Bien. Me falta hablar con Matthieu Carbonieri, porque quiero largarme con él. Está de acuerdo en todo.
– Matthieu, he encontrado quien me fabrique la balsa, y también el que sacará las piezas del taller. A ti te corresponde hallar un lugar en tu jardín para enterrar la balsa.
– No; en un plantío de legumbres es peligroso. Por la noche, hay guardianes que van a robarlas; y si caminan por encima y se dan cuenta de que debajo está hueco, estamos listos. Será mejor que haga un escondrijo en un muro de sustentación. Quitaré una piedra grande y excavaré una especie de pequeña gruta. Así, cuando me llegue una pieza, no tendrá más que levantar la piedra y volverla a poner en su sitio después de haber escondido la madera.
– ¿Hay que llevar directamente las piezas a tu jardín?
– No; sería demasiado peligroso. Los de la Carretilla no pueden justificar su presencia en mi jardín. Lo mejor será que depositen la pieza en un sitio distinto cada vez, no demasiado lejos de mi jardín.
– Entendido.
Todo parece estar a punto. Faltan los cocos. Ya veré cómo puedo preparar una cantidad suficiente de ellos sin atraer la atención.
Entonces, me siento revivir. Ya sólo me queda hablar a Galgani y a Grandet. No tengo derecho a callarme, puesto que pueden ser acusados de complicidad. Lo normal sería separarme oficialmente de ellos e irme a vivir solo. Cuando les digo que voy a preparar una fuga y que, por tanto, debo separarme de ellos, me insultan y se niegan en redondo.
– Lárgate lo más de prisa que puedas -me dicen-. Nosotros ya nos las arreglaremos. Mientras tanto, quédate con nosotros. al fin y al cabo, ya nos hemos encontrado con otros casos parecidos al tuyo.
Hace ya más de un mes que la evasión está en marcha. He recibido siete piezas, dos de ellas grandes. He ido a ver el muro de contención donde Matthieu ha excavado el escondrijo. No se nota que la piedra haya sido movida, pues él toma la precaución de pegar musgo alrededor. El escondite es perfecto, pero la cavidad me parece demasiado pequeña para contenerlo todo. No importa; por el momento basta.
El hecho de estar preparándome para pirármelas me confiere una moral formidable. Como con mucho apetito, y la pesca me mantiene en un estado físico perfecto. Además, todas las mañanas hago más de dos horas de cultura física en las rocas. Sobre todo hago trabajar las piernas, pues la pesca ya se encarga de los brazos. He encontrado un truco para las piernas: me adentro más para pescar, y las olas van a romperse contra mis muslos. Para encajarlas y mantener el equilibrio, pongo en tensión los músculos. El resultado es excelente.
Juliette, la comandanta continúa mostrándose muy amable conmigo, pero ha advertido que sólo entro en su casa cuando está su marido. Me lo ha dicho francamente y, para tranquilizarme, me ha explicado que el día que la peinaban bromeaba. Sin embargo, la joven que le sirve de peluquera me espía muy a menudo, cuando regreso de la pesca. Siempre tiene alguna palabra amable que decirme sobre mi salud y mi moral. Así, pues, todo marcha a las mil maravillas. Bourset no pierde ocasión para hacer una pieza. Hace ya dos meses y medio que hemos empezado.
El escondite está lleno, como ya había previsto. Sólo faltan dos piezas, las más largas. Una de dos metros, la otra de uno cincuenta. Estas piezas no podrán entrar en la cavidad.
Mirando hacia el cementerio, advierto una tumba reciente; es la tumba de la mujer de un vigilante, muerta la semana anterior.
Un mísero ramo de flores marchitas está colocado sobre ella.
El guarda del cementerio es un viejo forzado medio ciego a quien llaman Papa. Se pasa todo el día sentado a la sombra de un cocotero. En el extremo opuesto del cementerio, y, desde donde está, no puede ver la tumba y si alguien se acerca a ella. Entonces, se me ocurre la idea de servirme de esta tumba para montar la balsa y colocar en la especie de armazón que ha hecho el carpintero la mayor cantidad posible de cocos. Entre unos treinta y treinta y cuatro, muchos menos de los que se había previsto. He dejado más de cincuenta en diferentes sitios. Sólo en el patio de Juliette hay una docena. El asistente cree que los he puesto allí en espera del día de hacer aceite.
