La luz se apaga y puede distinguirse que sale el sol, invadiendo la penumbra de la celda, expulsando esa especie de niebla vaporosa que envuelve todo lo que hay abajo, a mi alrededor. Un toque de silbato. Oigo las tablas que golpean la pared y hasta el gancho del vecino de la derecha cuando lo pasa en la anilla fijada en la pared. Mi vecino tose y oigo un poco de agua que cae ¿Cómo se lava uno aquí?
– Señor vigilante, ¿cómo se lava uno aquí?
– Recluso, esta vez le perdono porque no lo sabe. Pero no está permitido hablar con el vigilante de guardia sin sufrir un grave castigo. Para lavarse, sitúese usted sobre el cubo y vierta el agua de la jarra con una mano. Lávese con la otra. ¿No ha desenrollado su manta?
– No.
– Dentro, seguramente, hay una toalla de lona.
¡Esa sí que es buena! ¿No se puede hablar al centinela de guardia? ¿Por ningún motivo? ¿Y si te asalta, vete a saber qué enfermedad? ¿O si te estás muriendo? ¿Una angina de pecho, una apendicitis, un ataque de asma demasiado fuerte? ¿Está prohibido, entonces, pedir auxilio, hasta en peligro de muerte? ¡Eso es el colmo! Pero no, es normal. Sería demasiado fácil armar un escándalo cuando, llegado al límite de la resistencia, los nervios se te rompen. Sólo para oír voces, sólo para que te hablen, incluso sólo para que te digan: “ ¡Revienta, pero cállate! “, quizá veinte veces al día una veintena de los doscientos cincuenta tipos que debe de haber aquí provocarían cualquier discusión para deshacerse, como a través de una válvula de escape, de ese exceso de presión de gas que les rompe el cerebro.
No puede haber sido ningún psiquiatra quien tuvo la idea de construir estas leoneras: un médico no se deshonraría hasta ese extremo. Tampoco ha sido un doctor quien ha establecido el reglamento. Pero los dos hombres que han realizado este conjunto, tanto el arquitecto como el funcionario, que han cronometrado los menores detalles de la ejecución de la pena, son, tanto uno como otro, dos monstruos repugnantes, dos psicólogos viciosos y malignos, llenos de odio sádico hacia los condenados.
De los calabozos de la central de Beaulieu, en Caen, por muy profundos que sean, dos pisos bajo tierra, podía filtrarse, llegar al público algún día, el eco de las torturas o malos tratos infligidos a uno u otro preso castigado.
Prueba de ello es que cuando me quitaron las esposas y las empulgueras, vi verdadero miedo en las caras de los guardianes, miedo de tener dificultades, sin duda alguna.
Pero aquí, en esta Reclusión del presidio, donde solamente pueden entrar los funcionarios de la Administración, están muy tranquilos, no puede pasarles nada.
Clac, clac, clac, clac: se abren todas las ventanillas. Me acerco a la mía, me arriesgo a dar una ojeada, y, luego, saco un poco la cabeza, después toda, al pasillo, y veo, a derecha e izquierda, multitud de cabezas. En seguida comprendo que tan pronto abren las ventanillas, las caras de todos se asoman precipitadamente. El de la derecha me mira con ojos vacuos. Sin duda, está embrutecido por la masturbación. Descolorido y grasiento, en su pobre rostro de idiota no hay asomo de luz. El de la izquierda me dice rápidamente:
– ¿Cuánto?
– Yo, cuatro. He cumplido uno. ¿Nombre?
– Papillon.
– Yo, Georges, Jojo el Auvernés. ¿Dónde caíste?
– En París, ¿y tú?
No tiene tiempo de contestar: el café, seguido del chusco, llega a la segunda celda anterior a la suya. Mete la cabeza y yo hago lo mismo. Tiendo mi cazo, lo llenan de café y, luego, me dan el chusco. Como no me apresuro a coger el pan, al cerrarse la ventanilla el chusco rueda por el suelo. En menos de un cuarto de hora, ha vuelto el silencio. Debe de haber dos repartos, uno por pasillo, pues se termina en seguida. A medio día, una sopa con un trozo de carne hervida. Por la noche, un plato de lentejas., Este menú, durante dos años, sólo cambia por la noche: lentejas, alubias coloradas, guisantes, garbanzos, judías blancas y arroz con tocino. El de mediodía siempre es el mismo.
