El abogado Raymond Hubert ha venido a verme. No estaba muy inspirado. No se lo echo en cara.
… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Llevo ya varias horas dando vueltas, desde la ventana a la puerta de la celda. Fumo, me siento consciente, equilibrado y apto para soportar lo que sea. Me prometo no pensar, por el momento, en la venganza.
El fiscal, dejémoslo en el punto donde lo dejé, atado a las anillas de la pared, frente a mí, sin que yo haya decidido aún cómo mandarle al otro mundo.
De golpe, un grito, un grito de desesperación, agudo, horriblemente angustioso, logra atravesar la puerta de mi celda. ¿Qué pasa? Diríase que un hombre es torturado y grita. Sin embargo, aquí no estamos en la Policía judicial. No hay medio de saber qué ocurre. Esos gritos en la noche me han sobrecogido. ¡Y qué potencia deben tener para atravesar esta puerta acolchada! Quizá se trate de un loco. Es tan fácil volverse loco en estas celdas donde a uno no le llega nunca nada. Hablo solo, en voz alta. Me pregunto: “¿Qué puede importarme eso? Piensa en ti, sólo en ti y en tu nuevo socio, en Dega.” Me agacho, luego me levanto, después me doy un puñetazo en el pecho. Me he hecho mucho daño, señal de que todo marcha bien: los músculos de mis brazos funcionan perfectamente. ¿Y mis piernas? Felicítalas, pues llevas más de dieciséis horas caminando y ni siquiera te sientes fatigado.
Los chinos inventaron la gota de agua que te va cayendo, una a una, sobre la cabeza. En cuanto a los franceses, han inventado el silencio. Suprimen todo medio de divertirse. Ni libros, ni papel, ni lápiz; la ventana de gruesos barrotes está tapada con tablas, y sólo unos cuantos agujeritos dejan pasar un poco de luz muy tamizada.
Muy impresionado por aquel grito desgarrador, doy vueltas vueltas como una fiera enjaulada. En verdad tengo la plena sensación de estar literalmente enterrado vivo.
Sí, estoy muy solo, todo lo que me llegue no será nunca más que un grito.
Abren la puerta. Aparece un viejo cura. No estás solo, hay un cura, ahí, delante de ti.
– Buenas noches, hijo mío. Perdóname que no haya venido antes, pero estaba de vacaciones. ¿Cómo te encuentras?
Y el bueno del viejo cura entra a la pata llana en la celda y se sienta, sin más preámbulos, en mi catre.
– ¿De dónde eres?
– De Ardéche.
– ¿Qué hacen tus padres?
– Mamá murió cuando yo tenía once años. Mi padre me quiso mucho.
– ¿Qué era?
– Maestro de escuela.
– ¿Vive?
– Sí.
– ¿Porqué hablas de él en pasado, si aún vive?
– Porque si él vive, yo he muerto.
– ¡Oh! No digas eso. ¿Qué has hecho?
En un relámpago pienso en lo ridículo que resultaría decir que soy inocente, y contesto de un tirón:
– La Policía dice que maté a un hombre, y cuando lo dice debe de ser verdad.
– ¿Era un comerciante?
– No, un chulo.
– ¿Y por una cuestión entre hampones te han condenado a trabajos forzados de por vida? No lo comprendo. ¿Fue un asesinato?
– No, un homicidio.
– Increíble, hijo mío. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres rezar conmigo?
– Señor cura, perdóneme, no he recibido ninguna educación religiosa, no sé rezar.
– Eso no importa, hijo mío, rezaré yo por ti. Dios ama a todos sus hijos, estén bautizados o no. Repetirás cada palabra. que yo diga, ¿te parece bien?
Sus ojos son tan dulces, su cara redonda muestra tal luminosa bondad, que me da vergüenza negarme y, como él se arrodilla, yo también lo hago. “Padre nuestro que estás en los Cielos.” Se me llenan los ojos de lágrimas y el buen cura que las ve, recoge de mi mejilla, con uno de sus dedos rollizos, una lágrima gordota, se la lleva a los labios y la sorbe.
– Tu llanto, hijo mío, es para mí la mayor recompensa que Dios podía otorgarme hoy a través de ti. Gracias.
Y, levantándose, me besa en la frente.
Estamos nuevamente sentados en la cama, uno al lado del otro.
– ¿Cuánto tiempo hacía que no llorabas?
