Los cinco policías y yo nos hacinamos en el cacharro y salimos a toda velocidad, conducidos por un chófer vestido de policía, negro como el carbón. Estoy aniquilado y no protesto; trato de mantenerme digno. No hay por qué pedir compasión ni perdón. Sé hombre y piensa que nunca debes perder la esperanza. Todo eso pasa rápidamente por mi cabeza. Y cuando bajo del coche, estoy tan decidido a parecer un hombre y no una piltrafa y lo consigo de tal modo que la primera frase del oficial que me examina es para decir:

– Ese francés tiene temple, no parece afectarle mucho estar en nuestras manos.

Entro en su despacho. Me quito el sombrero y, sin que me lo digan, me siento, con mi hatillo entre los pies.

– ¿Sabes hablar español?

– No.

– Llame al zapatero.

Unos instantes después, llega un hombrecillo con mandil azul y un martillo de zapatero en la mano.

– Tú eres el francés que se evadió de Río Hacha hace un año, ¿verdad?

– No.

– Mientes.

– No miento. No soy el francés que se evadió de Río Hacha hace un año.

– Quitadle las esposas. Quítate la chaqueta y la camisa.

Toma un papel y mira. Todos los tatuajes están anotados.

– Te falta el pulgar de la mano derecha. Sí. Entonces, eres tú.

– No, no soy yo, pues no me fui hace un año. Me fui hace siete meses.

– Da lo mismo.

– Para ti, sí, pero no para mí.

– Ya veo: eres el matador modelo. No importa ser francés o colombiano, todos los matadores son iguales: indomables. Yo sólo soy el segundo comandante de esta prisión. No sé qué van a hacer contigo. Por el momento, te pondré con tus antiguos compañeros.

– ¿Qué compañeros?

– Los franceses que trajiste a Colombia.

Sigo a los policías que me conducen a un calabozo cuyas rejas dan al patio. Encuentro a mis cinco camaradas. Nos abrazamos.

– Te creíamos a salvo, amigo -dice Clousiot.

Maturette llora como el chiquillo que es. Los otros tres también están consternados. Verles de nuevo me infunde ánimos.

– Cuéntanos-me dicen.

– Más tarde. ¿Y vosotros?

– Nosotros estamos aquí desde hace tres meses.

– ¿Os tratan bien?

– Ni bien ni mal. Esperamos que nos trasladen a Barranquilla donde, al parecer, nos entregarán a las autoridades francesas.

– ¡Hatajo de canallas! ¿Posibilidades de fugarse?

– ¡Acabas de llegar y ya piensas en evadirte!

– ¡Pues no faltaba más! ¿Crees que abandono la partida así como así? ¿Sois vigilados?

– De día no mucho pero por la noche tenemos una guardia especial.

– ¿Cuántos?

– Tres vigilantes.

– ¿Y tu pierna?

– Va bien, ni siquiera cojeo.

– ¿Siempre estáis encerrados?

– No, nos paseamos por el patio al sol, dos horas por la mañana y tres horas por la tarde.

– ¿Qué tal son los otros presos colombianos?

– Al parecer, hay tipos muy peligrosos, tanto entre los ladrones como entre los matadores.

Por la tarde, estoy en el patio, hablando aparte con Clousiot, cuando me llaman. Sigo al policía y entro en el mismo despacho de la mañana. Encuentro al comandante de la prisión acompañado por el que ya me había interrogado. La silla de honor está ocupada por un hombre muy oscuro, casi negro. Su piel es más propia de un negro que de un indio. Su pelo corto, rizado, es pelo de negro. Tiene casi cincuenta años, ojos oscuros y malévolos. Un bigote muy recortado domina un abultado labio en una boca colérica. Lleva la camisa desabrochada, sin corbata. A la izquierda, la cinta verde y blanca de una condecoración cualquiera. El zapatero también está presente.

– Francés, has sido detenido otra vez al cabo de siete meses de evasión. ¿Qué has hecho durante ese tiempo?

– He estado con los guajiros.

– No me tomes el pelo o voy a hacer que te castiguen.

– He dicho la verdad.

– Nadie ha vivido nunca con los indios. Sólo este año, han matado a más de veinticinco guardacostas.

– No señor, a los guardacostas los han matado los contrabandistas.

– ¿Cómo lo sabes?

