Sonaba exhausta.
– Yo también lo lamento, pero vuélvete a la cama. Duerme un poco y ya te llamaré mañana.
– Si quieres venir, puedes.
Lo pensé, pero estaba demasiado inquieto como para resultar una buena compañía.
– No, muñeca. Descansa. ¿Qué te parece si cenamos mañana? Elige tú el sitio.
– De acuerdo, querido -bostezó… un sonido suave y dulce-. Te quiero.
– Yo también.
Me llevó un tiempo quedarme dormido y, cuando finalmente lo logré, fue un dormir inquieto, marcado por sueños en blanco y negro, con mucho movimiento en ellos. No recuerdo de qué trataban, pero el diálogo era repetitivo y lento, como si todo el mundo estuviera hablando con labios paralizados y bocas llenas de arena húmeda.
A mitad de la noche me levanté, para comprobar si las puertas y ventanas estaban cerradas.
6
Me desperté a las seis de la mañana siguiente, lleno de una energía indefinida. Hacía más de cinco meses que no me había sentido así. La tensión no era mala del todo, pues con ella me llegaba una sensación de tener un propósito que cumplir. Pero, hacia las siete, había ido en incremento, por lo que paseaba por dentro de casa como un jaguar en su jaula.
A las siete treinta decidí que ya era bastante tarde. Marqué el número de Bonita Quinn. Estaba totalmente despierta y sonaba como si hubiera estado esperando mi llamada.
– Buenos días, doctor.
– Buenos días. Pensé que quizá pudiera pasar por ahí, para estar unas horas con Melody.
– ¿Por qué no? No tiene nada que hacer -bajó la voz -. ¿Sabe?, creo que usted le cayó bien. Estuvo hablando de cómo había estado jugando con ella.
– Eso es bueno. Haremos algunas cosas más hoy. Estaré ahí dentro de una media hora.
Cuando llegué, estaba vestida y preparada para salir. Su madre le había puesto un traje de verano de color amarillo pálido que dejaba al descubierto su blanca y huesuda espalda y sus brazos delgados como palitos. Su cabello estaba recogido hacia atrás en una cola de caballo, atado con una cinta amarilla. Agarraba un pequeño bolso de cuero. Yo había pensado pasar algún tiempo en su habitación y luego quizá llevarla a comer fuera, pero estaba bien claro que ella estaba deseando salir.
– Hey, Melody.
Ella apartó la mirada y se chupó el pulgar.
– Esta mañana estás muy bonita.
Sonrió tímidamente.
– Pensé que quizá podíamos dar un paseo con el coche. Ir a un parque. ¿Qué tal te suena eso?
– De acuerdo -la voz quebradiza.
– Muy bien -metí la cabeza en el interior del apartamento. Bonita Quinn estaba pasando la aspiradora, empujándola como si se tratase de una carretada de pescados. Llevaba una sudadera azul en la cabeza y un cigarrillo colgaba de sus labios. La televisión estaba puesta en un programa religioso, pero la pantalla estaba oscurecida por la nieve electrónica y el coro quedaba ahogado por el ruido de la aspiradora.
Le toqué el hombro. Dio un salto.
– Me la voy a llevar, ¿vale? -grité por encima del estrépito.
– Está bien -cuando habló, el cigarrillo se agitó como un cebo para truchas en un torrente saltarín.
Volví con Melody.
– Vamos.
Caminó junto a mí. A medio camino del aparcamiento su pequeña mano se había introducido en la mía.
A través de una serie de curvas por las colinas y afortunados atajos, conecté con la Ocean Avenue. Conduje hacia el sur, hacia Santa Mónica, hasta que llegamos al parque en la cima de la colina que dominaba la autopista Pacific Coast. Eran las ocho treinta de la mañana. El cielo estaba claro, salpicado únicamente con un puñado de nubes, como guijarros, que podían estar tan lejos como Hawaii. Hallé un lugar en el que aparcar en la calle, justo delante de la Camera Oscura y el Centro de Recreo para los Ciudadanos Mayores.
