– Hola, Duff -hablaba al teléfono-. ¿Azufre de Buffalo? Tres ochenta y ocho la tonelada, recogida el seis, entrega en Chicago el ocho. Eso. -Colgó-. ¿Cuál es el tema, Clayton? ¿Quiere demandarnos?
Phillips estaba tan alejado del escritorio como le era posible en la atestada habitación. Se hallaba muy tieso, como para sentirse tanto física como psicológicamente remoto. Se encogió de hombros.
– David ha mostrado cierto interés.
– ¿Qué pasa con Niels?
– No lo he hablado con él.
Puse las manos en la masa de papeles y me incliné sobre el escritorio mientras el teléfono sonaba de nuevo.
– Aquí MacKelvy… Qué hay, Gumboldt, espera un momento, ¿quieres?
– Señor MacKelvy, no soy una viuda histérica intentando sacar provecho financiero de la fuente más fácil. Estoy intentando encontrar a alguien que pueda haber visto a mi primo en los últimos minutos de su vida. Estamos hablando de un muelle abierto a las diez de la mañana. No puedo creer que no hubiera alma viviente para verle. Quiero hablar con la tripulación del Bertha para asegurarme.
– ¿Sí, Gum? Si… sí… ¿En Toledo el dieciséis? ¿Qué tal el diecisiete? No puedo hacer nada, tío. ¿La noche del dieciséis? ¿Y a las dos o las tres de la mañana?… Vale, tío, otra vez será -sacudió la cabeza preocupado-. El negocio está podrido. La caída del acero nos mata y también los barcos de mil pies. Gracias a Dios que Eudora sigue trabajando con nosotros.
Las constantes interrupciones me estaban poniendo los nervios de punta.
– Estoy segura que puedo encontrar al Bertha Krupnik, señor MacKelvy. Soy investigadora privada y estoy acostumbrada a encontrar cosas. Un barco en activo en los Grandes Lagos no puede ser tan difícil de localizar. No hago más que pedirle que me facilite las cosas.
MacKelvy se encogió de hombros.
– Tendré que hablar con Niels. Vuelve aquí a comer, señorita… ¿cómo ha dicho?… y lo comprobaré con él entonces. Vuelva por aquí hacia las dos. ¿Vale, Clayton?
El teléfono volvió a sonar.
– ¿Quién es Niels? -pregunté a Phillips cuando salíamos de la oficina.
– Niels Grafalk. Es el propietario de Grafalk Steamship.
– ¿Quiere llevarme de vuelta a su oficina? Podré coger allí mi coche y dejarle a usted con sus reuniones.
Sus ojos pálidos se dirigían a todos los lados del vestíbulo, como si estuviera buscando a alguien o intentase conseguir ayuda de alguna parte.
– Eh… claro.
Estábamos en la oficina de la entrada y Phillips decía adiós a la recepcionista, cuando oímos un ruido tremendo. Sentí un estremecimiento a través del cemento del suelo y luego el ruido de cristales rotos y metal chimando. La recepcionista saltó de su silla, sobresaltada.
– ¿Qué ha sido eso?
Un par de personas que venían del interior del edificio entraron en la recepción.
– ¿Un terremoto?
– Suena como un choque de coches.
– ¿Ha afectado al edificio?
– ¿Se está cayendo el edificio?
Fui a la puerta de entrada. ¿Un choque de automóviles? Puede ser, pero debía ser un coche enorme. ¿Puede que fuera uno de esos trailers que estaban cargando?
En el exterior se estaba reuniendo un gran gentío. Una sirena en la distancia se oía cada vez más alta. Y en el extremo norte del embarcadero se veía un carguero con el morro encajado en el costado del muelle. Grandes trozos de cemento se habían partido ante él como un separador metálico de la carretera ante un coche a toda velocidad. Fragmentos de cristal roto caían de los costados del barco mientras yo me acercaba con la multitud a mirar. Una elevada grúa que estaba en el extremo del muelle giró y cayó lentamente, plegándose sobre sí misma como un cisne moribundo.
Dos coches de policía, con las luces azules centelleando, frenaron chirriando tan cerca del desastre como les fue posible. Salté a un lado para evitar a una ambulancia que aullaba tras de mí. La multitud que tenía delante se abrió para dejarla pasar. Yo la seguí rápidamente y me acerqué a la catástrofe.
