Eran las dos cuarenta y estábamos a sólo un cuarto de hora de la consulta de Towle. Eso nos daba más de una hora que matar. Ninguno de los dos estábamos con el suficiente buen humor como para catar una buena comida, así que regresamos al Oeste de Los Ángeles y fuimos a Angela's.
Milo pidió algo llamado una Tortilla De Luxe a La San Francisco. Resultó ser un horror de color amarillo brillante y rellena con espinacas, tomates, carne picada, chiles, cebollas y berenjena marinada. Se dedicó a ella con gusto, mientras yo me contentaba con un pepito de carne y una cerveza Coors. Entre bocados, fuimos hablando del asesinado de Handler.
– Es un rompecabezas, Alex. Tiene todos los signos del crimen de un psicópata que anda buscando emociones: ambos atados como salchichones en la alcoba, cual si fueran animales preparados para el matadero. Y las cinco docenas de cuchilladas. Parecía que esa chica se había encontrado con Jack el Destripador y su…
– Por favor, ahora no -señalé la comida.
– Perdona. Me olvido que estoy hablando con un civil. Te acostumbras a todo esto, tras estar metido en ello hasta el cuello durante años. No puedes dejar de seguir viviendo, así que aprendes a comer, beber y echarte pedos, a pesar de todo ello -se limpió los labios con la servilleta y le dio un largo trago a su cerveza -. Y, sin embargo, a pesar de la aparente locura, no hay señales de que la entrada fuera forzada. La puerta delantera estaba abierta. Normalmente, esto hubiera resultado desconcertante. Pero en este caso, siendo la víctima un psiquiatra, quizá tenga sentido; quizá conociera a ese tipo raro y le dejase entrar en casa.
– ¿Crees que pueda haber sido uno de sus pacientes?
– Es una posibilidad aceptable. Se dice que los psiquiatras a veces se relacionan con locos…
– Me sorprendería que resultase ser eso, Milo. Apostaría diez contra uno a que Handler tenía la típica consulta del lado Oeste: mujeres de mediana edad deprimidas, ejecutivos desilusionados y, para acabar de hacer el peso, algunas crisis de identidad de la adolescencia.
– ¿Será cierto que noto en su voz una cierta tonalidad de cinismo?
Me alcé de hombros.
– Esto es lo que ocurre en la mayoría de casos. Lo que se ofrece en esas consultas es amistad, a un alto precio… y no es que esto no sea valioso, no me interpretes mal. Lo que quiero decir es que nosotros los psiquiatras y psicólogos vemos a bien poca enfermedad mental real en las consultas. Los locos de verdad, los auténticos perturbados, ésos están hospitalizados.
– Handler trabajaba en un hospital antes de montárselo por su cuenta. En el Encino Daks.
– Quizá puedas encontrar algo allí -le dije, dubitativo. Estaba harto de ser un trapo de lágrimas, así que no le dije que el Hospital de Encino Daks era un lugar de almacenamiento de los descendientes suicidas de los ricos. Allí había muy poca psicopatología sexual.
Empujó su plato, apartándolo e hizo una seña a la camarera.
– Por favor, Bettijean, dame un buen pedazo de pastel verde de manzana, por favor.
– ¿Con helado por encima, Milo?
Se palmeó la tripa y lo consideró.
– ¡Infiernos! ¿Por qué no? De vainilla.
– ¿Y usted, señor?
– Café solo, por favor.
Cuando ella se hubo marchado, Milo continuó, más pensando en voz alta que hablando conmigo.
– De todos modos, parece como si el doctor Handler hubiera dejado entrar a alguien en su casa en algún momento entre la medianoche y la una y que, a consecuencia de esto, lo destriparon.
– ¿Y esa mujer, la Gutiérrez?
– La típica espectadora inocente. Se hallaba en el peor lugar en el peor momento.
– ¿Era la amiguita de Handler? Asintió con la cabeza.
– Desde hacía unos seis meses. Por lo que he averiguado, empezó como paciente y acabó por pasar del sofá a la cama.
Una historia no muy inusual.
– La ironía del asunto es que la cortaron con mucha más saña que al mismo Hadler. A él le cortaron el cuello y probablemente murió con bastante rapidez. Había algunos otros agujeros en su cuerpo, pero nada letal. En cambio parece como si el asesino se hubiera tomado más tiempo con ella. Lo cual tiene sentido si se trata de un loco sexual.
Podía notar como mi proceso digestivo empezaba a detenerse, así que cambié de tema.
– ¿Quién es tu nuevo amor?
Llegó el pastel. Milo sonrió a la camarera y se lanzó al ataque. Vi que, desde luego, el relleno era de color verde, de un verde brillante, casi luminoso. Alguien en la cocina estaba experimentando con los colorantes alimenticios. Me estremecí al pensar lo que podían llegar a hacer si se enfrentaban con un verdadero reto, como el hacer una pizza. Probablemente el aspecto final sería el de la paleta de un pintor enloquecido.
– Un médico. Un maravilloso médico judío -miró hacia los cielos -. Es un sueño hecho realidad.
– ¿Y qué pasó con Larry?
– Se ha ido a buscar fortuna a San Francisco. Larry era un negro, director escénico, con el que Milo había mantenido una relación intermitente durante unos dos años. Su último medio año había sido hoscamente platónico.
– Está metido en algún tipo de espectáculo, patrocinado por una de esas grandes empresas. Algo muy serio para la televisión educativa, en la línea de «Nuestra herencia agrícola: el amigo arado». Todo un programón.
– Malo, malo.
– No, la verdad es que deseo que le vaya muy bien. Bajo ese exterior neurótico se esconde un genuino talento.
– ¿Cómo conociste a tu doctor?
– Trabaja en la Sala de Emergencias de Cedars. Es nada menos que un cirujano. Yo estaba en un caso de atraco que acabó en agresión, él estaba colocando un tubo endovenenoso y nuestras miradas se cruzaron. El resto es ya historia.
Me reí tan fuerte que casi me sube el café por la nariz.
– Hace dos años que ha dejado de disimular lo que es.
Se casó mientras estaba en la Facultad de Medicina, tuvo un feo divorcio, fue excomulgado por su familia. No le faltó nada de todo el dramón. Es un tipo fantástico. Tienes que conocerlo.
– Me gustaría.
– Dame unos días para que repase toda la historia de la vida de Morton Handler y luego salimos un día por ahí.
– Trato hecho.
Eran las cuatro menos cinco. Acepté que el Departamento de Policía de Los Ángeles pagara mi comida. Milo dejó una enorme propina según la mejor tradición de la policía en el mundo entero. Camino de la calle le dio una palmada al trasero de Bettijean y la risa de ésta nos siguió al exterior.
El Santa Mónica Boulevard estaba comenzando a atascarse de tráfico y el aire empezaba a oler a polución. Cerré las ventanillas del Seville y puse el aire acondicionado. Coloqué en el cassette una cinta de Joe Pass y Stephane Grappelli. El sonido de Only a Paper Moon, tocado al estilo de los cuarenta llenó el coche. La música me hacía sentir bien. Milo dio una siestecita, roncando sonoramente. Metí el Seville en el tráfico y regresé a Brentwood.