– Tú debes de ser muy bueno hablando con los maestros, ¿no? Probablemente lo estabas haciendo continuamente allá en los días en que te ganabas la vida honestamente.

– A veces los maestros odian a los psicólogos, Milo. Nos ven como unos enterados que vamos derramando perlas de sabiduría sobre ellos, mientras que a los maestros les toca apechugar con todo el trabajo sucio.

– Humm -el resto del escocés desapareció.

– Pero no importa, hablaré con ella para hacerte el favor. ¿Dónde puedo encontrarla?

– En la misma escuela en la que enseñaba la Gutiérrez. Al Oeste de Los Ángeles, no muy lejos de donde vives – escribió la dirección en una servilleta de papel y me la dio- Se llama Raquel Ochoa.

Lo deletreó, con una voz que empezaba a hacerse pastosa.

– Usa tu carnet -me dijo, con una palmada en la espalda.

Oímos un sonido chirriante por encima de nuestras cabezas. Alzamos la vista y nos escontramos con el chef encargado del shushi sonriéndonos y afilando sus cuchillos.

Ordenamos la comida. El pescado fresco, el arroz justamente un poco dulce. El rábano picante wasabe me limpió los conductos nasales. Comimos en silencio, sobre un fondo de música de samisen y charlas en idioma extranjero.

13

Me desperté tan tieso como si me hubiera rociado con almidón; las agujetas se habían apoderado de mis músculos, un souvenir de mi bailecito con Jaroslav. Luché contra ellas haciendo una carrera de tres kilómetros cañón abajo y vuelta. Luego practiqué movimientos de karate en el patio de atrás, entre los comentarios divertidos de dos ruiseñores que interrumpieron su pelea doméstica el suficiente tiempo como para mirarme atentamente y luego dedicarme lo que debía ser el equivalente avícola de una pedorreta.

– Volad hasta aquí abajo, pequeños bastardos -les gruñí-, y os enseñaré quién es el más macho.

Me respondieron con un griterío hilarante.

El día estaba convirtiéndose en uno de esos que te destrozan los pulmones, con los sucios dedos de la polución tendiéndose sobre las montañas para ahogar el cielo. El océano estaba oscurecido por un sudario sulfuroso de basura flotando en el aire. Mi pecho me dolía en armonía con la rigidez de mis junturas y, hacia las diez, ya estuve a punto para dejarlo correr.

• Planeé mi visita a la escuela en la que enseñaba Raquel Ochoa para que coincidiese con la hora de comer, esperando encontrarla libre. Eso me dejó el bastante tiempo para un largo baño caliente, una ducha fría y un desayuno, cuidadosamente ensamblado, de huevos con champiñones, tostadas de pan integral, tomates a la plancha y café.

Me vestí informalmente con unos pantalones marrón oscuro, una chaqueta deportiva de pana color tostado, camisa a cuadros y corbata marrón de punto. Antes de marcharme marqué un número que ahora ya me resultaba familiar. Bonita Quinn me contestó:

– ¿Si?

– Señora Quinn, soy el doctor Delaware. Sólo la llamo para saber cómo está Melody.

– Está muy bien – su tono hubiera congelado una jarra de cerveza -. Muy bien.

Antes de que yo pudiera decir más colgó.

La escuela estaba en una parte de la ciudad habitada por clase media, pero podría haber estado en cualquier lugar. Tenía la vieja y familiar distribución de las ciudadelas de la enseñanza por toda la ciudad: edificios color carne, dispuestos en el clásico estilo penintenciario, rodeados por un desierto de asfalto negro y controlados por una verja de tela metálica de tres metros de altura. Alguien había tratado de alegrarlo a base de pintar un mural de niños jugando a lo largo de uno de los edificios, pero no bastaba para lograr tal propósito. Lo que sí ayudaba era la visión y la escucha de verdaderos niños jugando: corriendo, saltando, tropezando, persiguiéndose los unos a los otros, aullando como posesos, tirando pelotas, llorando con el fervor de los realmente acosados («¡Maestra, me ha pegado!»), sentados en corros, intentando alcanzar el cielo. Un pequeño grupo de maestros, de caras aburridas, los contemplaban desde los laterales.