Una grúa y un par de carretillas elevadoras habían estado esperando junto al malecón. Las tres estaban completamente aplastadas por el carguero. La policía ayudó al conductor de la ambulancia a sacar al conductor de una de las carretillas entre el amasijo de hierros. Una visión desagradable. La multitud -estibadores, conductores, tripulación- miraba ávidamente.
Me volví y encontré a un hombre con un mono blanco sucio que me observaba. Tenía la cara quemada por el sol de un rojo amarronado oscuro y los ojos de un brillante azul profundo.
– ¿Qué ocurrió? -pregunté.
Se encogió de hombros.
– El barco arremetió contra el malecón. Me imagino que lo debían estar dirigiendo desde la sala de máquinas y alguien lo puso todo a proa en lugar de todo a popa.
– Perdone, soy una extraña aquí. ¿Me lo traduce?
– ¿Sabe algo de cómo se conduce un barco?
Sacudí la cabeza.
– Oh. Bueno, es difícil de explicar sin mostrarle los controles. Pero básicamente tiene usted dos palancas, una para cada dirección. Si está usted fuera, en el mar, utiliza el timón para dirigir. Pero si está junto al muelle, usa las palancas. Poniendo una todo a proa y la otra todo a popa, o sea, hacia atrás, irá usted hacia la derecha o hacia la izquierda, depende de cuál mueva y hacia dónde. Poner las dos todo a popa es como meter la marcha atrás en un coche. Disminuye la velocidad del barco y le acerca suavemente hasta el muelle. Parece como si algún pobre bastardo hubiera puesto la palanca en todo a proa en lugar de todo a popa.
– Ya veo. Parece mentira que una tontería así pueda causar un desastre semejante.
– Bueno, si usted fuese conduciendo su coche hacia el muelle, suponiendo que pudiese ir por el agua, se aplastaría y las paredes de cemento se reirían de usted. Pero su coche… ¿cuál tiene?, ¿pesa una tonelada y tiene un centenar de caballos? Este chisme tiene doce mil caballos y pesa unas diez mil toneladas. Hicieron el equivalente a pisarle el acelerador y este es el resultado.
Alguien había colocado una escalerilla en la parte delantera del barco. Un par de miembros de la tripulación, bastante conmocionados, bajaron hasta el muelle. Sentí una mano en el hombro y me volví de un salto. Un hombre alto con la cara quemada por el sol y una magnífica mata de pelo blanco me empujó y pasó a mi lado.
– Perdón. Abran paso, por favor.
La policía, que mantenía a todo el mundo alejado de las carretillas elevadoras y la escalera, dejó pasar al hombre de pelo blanco sin hacer preguntas.
– ¿Quién es ése? -pregunté a mi recién conocido informador-. Parece un vikingo.
– Es un vikingo. Es Niels Grafalk. Es el dueño de ese triste montón de chatarra… ¡Pobre diablo!
Niels Grafalk. No pensé que el momento no era el más oportuno para trepar por la escalerilla detrás de él en busca del Bertha Krupnik. A menos que…
– ¿Es ése el Bertha KrupniÜ
– No -me contestó mi amigo-. Es el Leif Ericsson. ¿Tiene un interés especial por el Berthcü
– Sí, intento averiguar dónde está. No consigo que MacKelvy, ¿lo conoce?, me suelte la información sin el consentimiento de Grafalk. Usted no lo sabrá, ¿verdad?
Cuando mi amigo quiso saber la razón, sentí el impulso de callarme y marcharme a casa. No se me ocurría nada más estúpido que mi obsesión por Boom Boom y su accidente. Era obvio que, a juzgar por el gentío que se estaba reuniendo allí, el desastre había traído un montón de gente al escenario de la catástrofe. Margolis tenía razón: si los hombres del silo hubiesen sabido algo acerca de la muerte de Boom Boom, habrían hablado de ello. Debía ser ya hora de volver a Chicago a entregar unas cuantas citaciones a sus reticentes receptores.
Mi compañero observó mis dudas.
– Mire, es hora de comer. ¿Por qué no me deja invitarla a la Salle de la Mer? Es el club privado para los funcionarios y propietarios de por aquí. Sólo tengo que quitarme este mono y coger la chaqueta.