Cuando me entero de que el marido de la muerta ha partido para Tierra Grande, tomo la decisión de vaciar una parte de la tierra de la tumba, hasta el ataúd.
Matthieu Carbonieri, sentado sobre el muro, vigila. En la cabeza, un pañuelo blanco recogido en las cuatro puntas. Cerca de él, hay otro pañuelo, éste rojo, también con cuatro nudos. Mientras no haya peligro, conservará el blanco. Si aparece alguien, sea quien sea, se pondrá el rojo.
Este trabajo tan arriesgado sólo me ocupa una tarde y una noche. No me hace falta sacar la tierra hasta el ataúd, pues me he propuesto ensanchar el hoyo para que tenga la anchura de la balsa: un metro veinte poco más o menos. Las horas me han parecido interminables, y el pañuelo rojo ha aparecido muchas veces. Al fin, esta mañana he terminado. El hoyo está cubierto de hojas de cocotero trenzadas, formando una especie de superficie bastante resistente. Encima, una pequeña capa de tierra. Casi no se ve. Mis nervios están a punto de estallar.
Hace ya tres meses que dura esta preparación de fuga. Ensambladas y numeradas, hemos sacado todas las maderas del escondrijo. Reposan sobre el ataúd de la buena mujer, bien disimuladas por la tierra que recubre el trenzado. En la cavidad del muro, hemos metido tres sacos de harina y una cuerda de dos metros para hacer la vela, una botella llena de cerillas y raspadores, una docena de botes de leche y nada más por el momento.
Bourset está cada día más excitado. Diríase que es él quien debe partir en mi lugar. Naric se lamenta de no haber dicho que sí al principio. Habríamos calculado una balsa para tres en vez de dos.
Estamos en la estación de las lluvias. Llueve todos los días, lo que me ayuda en mis visitas a la tumba, donde casi he concluido de montar la balsa. No faltan más que los dos bordes del bastidor. Poco a poco, he reunido los cocos en el jardín de mi amigo. Se pueden coger fácilmente y sin peligro del establo abierto de los búfalos. Mis amigos nunca me preguntan dónde trabajo. Simplemente, de vez en cuando, me dicen:
– ¿Qué tal?
– Todo va bien.
– Es un poco largo, ¿no crees?
– No se puede ir más de prisa sin correr un gran riesgo. Eso es todo. Pero, una vez, cuando me llevaba los cocos depositados en casa de Juliette, ésta me vio y me dio un susto terrible.
– Dime, Papillon, ¿haces aceite de coco? ¿Por qué no aquí, en el patio? Tienes una maza para abrirlos y yo te prestaría una marmita grande para guardar la pulpa.
– Prefiero hacerlo en el campamento.
– Es extraño, porque en el campamento no debe de ser cómodo. -Luego, tras un momento de reflexión, añade-: ¿Quieres que te diga una cosa? No me creo que tú vayas a hacer aceite de coco. -Me quedo helado, y ella prosigue diciendo-: En primer lugar, ¿para qué habrías de hacerlo, cuando, a través de mí, tienes todo el aceite de oliva que deseas? Esos cocos son para otra cosa, ¿verdad?
Sudo la gota gorda. Espero, desde el principio, que suelte la palabra “evasión”. Tengo la respiración entrecortada. Le digo.
– Señora, es un secreto, pero la veo tan intrigada y curiosa, que me va a estropear la sorpresa que le tenía preparada. Sin embargo, sólo le diré que esos grandes cocos han sido escogidos para hacer algo muy lindo, una vez vaciadas sus cáscaras, que tengo intención de ofrecerle. Esa es la verdad.
He ganado, porque responde:
– Papillon, no te molestes por mí, y, sobre todo, te prohíbo que gastes el dinero para hacerme algo excepcional. Te lo agradezco sinceramente, pero no lo hagas, te lo ruego.
– Bien; ya veré.
¡Uf! De pronto, le pido que me invite a un pastís, cosa que no hago nunca. Ella, por suerte, no advierte mi confusión. El buen Dios está conmigo.