Subí las escaleras delanteras y no tuve problema para hallar la oficina de dirección. El plano interno de las escuelas era tan predecible como su poco atractivo exterior.

Yo antes me preguntaba el motivo por el que todas las escuelas que yo conocía eran tan irremisiblemente feas, tan predeciblemente opresivas, luego había empezado a salir con una enfermera cuyo padre era uno de los principales arquitectos de la empresa que había estado construyendo escuelas durante los últimos cincuenta años. Sus sentimientos hacia él no acababan de ser definidos y hablaba mucho de él: un hombre melancólico y borrachín, que odiaba a su mujer y aún despreciaba más a sus hijos, y que contemplaba al mundo como una serie de tonalidades del desencanto, con escasas variaciones entre ellas. Todo un Frank Lloyd Wright.

La oficina apestaba a líquido de multicopista. Su única ocupante era una mujer negra de unos cuarenta años, muy adusta y encerrada en una fortaleza de madera ya muy maltratada. Le enseñé mi credencial, que no le interesó en lo más mínimo y le pregunté por Raquel Ochoa. El nombre tampoco pareció interesarle demasiado.

– Es una de las maestras de aquí. De cuarto curso – añadí.

– Es la hora de comer. Pruebe en el comedor de maestros.

El tal comedor resultó ser un lugar sin aireación, de siete metros por cinco, en el que habían sido apiñadas mesas y sillas plegables. Una docena de hombres y mujeres estaban acurrucados sobre sus comidas de bolsa y café, riendo, fumando, masticando. Cuando yo entré cesó toda actividad.

– Estoy buscando a la señorita Ochoa.

– No la encontrarás aquí, cariño -me dijo una mujer fortachona de cabellera rubio platino.

Varios de los maestros se rieron. Me dejaron allí en pie durante un rato y, al cabo, un tipo con cara joven y ojos viejos me dijo:

– En la habitación 304. Probablemente.

– Gracias.

Me marché. Estaba ya a mitad de pasillo cuando ellos comenzaron a hablar de nuevo.

La puerta de la 304 estaba entreabierta. Entré. Hileras de banquetas escolares desocupadas llenaban cada metro cuadrado de espacio, con la excepción de un estrecho trozo en la parte de delante, que había sido reservado para la mesa del profesor, un rectángulo con forma de caja, en metal, tras el que estaba sentada una mujer hundida en el trabajo. Si me había oído entrar no dio señales de ello, pues continuó leyendo, haciendo anotaciones, tachando errores. Una bolsa marrón sin abrir estaba colocada junto a su codo. La luz entraba en chorro a través de partículas de polvo que danzaban, suspendidas, en los haces de sol. Aquella suavidad tan a lo Vermeer estaba en claro conflicto con la severidad utilitaria de la sala: crudas paredes blancas, una pizarra peliculada por residuos de tizas, una sucia bandera americana.

– ¿Señorita Ochoa?

El rostro que se levantó parecía salido de un mural de Rivera. Una piel rojizo- marrón, estirada muy tirante sobre unos huesos claramente definidos pero delicadamente construidos, labios líquidos y unos fundentes ojos negros, enmarcados por gruesas cejas oscuras. Su cabello era largo y liso, partido en el centro y cayéndole espaldas abajo. Parte azteca, parte española, parte desconocida.

– ¿Si? -su voz era suave en volumen, pero el timbre era defensivamente duro. Algo de la hostilidad que había descrito Milo era inmediatamente aparente. Me pregunté si era una de aquellas personas que había convertido la vigilancia psicológica en todo un arte.

Fui hasta ella, me presenté y le mostré la identificación. Ella la inspeccionó.

– ¿Doctor en qué?

– En psicología.

Me miró con desdeño.

– Como la policía no ha logrado satisfacción, ¿ahora manda a los comecocos?

– No es tan simple.


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