Con los ojos acuosos, luché contra la necesidad de vomitar y seguí la silueta de Milo, que avanzaba hacia la cocina.

Estaba sentado allá, ante la mesa de fórmica. La parte inferior de él, la que estaba vestida, aún parecía humana. El traje, azul cielo, de vendedor, la camisa color maíz con un pañuelo de cuello de seda azul. Los toques de distinción: el pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta, los zapatos con pequeños adornos colgantes en cuero, el brazalete de oro que colgaba en derredor de una muñeca plagada de gusanos.

Desde el cuello arriba era algo como lo que tiran a la basura los patólogos. Parecía como si le hubieran estado trabajando el cráneo con una barra de hierro, pues toda la parte delantera, lo que antes fue su cara, estaba hundida, pero realmente resultaba imposible saber a qué había sido sometida aquella masa hinchada y sanguinolenta que estaba unida a sus hombros… tan avanzado era el estado de descomposición en que se encontraba…

Milo comenzó a abrir ventanas y me di cuenta de que la casa se notaba tan caliente como si fuera el interior de un horno, calentada por los hidrocarbonos emitidos por la materia orgánica en descomposición. Era una rápida respuesta a la crisis de la energía: ahorre kilowatios, mate a un amigo…

No pude resistir más. Corrí hacia la puerta, jadeando y tiré el pañuelo cuando estuve fuera. Tragué ansiosamente, a borbotones, el frío aire exterior. Me temblaban las manos.

Ahora había mucha excitación en el vecindario. Los vecinos: hombres, mujeres y niños, habían salido de sus castillos, haciendo una pausa en medio de las noticias de la noche, interrumpiendo el comer sus festines recién descongelados, para mirar boquiabiertos a las parpadeantes luces carmesí y escuchar a la tartamudeante estática de la radio de los coches patrulla, contemplando la camioneta del forense que se había quedado aparcada en la acera con la fría autoridad de un déspota que preside un desfile. Algunos crios iban con sus bicicletas calle arriba, calle abajo. Las voces que murmuraban adquirían la tonalidad de las langostas cuando viajan en nube. Un perro ladraba. Bienvenidos a los barrios residenciales.

Me pregunté dónde habrían estado todos cuando alguien se había metido en la casa de Bruno, le había atizado hasta dejarlo hecho gelatina, cerrado todas las ventanas y abandonado allá para que se descompusiese.

Al fin salió Milo, con la cara verde. Se sentó en los escalones delanteros y colgó su cabeza entre las rodillas. Luego se levantó y llamó a los empleados de la oficina del forense, para que se acercasen. Habían llegado preparados, con mascarillas de gas y guantes de goma. Entraron con una camilla vacía y salieron llevando algo envuelto en un sudario de plástico negro.

– Ugh. ¡Qué asco! -le dijo una quinceañera a su amiga.

Era un modo tan elocuente de decirlo como cualquier otro.

12

Tres mañanas después de que descubriéramos la carnicería de Bruno, Milo quiso venir a revisar detenidamente el historial psiquiátrico del vendedor. Yo lo retrasé hasta la tarde. Movido por un instinto que no me resultaba nada claro, llamé a André Jaroslav a su estudio en Hollywood Oeste y le pregunté si tenía tiempo para ayudarme a poner al día mis conocimientos en karate.

– Doctor -dijo, con un acento tan espeso como el goulash-. ¡Cuánto tiempo desde que yo ver usted!

– Lo sé, André. Demasiado. Me he abandonado, pero espero que me puedas ayudar.

Se echó a reír.

– Hum. Tengo grupo intermedio a las once y clases privadas a las doce. Luego irme a Hawaii, doctor. Para coreografiar escenas de peleas para nuevo programa de televisión. Chica policía que hace judo y atrapa violadores. ¿Qué piensa?

– Muy original.

– Ja. Tener que trabajar con chica cabello rojo, esa Shandra Layne. Para enseñar a ella como tirar a hombres grandes. Como Wonder Woman, ¿ja?

– Ja. ¿Tienes tiempo antes de la once?

– Para tú, doctor… siempre. Ponerte en forma. Ven a las nueve y te daré dos horas.