Aun a aquella hora temprana de la mañana el lugar estaba a rebosar. Los ancianos atestaban los bancos y el patio delantero. Algunos de ellos charloteaban sin cesar con otros, o consigo mismos. Otros miraban fijamente al paseo, en mudo trance. Chavalas de piernas largas con mínimas camisetas y pantaloncitos de satén que sólo cubrían la décima parte de su región glútea pasaban patinando, trasformando los senderos entre las palmeras en autopistas de carne. Algunas de ellas llevaban auriculares estéreo… aceleradas mujeres del espacio, con expresiones beatíficas congeladas en sus rostros perfectos a la califor- niana.
Los turistas japoneses tomaban fotos, se daban codazos los unos a los otros, señalaban y reían. Vagos mal vestidos estaban sin hacer nada junto a la barandilla que separaba el incierto acantilado del puro espacio vertiginoso. Fumaban tapando el cigarrillo con la mano y contemplaban al mundo con miedo y disgusto. Un número sorprendente de ellos eran hombres jóvenes. Todos tenían el aspecto de haber salido reptando de alguna profunda, oscura e improductiva mina.
Había estudiantes leyendo, parejas tendidas sobre la hierba, niños corriendo por entre los árboles y algunos encuentros furtivos que sospechosamente parecían compraventas de droga.
Melody y yo caminamos a lo largo del borde exterior del parque, mano con mano, hablando poco. Le ofrecí comprarle un barquillo de un vendedor callejero, pero me contestó que no tenía hambre. Recordé que la pérdida del apetito era otro de los efectos secundarios de la Ritalina. O quizá fuese que acababa de desayunar copiosamente.
Llegamos al sendero que llevaba al muelle.
– ¿Has montado alguna vez en un tío-vivo? -le pregunté.
– En una ocasión. Fuimos en una excursión del colegio a la Montaña Mágica. Las montañas rusas me asustaron, pero me gustó el tío-vivo.
– Vamos -señalé hacia el muelle-. Hay uno allí. Daremos unas vueltas.
En contraste con el parque, el muelle casi estaba desierto. Había alguna gente pescando acá y allá, en su mayoría viejos negros y asiáticos, pero sus expresiones eran pesimistas y sus cubos estaban vacíos. Los viejos tablones de madera del malecón estaban llenos de escamas secas que se habían quedado pegadas a ellos, lo que les daba el aspecto de tener lentejuelas bajo aquel sol matutino. Varios de los envejecidos tablones tenían rajas y, mientras caminábamos, pude ver fugazmente el mar que abajo golpeaba a las pilastras y se retiraba con un siseo de advertencia. A la sombra de la parte inferior de la tripa del muelle el agua se veía negra-verdosa. Había un fuerte olor a creosota y sal en el aire, un aroma maduro y crudo de soledad y horas malgastadas.
Los billares en donde yo acostumbraba a esconderme mientras jugábamos de niños habían sido cerrados. En su lugar había un salón de juegos electrónicos, lleno de máquinas de vídeo. Un solitario chico mejicano tiraba decidido de la manecilla de uno de esos robots pintarrajeados con colores escandalosos. El sonido del ordenador surgía en pips y creecks.
El tío-vivo se albergaba en un edificio que más semejaba un cavernoso granero y que parecía como si fuera a hundirse a la siguiente crecida de la marea. El que lo manejaba era un hombrecillo con una tripa del tamaño de un melón y la piel despellejándosele alrededor de las orejas. Estaba sentado en un taburete, leyendo un impreso de las carreras de caballos y pretendiendo que no estábamos allí.
– Nos gustaría montar en el tío-vivo.
Alzó la vista, nos repasó de una mirada. Melody estaba mirando los viejos carteles que había en una pared: Buffalo Bill, una imagen victoriana de unos enamorados.
– Un cuarto de dólar cada vez.
Le di un par de billetes.
– Téngalo girando un rato.
– Seguro.
La alcé hasta un gran caballo blanco y oro, con una pluma rosa por cola. La barra de latón en la que estaba empalado tenía tiras diagonales a lo largo. Seguro que subía y bajaba. Me puse en pie junto a ella.