Nos quedamos en una pasarela mirando hacia abajo, al suelo de cemento del silo. Sólo una estrecha barandilla a la altura de la cintura me separaba de una desagradable caída sobre las cintas transportadoras de allá abajo. Si me caía, tendrían que cambiar el cartel colocado en la puerta de entrada: 9.640 horas de trabajo sin un accidente.
Pete Margolis estaba a mi derecha. Me agarraba el brazo y gesticulaba con la mano libre. Yo asentía. Se inclinó sobre mi oreja derecha.
– Por aquí entra -vociferó-. Traen los furgones hasta aquí y los vuelcan. Luego todo pasa a las cintas transportadoras.
Asentí. Una serie de cintas eran las responsables de la mayor parte del ruido estremecedor, pero la grúa que levantaba los furgones a noventa pies de alto como si fueran juguetes contribuía también lo suyo al estrépito. Las cintas transportaban el grano de las torres donde los furgones lo volcaban en rampas que lo vertían en las bodegas de los barcos amarrados fuera. Gran cantidad de polvo de grano se escapaba en el proceso. La mayoría de los hombres del piso de abajo llevaban máscaras, pero muy pocos parecían llevar algún tipo de protección para los oídos.
– ¿Trigo? -chillé en la oreja de Margolis.
– Cebada. Unas treinta y cinco medidas la tonelada.
Le gritó algo a Phillips y salimos afuera, a un estrecho pasillo que bordeaba el agua. Di un respingo al sentir el frío aire de abril y dejé que mis oídos se acostumbrasen al relativo silencio.
A nuestro lado se encontraba un viejo barco sucio atado al muelle con una serie de cables. Sobresalía por encima de su línea de flotación normal, donde la pintura negra del casco daba paso bruscamente a un descascarillado color verdoso. En el muelle, varios hombres con casco y monos sucios guiaban tres enormes rampas de grano con cuerdas, llenando las bodegas a través de unas doce o catorce aberturas en el muelle. Junto a cada abertura yacía su tapadera; «escotillas», me dijo Phillips. Una masa de cuerdas enrolladas descansaba junto al extremo trasero, nuestro extremo, donde se encontraba la cabina. Me sentí ligeramente mareada. Yo he crecido en la zona sur de Chicago, donde las fábricas de acero salpican el lago, así que he visto montones de cargueros de los Grandes Lagos de cerca, pero siempre tengo el mismo sentimiento: el estómago encogido y escalofríos por la columna. Algo que tiene que ver con el casco abriéndose paso invisible por las negras aguas.
Un viento helado soplaba alrededor del lago. El agua estaba allí demasiado resguardada para formar olas, pero el polvo de grano volaba hasta nosotros mezclado con envoltorios de cigarrillos y bolsas de patatas fritas. Tosí y volví la cabeza hacia otro lado.
– Su primo se encontraba en la popa -seguí la dirección que señalaba el dedo de Phillips-. Incluso aunque alguien se hubiese asomado, no habría podido verle desde aquí.
Yo lo intenté, pero la esquina del silo interrumpía la visión más allá de la cabina del barco.
– ¿Y qué pasa con toda la gente de cubierta? Y hay un par de personas ahí, en tierra.
Phillips se tragó una sonrisa de superioridad.
– El O. R. Daley está en este momento amarrado y cargando. Cuando un barco está desamarrando, toda la gente del silo se ha ido ya y cada uno de los que trabajan en el barco tiene su tarea que realizar. No prestarían mucha atención a un tipo que estuviese en el muelle.
– Alguien tiene que haberle visto -dije obstinada-. ¿Qué le parece, señor Margolis? ¿Le importa que hable con los hombres del silo?
Margolis se encogió de hombros.
– Todo el mundo apreciaba a su primo, señorita Warshawski. Si hubiesen visto algo, ya lo habrían dicho… Pero si usted cree que puede serle de alguna utilidad, a mí no me importa. Hacen una pausa para comer en dos turnos que empieza dentro de veinticinco minutos.
Paseé la mirada por el muelle.
– Quizá pudiera indicarme exactamente el lugar desde el que cayó mi primo.
