su mente para poder pensar con claridad.

– Nada de eso importa, solo que estamos juntos -respondió ella suavemente.

Nicolai alzó la cabeza y la miró fijamente a la cara.

– No voy a casarme contigo -sus ojos brillaban hacia ella, y su pelo caía sobre los pechos sensibilizados, jugueteando con sus pezones hasta convertirlos en duros picos.

Se estremeció bajo él. Él yacía sobre su cuerpo desnudo, su cuerpo desnudo cubría el de ella, entrelazado con el de ella, sus brazos la sujetaban. Yacían juntos como marido y mujer, pero él elegía ese momento para anunciar que una vez más había cambiado de opinión. Isabella intentó no pensar que era culpa de su inexperiencia, del hecho de haber entregado su inocencia sin matrimonio.

– Por favor sal de mí -dijo cortésmente cuando lo que quería era abofetear su hermosa cara. Que todavía pudiera encontrarle guapo inflamó su genio aún más.

– Lo siento. ¿Soy demasiado pesado? -Cambió su peso inmediatamente, con un brazo todavía rodeándole la cintura y una pierna cruzada casualmente sobre sus muslos. El aliento de él era cálido contra su pecho-. No sé por qué no pensé en ello antes.

– Pensaste en ello antes -señaló Isabella secamente, y le empujó-. Debo levantarme. Sarina se preguntará donde estoy. Confio en que la inspección de mi cuerpo cuente con tu aprobación.

– Isabella -se sentó-. ¿Qué pasa? -Se frotó el puente de la nariz, confundido por su reacción-. Serás mi amante -la tranquilizó-. Nunca te dejaré. Enviaré a por otra novia si debo, pero tú te quedarás aquí y vivirás conmigo.

Su barbilla se alzó una fracción. Rodó lejos de él, se sentó al otro lado de la cama, e inspeccionó las sábanas manchadas, evidencia de su inocencia perdida, su temperamento se alzó haciendo que tuviera que luchar por controlarse.

– Supongo que me lo merezco, Signor DeMarco, y, por supuesto, sus deseos son órdenes para mí. ¿Tendría la decencia de salir de mí ahora por favor? – Enviará a por otra novia. Se atrevía a decirle eso mientras su cuerpo estaba todavía latiendo a causa de su invasión.

– Isabella, es el único modo de sortear la maldición. ¿No lo ves? -Extendió el brazo hacia ella, pero ella salió de la cama y avanzó lentamente hacia su bata, con sus oscuros ojos tormentosos.

– Don DeMarco, le pido que salga de mi habitación. He acordado servirle en cualquier cosa que me requiera a cambio de la vida de Lucca. Si desea que sea su amante, así será. Pero le pido que salga de mi habitación antes de olvidarme de mí misma y tirarle algo bastante grande a la cabeza. -Se sentía orgullosa de haberselas arreglado para mantener la voz tranquila.

– Estás enfadada conmigo.

– ¡Que listo por tu parte suponerlo. ¡Sal! -Pronunció las palabras cuidadosamente por si él fuera minusválido de algún modo. Quizás era eso lo que le ocurría los hombres después de yacer con una mujer. Quizás perdían el sentido y se convertían en perfectos imbéciles.

– Te estoy protegiendo, Isabella. -señaló razonablemente mientras tiraba de sus ropas-. Debes verlo. No tenemos otra elección.

– Le he pedido amablemente que salga de mi dormitorio -Isabella asumió su tono más orgulloso-. A menos que no tenga derechos en nuestra siempre cambiante relación, creo que la privacidad es poca cosa que pedir.

– Tienes que ver que tengo razón en esto -dijo Nicolai, exasperado con ella-. Dio, Isabella, podría haberte matado. Y si te conviertes en mi esposa, un día lo haré.

– Ah, si, de nuevo esa excusa. Un simple pinchazo se parece mucho a la puñalada de una daga. Creo que lo que me han apuñalado es el corazón.

Él tomó un profundo aliento y sacudió la cabeza.

– Tuvimos suerte esta vez. Lo sentí tomarme. Casi no pude controlar a la bestia, con mis emociones tan intensas, no me arriesgaré a casarme contigo y dejar que la bestia te tome, ni siquiera para apaciguar tus sentimientos heridos. La decencia no significa nada frente a la posibilidad de perderte.

– La decencia significa mucho para el mio fratello, signore, y para mi buen nombre. Soy una Vernaducci, y nosotros, al menos, no nos retractamos de nuestra palabra. -Le miró por encima de la nariz, en cada gramo la hija de su padre. Caminó hasta la puerta y la abrió de un tirón, ignorando el hecho de que estaba desnuda.- Salga de mi habitación de inmediato.

– ¡Isabella! -Horrorizado, él cogió su ropa con una mano, sus botas con la otra y se apresuró a la entrada del pasadizo secreto.

Ignorándole, Isabella tiró tranquilamente de la campanilla para convocar a un sirviente. Tercamente se negó a volver la mirada hacia Nicolai mientras él escapaba al interior del pasadizo. Miró resueltamente fuera de la puerta de su dormitorio, esperando a que su llamada fuera respondida.

Alberita llegó, sin aliento. Hizo una reverencia tres veces.

– ¿Signorina?

– Por favor dile a Sarina que la necesito inmediatamente. Y, Alberita, no hay necesidad de más reverencias.

– Si, signorina -dijo la doncella, haciendo repetidas reverencias. Se dio la vuelta y corrió vestíbulo abajo a una velocidad vertiginosa.

Isabella no se movió, de pie junto a la puerta esperando, su pie desnudo golpeaba el suelo a un ritmo impaciente, de genio, de mortificación. Sarina se apresuró hacia ella, e Isabella la cogió de la mano y la arrastró a su dormitorio. Cerró la puerta firmemente y se apoyó contra ella. Los tremblores estaban empezando profundamente en su interior, extendiéndose a través de su cuerpo.

Sarina miró de su cara pálida a la cama desarreglada, las sábanas manchadas. Volvió a mirar a Isabella.

– Debo librarme de la evidencia inmediatamente.

– No hay necesidad -Isabella ondeó una mano y trabajó por mantener su voz incluso, pero esta se tambaleaba alarmantemente-. Ya no soy su prometida. Me ha informado de que soy su amante, y enviará a buscar otra novia -Para su horror, su voz se rompió completamente, y se le escapó un sollozo.

Sarina estaba atónita.

– Eso no puede ser. Tú eres la elegida. Los leones saben. Ellos siempre saben. Isabella… -empezó, su mirada se desvió de vuelta a las sábanas manchadas.

Isabella se cubrió la cara, avergonzada de llorar en presencia de un sirviente, pero nada detendría el flujo de lágrimas. Se consoló con el conocimiento de que la finca DeMarco era difirente, los sirvientes mayores eran tratados como familia.

Sarina fue hacia ella inmediatamente, tragándose cualquier sermón y rodeando a la joven con los brazos, con expresión compasiva. Isabella posó la cabeza en el hombro de Sarina, aferrándose a ella.


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