– He vivido siete meses allí. Los guajiros nunca salen de su territorio.

– Bien, quizá sea verdad. ¿Dónde robaste las treinta y seis monedas de cien pesos?

– Son mías. El jefe de una tribu de la montaña, llamado Justo, me las dio.

– ¿Cómo puede un indio haber conseguido esa fortuna y habértela dado?

Oiga, jefe, ¿acaso ha habido algún robo de cien pesos en oro?

– No, es verdad. En los partes no figura tal robo. Sin embargo, nos informaremos.

– Háganlo, será en mi favor.

– Francés, cometiste una grave falta al evadirte de la prisión de Río Hacha, y una falta más grave aún haciendo evadir a un hombre como Antonio, quien iba a ser fusilado por haber matado a varios guardacostas. Ahora sabemos que también eres buscado por Francia, donde debes cumplir cadena perpetua. Eres un matador peligroso. Por lo tanto, no voy a correr el riesgo de que te fugues de aquí, alojándote con los otros franceses. Estarás encerrado en un calabozo hasta tu marcha hacia Barranquilla. Las monedas de oro te serán devueltas si alguien no ha denunciado su robo.

Salgo y me llevan a una escalera que conduce al sótano. Tras haber bajado más de veinticinco peldaños, llegamos a un pasillo muy poco alumbrado donde, a derecha e izquierda, hay jaulas. Abren un calabozo y me empujan dentro. Cuando la puerta que da al pasillo se cierra, un hedor a podrido sube de un piso de tierra viscosa. Me llaman de todos lados. Cada agujero enrejado contiene uno, dos o tres presos.

– ¡Francés, francés! ¿Qué has hecho? ¿Por qué estás aquí? ¿Sabes que estos calabozos son los calabozos de la muerte?

– ¡Callaos! Dejad que hable! -grita una voz.

– Sí, soy francés. Estoy aquí porque me fugué de la prisión de Río Hacha.

MI galimatías español es comprendido perfectamente por ellos.

– Pon atención a eso, francés, escucha: al fondo de tu calabozo hay una tabla. Es para dormir. A la derecha, tienes una lata con agua. No la malgastes, pues te dan muy poca cada mañana y no puedes pedir más. A la izquierda, tienes un cubo para hacer tus necesidades. Tápalo con tu chaqueta. Aquí no necesitas chaqueta, hace mucho calor, pero tapa el cubo para que apeste menos. Todos nosotros tapamos nuestros cubos con las ropas.

Me acerco a la reja tratando de distinguir las caras. Sólo puedo percibir a los dos de enfrente, pegados a las rejas, con las piernas fuera. Uno es de tipo indo español, se parece a los primeros policías que me detuvieron en Río Hacha; el otro un negro muy claro, bien parecido y joven. El negro me advierte que, a cada marea, el agua sube hasta los calabozos. No debo asustarme porque nunca sube más arriba del vientre. No debo atrapar las ratas que puedan subirse encima de mí, sino darles un golpe. No debo atraparlas nunca si no quiero que me muerdan. Le pregunto:

– ¿Cuánto tiempo llevas en ese calabozo?

– Dos meses.

– ¿Y los demás?

– Nunca más de tres meses. El que pasa tres meses y no sale, es que ha de morir aquí.

– ¿Cuánto hace que está aquí el que lleva más tiempo?

– Ocho meses, pero no le queda mucho tiempo de vida. Hace ya un mes que sólo puede ponerse de rodillas. No puede levantarse. El día que haya una marea fuerte, morirá ahogado.

– Pero, ¿es que tu país es un país de salvajes?

– Yo no te he dicho que fuésemos civilizados. El tuyo tampoco es civilizado, puesto que estás condenado a perpetuidad. Aquí, en Colombia, o veinte años, o la muerte. Pero nunca a perpetuidad.

– Vaya, en todas partes ocurre igual.

– ¿Has matado a muchos?

– No, sólo a uno.

– No es posible. No se condena tanto tiempo por un solo hombre.

– Te aseguro que es verdad.

– Entonces, ya ves cómo tu país es tan salvaje como el mío.

– Bien, no vamos a discutir por nuestros países. Tienes razón. La Policía en todas partes es una mierda. Y tú, ¿qué hiciste?

– Maté a un hombre, a su hijo y a su mujer.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: