Me he organizado; pocero titular, salgo como para vaciar los cubos, pero es el martiniqués quien lo hace en mi lugar, a cambio de dinero, claro está. He entablado amistad con dos cuñados condenados a perpetuidad, Naric y Quenier. Les llaman los cuñados de la Carretilla. Se cuenta que fueron acusados de haber transformado en bloque de cemento a un cobrador que habían asesinado. Al parecer, hubo testigos que les vieron transportar en una carretilla un bloque de cemento que arrojaron al Mame o al Sena. La indagación determinó que el cobrador se había personado en su casa para liquidar una letra y que, desde entonces, no se había vuelto a ver. Ellos negaron siempre. Hasta en el presidio, decían que eran inocentes. Sin embargo, si bien nunca encontraron el cuerpo, sí la cabeza, envuelta en un pañuelo. Ahora bien, en casa de ellos había pañuelos de igual dibujo e igual hilo- “~ los expertos”. Pero los abogados y ellos mismos demostraron que miles de metros de aquel tejido habían sido transformados en pañuelos. Todo el mundo tenía. Finalmente, a los dos cuñados les endilgaron cadena perpetua y a la mujer de uno, hermana del otro, veinte años de reclusión.

He logrado intimar con ellos. Como son albañiles, pueden entrar y salir del taller de obras. Podrían, quizá, pieza tras pieza, sacarme material para hacer una balsa. Sólo es necesario convencerlos.

Ayer, encontré al doctor. Yo llevaba un pescado de, por lo menos, veinte kilos, muy fino, un mero. Subimos juntos hacia la meseta. A media cuesta, nos sentamos en un murete. Me dice que con la cabeza de ese pescado se puede hacer una sopa deliciosa.

Se la ofrezco, con un buen pedazo del pescado. Se queda extrañado de mi rasgo y dice:

– No es usted rencoroso, Papillon.

– Sepa, doctor, que eso no lo hago solamente por mí. Se lo debo porque usted hizo lo imposible por salvar a mi amigo Clousiot.

Hablamos un poco y, luego me dice:

– Te gustaría evadirte, ¿verdad? Tú no eres un presidiario. Das la impresión de ser otra cosa.

– Tiene usted razón, doctor, no pertenezco al presidio, tan sólo estoy de visita, aquí.

Se echa a reír. Entonces, ataco:

– Doctor, ¿cree usted que un hombre puede regenerarse?

– Sí.

– ¿Aceptaría usted suponer que puedo servir en la sociedad sin ser un peligro para ella y convertirme en un honrado ciudadano?

– Creo, sinceramente, que sí.

– Entonces, ¿por qué no me ayuda usted a conseguirlo?

– ¿Cómo?

– Desinternándome por tuberculoso.

Entonces, él me confirma algo de lo que yo ya había oído hablar.

– No es posible, y te aconsejo que no hagas nunca eso. Es demasiado peligroso. La Administración sólo desinterna a un hombre por enfermedad después de una estancia de un año en un pabellón destinado a su enfermedad, por lo menos.

– ¿Por qué?

– Me da un poco de vergüenza decírtelo. Creo que es para que el hombre en cuestión, si es un simulador, sepa que tiene todas las probabilidades de ser contaminado por la cohabitación con los otros enfermos y que eso ocurra. No puedo, pues, hacer nada por ti.

A partir de entonces fuimos bastante amigos, el galeno y yo. Hasta un día en que estuvo a punto de hacer matar a mi amigo Carbonieri. En efecto Matrhieu Carbonieri, de común acuerdo conmigo, había aceptado ser el ranchero de los jefes de vigilantes. Era para estudiar si había posibilidad, entre el vino, el aceite y el vinagre, de robar tres toneles y encontrar el medio de ¡untarlos y hacerse a la mar. Naturalmente, cuando se hubiese marchado Barrot. Las dificultades eran grandes, pues la misma noche, hacía falta robar los toneles, llevarlos hasta el mar sin ser vistos ni oídos y juntarlos con cables. Sólo sería factible en una noche de tempestad, con viento y lluvia. Pero con viento y lluvia, lo más difícil sería poner la balsa en el mar, que, necesariamente, sería muy mala.

Así, pues, Carbonieri es cocinero. El jefe ranchero le da tres conejos para preparar para el día siguiente, domingo. Carbonieri manda, afortunadamente despellejados, un conejo a su hermano, › que está en el muelle, y dos a nosotros. Después, mata tres grandes gatos y hace con ellos un filete estupendo.