El Instituto de Artes Marciales estaba situado en Donehy, en Santa Mónica, junto al club nocturno Troubadour. Era toda una institución en Los Ángeles, anterior a la locura por el kung-fu al menos en quince años. Jaroslav era un checo de piernas arqueadas que se había escapado en los años cincuenta. Tenía una voz chillona y aguda que él atribuía a que los nazis le habían pegado un tiro en la garganta. La verdad es que había nacido con el registro vocal de un capón histérico. No había sido fácil sobrevivir en la Praga de la postguerra, siendo un judío de voz chillona, pero Jaroslav había inventado su propio modo de hacerlo. Empezando de niño se había autoenseñado educación física, levantamiento de peso y las artes de la autodefensa. Cuando estaba en la veintena dominaba cualquiera de las doctrinas de las artes marciales, desde la esgrima con sable al hopkaido, y un montón de matones se habían llevado dolorosas sorpresas.

Me recibió a la puerta, desnudo de cintura para arriba, con un manojo de narcisos en la mano. La acera estaba repleta de tipos anoréxicos, de sexo indefinido, agarrándose a estuches de guitarra como si fueran salvavidas, chupando ansiosamente cigarrillos y contemplando el tráfico que pasaba con la incomprensión de los muy colgados.

– Audición -gimió, señalando con un dedo la puerta del Troubadour y mirándolos con ironía-. Los artesanos de la nueva era, doctor.

Entramos en su estudio, que estaba vacío. Colocó las flores en un jarrón. La sala de prácticas era una extensión de suelo de arce pulimentado bordeado por paredes blanqueadas. Fotos autografiadas de estrellas y cuasiestrellas colgaban en grupos. Fui a un vestidor con las tiesas prendas blancas que me entregó y surgí con el aspecto de un extra en una película de Bruce Lee.

Jaroslav estaba en silencio, dejando que su cuerpo y sus manos hablasen. Me situó en el centro del estudio y se quedó frente a mí. Sonrió levemente, ambos hicimos una reverencia y me llevó a través de una serie de ejercicios de precalentamiento que hicieron que me crugiesen las articulaciones. Había sido demasiado tiempo.

Cuando se hubieron desarrollado los katas introductorios, volvimos a inclinarnos. Él sonrió y pasó a barrer el suelo conmigo. Al final de una hora notaba como si me hubieran metido a presión por el triturador de desperdicios. Cada fibra muscular me dolía, cada sinapsis se estremecía en exquisita agonía.

Él siguió adelante, sonriendo y haciendo reverencias, a veces lanzando un alarido agudo, perfectamente controlado, tirándome de un lado a otro como un saco de patatas. Hacia el final de la segunda hora el dolor había dejado de ser inoportuno, para convertirse en un modo de vida, un estado de la conciencia. Pero, cuando nos detuvimos estaba empezando a sentirme de nuevo al control de mi cuerpo. Estaba respirando fuerte, estirándome, parpadeando. Mis ojos me ardían al ir goteando a su interior el sudor. Jaroslav parecía que sólo acababa de estar leyendo el diario de la mañana.

– Usted toma baño caliente, doctor. Que niña mona le haga masaje, usando loción de olmo escocés. Y recuerde: practicar, practicar, practicar.

– Lo haré, André.

– Usted llamarme cuando yo vuelva, en una semana. Le contaré lo de Shandra Layne y comprobaré si ha practicado – me clavó un dedo en la tripa, jocosamente.

– Trato hecho.

Tendió la mano. Yo también, para estrechársela, pero en seguida me puse en tensión, preguntándome si no me iría a derribar de nuevo.

– Ja, bien -dijo. Luego se echó a reír y me dejó ir.

La pulsante agonía me hacía sentirme recto y ascético. Comí en uno de los restaurantes montados en alguna de las docenas de congregaciones cuasi-hindúes que parecen preferir Los Ángeles a Calcuta. Una chica de ojos perdidos y perenne sonrisa, ataviada con ropajes blancos y algo así como un albornoz me sirvió. Tenía la cara de una niña rica unida a los modales de una monja y conseguía sonreír mientras hablaba, sonreír mientras tomaba nota y sonreír mientras se marchaba. Me pregunté si eso también haría daño.


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