Cada quince días, también, sacamos todos la cabeza por la ventanilla y un presidiario, con una máquina de barbero nos corta la barba.
Hace tres días que estoy aquí. Una cosa me preocupa sobre todas. En Royale, mis amigos me dijeron que me mandarían comida y tabaco. No he recibido nada todavía y me pregunto, por lo demás, cómo podrían hacer un milagro semejante. Por lo que no me extraña demasiado no haber recibido nada. Fumar debe de ser muy peligroso y, de todos modos, es un lujo. Comer, sí, debe de ser vital, pues la sopa, a mediodía, es agua caliente y un pedacito de carne hervida de cien gramos aproximadamente. Por la noche, un cazo de agua en la que flotan algunas judías y otras legumbres secas. Francamente, echo menos la culpa a la Administración de que no nos den una ración decorosa, que a los reclusos que distribuyen y preparan la comida. Esta idea se me ocurre porque, por la noche, es un marsellés el que reparte las legumbres. Su cazo va hasta el fondo del perol y, cuando es él, tengo más legumbres que agua. Con los otros ocurre lo contrario, no hunden el cazo y cogen por arriba tras haber revuelto un poco. Resultado: mucha agua y pocas legumbres. Esa subalimentación es sumamente peligrosa. Para tener voluntad moral, hace falta cierta fuerza física.
Barren en el pasillo. Me parece que barren mucho rato frente a mi celda. La escoba chirría con insistencia contra mi puerta Miro con atención y veo asomar un pedacito de papel blanco. Comprendo en seguida que me han deslizado algo bajo la puerta, pero que no han podido introducir más. Esperan a que lo retire antes de ir a barrer más lejos. Tiro del papel, lo despliego Son unas palabras escritas con tinta fosforescente. Espero que haya pasado el guardián y, rápidamente, leo:
Papi, todos los días en el cubo a partir de mañana habrá cinco cigarrillos y un coco. Masca bien el coco cuando lo comas si quieres que te aproveche. Traga la pulpa. Fuma por la mañana cuando vacían los cubos. Nunca después del café de la mañana, sino de la sopa del mediodía inmediatamente después de haber comido y, por la noche, de las legumbres. Adjunto un trocito de mina de lápiz. Cada vez que necesites algo, pídelo en un pedacito de papel adjunto. Cuando el barrendero frote la puerta con su escoba, rasca con los dedos. Si él rasca también, empuja tu nota. No la pases nunca antes de que él conteste. Ponte el trocito de papel en el oído para que no tengas que sacar el estuche, y el pedazo de mina en cualquier sitio o en un resquicio de la pared de tu celda. Animo. Un abrazo. Ignace-Louis.
Son Galgani y Dega quienes me mandan el mensaje. Algo me oprime la garganta: tener amigos tan fieles, tan abnegados, me reconforta. Y todavía con más fe en el porvenir, seguro de salir vivo de esta tumba, empiezo de nuevo a andar con paso alegre y ágil: un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta, etc. Y mientras camino, pienso: “¡Qué nobleza! ¡Qué deseos de hacer el bien hay en esos dos hombres! Seguramente, corren un grave riesgo, quizá sus puestos de contable y de cartero. Es en verdad grandioso lo que hacen por mí, sin contar con que les debe costar muy caro. ¡A cuántas personas deben tener que comprar para llegar de Royale hasta mí en mi calabozo de la “comedora de hombres”I”
Lector, debes comprender que un coco seco está lleno de aceite. Su pulpa dura y blanca está tan cargada de él que, rallando seis cocos y con sólo poner la pulpa en agua caliente, el día siguiente se recoge en la superficie un litro de aceite. Este aceite,.cuerpo graso de cuya falta es de lo que más sufrimos con nuestro régimen, también tiene muchas vitaminas. Con un coco cada día, tienes casi asegurada la salud. Por lo menos, no te deshidratas ni mueres de descomposición.
Hasta la fecha, hace ya más de dos meses que he recibido sin ningún tropiezo comida y tabaco. Cuando fumo, tomo precauciones de sioux, tragando hondamente el humo y luego echándolo, poco a poco, agitando el aire con la mano abierta en abanico, para que desaparezca.