Desgraciadamente para él, el día siguiente, invitan al doctor a compartir la comida y, cuando éste saborea el conejo, dice:

– Monsieur Filidori, le felicito por su yantar. Este gato es delicioso.

– No se burle usted de mí, doctor, nos estamos comiendo tres hermosos conejos.

– No -dice el doctor, terco como una mula-. Es gato. ¿Ve usted las costillas que me estoy comiendo? Son aplastadas, y los conejos las tienen redondas. Así, pues, no cabe duda: estamos comiendo gato.

– ¡Maldita sea, Cristacho! dijo el corso-. ¡Llevo gato en la barriga!

Y sale corriendo hacia la cocina, pone su pistola bajo la nariz de Matthieu y le dice:

– Por muy napoleonista que seas como yo, te mataré por haberme hecho comer gato.

Tenía los ojos de loco y Carbonieri, sin comprender cómo había podido saberse aquello, le dijo:

– Si llama usted gatos a lo que me ha dado, no es culpa mía.

– Te di conejos.

– Bueno, pues es lo que he guisado. Fíjese, las pieles y las cabezas todavía están ahí.

Desconcertado, el guardián ve las pieles y las cabezas de los conejos.

– Entonces, ¿el doctor no sabe lo que se dice?

¿El doctor ha dicho eso? -pregunta Carbonieri, respirando-. Le está tomando el pelo. Dígale que no le venga con bromas de mal gusto.

Calmado, convencido, Filidori vuelve al comedor y dice:

– Hable, diga usted lo que quiera, doctor. Pero el vino se le ha subido a la cabeza. Sean aplastadas o redondas sus costillas yo sé que lo que he comido es conejo. Acabo de ver sus tres pieles y sus tres cabezas

De buena se había librado Matthieu. Pero prefirió presentar la dimisión de cocinero algunos días después.

Se avecina el día en que podré actuar libremente. Sólo algunas semanas y Barrot se va. Ayer, fui a ver a su mujer quien, dicho sea de paso, ha adelgazado mucho gracias al régimen de pescado hervido y legumbres frescas. Esa mujer me hizo entrar en su casa para ofrecerme una botella de quina. En la sala están los baúles que van siendo llenados. Preparan la marcha. La comandanta como la llama todo el mundo, me dice:

– Papillon, no sé cómo agradecerle las atenciones que ha tenido para conmigo todos estos meses. Sé que, algunos días de mala pesca, me ha dado usted todo lo que había capturado. Se lo agradezco mucho. Gracias a usted me siento mucho mejor, he adelgazado catorce kilos. ¿Qué podría hacer para testimoniarle mi agradecimiento?

– Una cosa muy difícil para usted, señora. Facilitarme una buena brújula. Precisa, pero pequeña.

– No es gran cosa, y al mismo tiempo, mucho lo que me pide, Papillon. Y en tres semanas, me va a ser difícil.

Ocho días antes de su marcha, esa noble mujer, contrariada por no haber logrado procurarse una buena brújula, tuvo el rasgo de tomar el barco de cabotaje e ir a Cayena. Cuatro días después, volvía con una magnífica brújula antimagnética.

El comandante y la comandanta Barrot se han ido esta mañana. Ayer, él transfirió el mando a un vigilante de igual graduación, oriundo de Túnez, llamado Prouiflet. Una buena noticia: el nuevo comandante ha confirmado a Dega en su puesto de contable general. Es algo muy interesante para todo el mundo, sobre todo para mí. En el discurso que dirigió a los presidiarios reunidos en cuadro en el patio grande el nuevo comandante ha dado la impresión de ser un hombre muy enérgico, pero inteligente. Entre otras cosas, nos dice.

– A partir de hoy, tomo el mando de las Islas de la Salvación. Habiendo comprobado que los métodos de mi antecesor han dado resultados positivos, no veo razón para cambiarlos. Si por vuestra conducta no me obligáis a ello, no veo, pues, la necesidad de modificar vuestra forma de vida.

He visto marchar a la comandanta y a su marido con alegría muy explicable, aunque estos meses de espera forzosa se hayan pasado con una rapidez inaudita. Esta falsa libertad de que gozan casi todos los presidiarios de las Islas, los juegos, la pesca, las conversaciones, las nuevas relaciones, las disputas, las peleas son derivativos poderosos y no se tiene tiempo de aburrirse.


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