– No lo sabemos en realidad -contestó Phillips, con su profunda voz intentando esconder la impaciencia-. Pero si le va a hacer sentirse mejor… Pete, quizá pueda usted llevar a la señorita Warshawski abajo.
Margolis miró hacia el silo, dudó y luego aceptó de mala gana.
– Este no es el barco que estaba aquí, ¿verdad?
– No, claro que no -dijo Phillips.
– ¿Sabe cuál era?
– No hay modo de saberlo -dijo Phillips, en el mismo momento en que Margolis decía:
El Bertha Krupnik.
– Bueno, puede que tenga razón -Phillips lanzó una sonrisa tensa-. Olvidaba que Pete conocía los detalles diarios de aquella operación al dedillo.
– Ya. Tenía que haber sido el Lucelia Wieser. Tuvo aquel accidente… agua en las bodegas, o algo así; y mandaron tres bañeras viejas para llevarse su carga. El Bertha Krupnik fue el último. El piloto es un viejo amigo mío. Vaya disgusto se llevó cuando se enteró de lo de Boom Boom… su primo, quiero decir. Es un aficionado al hockey.
– ¿Dónde está ahora el Bertha Krupnik?
Margolis sacudió la cabeza.
– Es imposible saberlo. Es uno de los de Grafalk. Puede preguntarles a ellos. El expedidor se lo podrá decir -dudó un momento-. Puede que quiera hablar con los del Lucelia. Estaba amarrado allí -señaló más allá del viejo barco amarrado a nuestros pies hacia otro muelle que estaba a unas doscientas yardas-. Lo quitaron de en medio mientras le limpiaban las bodegas. Fue ayer o anteayer -sacudió la cabeza-. Pero no creo que nadie pueda decirle nada. Ya sabe cómo es la gente. Si hubiesen visto caer a su primo, lo hubieran dicho en seguida.
A menos que se sintiesen culpables por no haber hecho nada.
– ¿Dónde están las oficinas de Grafalk?
– ¿De verdad quiere ir allí, señorita Warshawski? -preguntó Phillips-. No es la clase de lugar al que pueda usted ir sin credenciales o alguna justificación.
– Tengo una credencial. -Rebusqué en la cartera mi licencia de investigador privado-. He hecho un montón de preguntas a un montón de gente gracias a esto.
Su expresión pétrea no cambió, pero se puso rojo hasta las raíces de su pálido pelo rubio.
– Creo que debería ir con usted y presentarle a la persona adecuada.
– ¿Quiere acompañarla también al Lucelia, Phillips? -preguntó Margolis.
– No especialmente. Ya voy retrasado. Tendré que volver a su oficina, Pete, y llamar a Rodríguez desde allí.
– Mire, señor Phillips -interrumpí-, puedo cuidarme sola. No necesito que modifique usted sus planes de trabajo para pasearme.
Me aseguró que no era ningún problema, que de verdad quería hacerlo si yo creía que sería de alguna utilidad. Se me ocurrió que podía preocuparle que yo encontrase a algún testigo de que la Compañía Eudora había sido negligente. En cualquier caso, podía facilitar mi entrada en Grafalk, así que no me importó que se viniese.
Mientras él volvía al silo para telefonear, Margolis me condujo por una estrecha escalera de hierro hasta el muelle de abajo. De cerca, el barco parecía aún más sucio. Pesados cables se tendían desde la cubierta y lo amarraban a los grandes pivotes que emergían del cemento. Al igual que el barco, los cables eran viejos, gastados y nada limpios. Mientras Margolis me conducía junto a la parte trasera del O. R. Daley, me di cuenta de lo levantada que estaba la pintura por debajo de la línea de flotación. El nombre «O. R. Daley. Grafalk Steamship Line. Chicago» aparecía pintado con letras descascarilladas blancas cerca de la popa.
– Su primo debía estar aquí. -El cemento acababa, sustituido por tablones descoloridos de madera-. El día estaba muy húmedo. Teníamos que dejar de cargar cada varias horas, cubrir las escotillas y esperar a que dejase de llover. Un trabajo pesado. En cualquier caso, la madera así, vieja de verdad, ya sabe, se pone muy resbaladiza cuando se moja. Si Boom Boom, quiero decir su primo, se inclinó hacia delante para ver algo, puede haberse escurrido y caído. Tenía la pierna enferma.