– Catorce años.
– ¿Catorce años? ¿Desde cuándo?
– Desde el día en que murió mamá.
Me coge la mano y me dice:
– Perdona a quienes te han hecho sufrir.
Me suelto de él y, de un brinco, me encuentro sin querer en medio de la celda.
– ¡Ah, no, eso no! jamás perdonaré. Y, ¿quiere que le confiese una cosa, padre? Pues bien, cada día, cada noche, cada hora, cada minuto lo paso meditando cuándo, cómo, de qué forma podré hacer que mueran todas las personas que me han mandado aquí.
– Dices y crees eso, hijo mío. Eres joven, muy joven. Con los años, renunciarás a castigar y a la venganza.
Al cabo de treinta años, pienso como él.
– ¿Qué puedo hacer por ti? -repite el cura.
– Un delito, padre.
– ¿Cuál?
– Ir a la celda 37 y decirle a Dega que mande hacer por su abogado una solicitud para ser enviado a la central de Caen y que yo la he hecho ya hoy. Hay que irse pronto de la Conciergeríe a una de las centrales donde forman las cadenas de penados para la Guayana. Pues si se pierde el primer barco, hay que esperar dos años más, encerrado, antes de que haya otro. Después de haberle visto, señor cura, tiene que volver aquí.
– ¿Con qué motivo?
– Por ejemplo, diga que se le ha olvidado el breviario. Aguardo la respuesta.
– ¿Y por qué tienes tanta prisa por ir a ese horrendo sitio que es el presidio?
Miro a este cura, verdadero viajante de comercio de Dios y, seguro de que no me delatará, le digo:
– Para fugarme más pronto, padre.
– Dios te ayudará, hijo mío, estoy seguro, y reharás tu vida, lo presiento. Ves, tienes ojos de buen chico y tu alma es noble. Voy a la 37. Espera la respuesta.
Ha vuelto muy pronto. Dega está de acuerdo. El cura me ha dejado su breviario hasta mañana.
¡Qué rayo de sol he tenido hoy! Mi celda ha sido iluminada toda ella por él. Gracias a ese santo varón.
¿Por qué, si Dios existe, permite que en la tierra hayas seres humanos tan diferentes? ¿El fiscal, los policías, tipos como Polein y, en cambio, el cura, el cura de la Conciergerie?
Me ha hecho mucho bien la visita de este santo varón, y también me ha hecho favor.
El resultado de las solicitudes no se demoró. Una semana después, a las cuatro de la mañana, alineados en el pasillo de la Conciergerie, nos reunimos siete hombres. Los celadores están presentes, en pleno.
– ¡En cueros!
Nos desnudamos despacio. Hace frío y se me pone la piel de gallina.
Dejad las ropas delante de vosotros. ¡Media vuelta, un paso atrás!
Y cada uno se encuentra delante de un paquete.
– ¡Vestíos!
La camisa de hilo que llevaba unos momentos antes es sustituida por una gran camisa de tela cruda, tiesa, y mi hermoso traje por un blusón y un pantalón de sayal. Mis zapatos desaparecen y en su lugar pongo los pies en un par de zuecos. Hasta entonces, habíamos tenido aspecto de hombre normal. Miro a los otros seis: ¡qué horror! Se acabó la personalidad de cada uno: en dos minutos nos transforman en presidiarios.
– ¡Derecha, de frente, marchen!
Escoltados por una veintena de vigilantes llegamos al patio donde, uno detrás de otro, nos meten a cada cual en un compartimiento angosto del coche celular. En marcha hacia Beauheu, nombre de la central de Caen.
La central de Caen
Apenas llegamos, nos hacen pasar al despacho del director quien alardea de su superioridad desde detrás de un mueble “Imperio”. sobre un estrado de un metro de alto.
– ¡Firmes! El director os va a hablar.
– Condenados, estáis aquí en calidad de depósito en espera de vuestra salida para el presidio. Esto es una cárcel. Silencio obligatorio en todo momento, ninguna visita que esperar, ni carta de nadie. O se obedece o se revienta. Hay dos puertas a vuestra disposición: una para conduciros al presidio si os portáis bien; otra para el cementerio. En caso de mala conducta, sabed que la más pequeña falta será castigada con sesenta días de calabozo a pan y agua. Nadie ha aguantado dos penas de calabozo consecutivas. A buen entendedor, pocas palabras bastan.