Así que, finalmente, Olivia había abandonado el sector público.
– ¿Tiene usted su número?
– Un momento, señor.
– No se moleste, gracias -colgué y consulté las páginas amarillas en la sección Servicios de Salud Mental. El número pertenecía a una dirección en Broadway en donde Santa Mónica se acerca a Venice, no lejos del estudio de Robin. Llamé.
– Grupo Médico- Psiquiátrico de Santa Mónica.
– La señora Olivia Brickerman, por favor.
– ¿Quién la llama?
– El doctor Delaware.
– Un momento -la línea quedó en silencio. Aparentemente el uso de la música ambiental para amenizar las esperas telefónicas no era algo en que estuviera de acuerdo el Grupo.
– ¡Alex! ¿Cómo estás?
– Muy bien, Olivia, ¿y tú?
– Maravillosamente. Pensé que estabas en alguna parte de los Himalayas.
– ¿Y por qué pensabas eso?
– ¿No es ahí donde se va la gente cuando quiere hallarse a sí misma? ¿A algún sitio frío y con poco oxígeno y con un hombrecillo con barba, sentado en la cima de una montaña, masticando raicillas y leyendo un ejemplar de una revista del corazón?
– Eso fue en los sesenta, Olivia. En los ochenta uno se queda en casa y se empapa en agua caliente.
– ¡Ja!
– ¿Cómo está Al?
– Tan extrovertido como siempre. Cuando me marché esta mañana estaba acurrucado sobre el tablero, murmurando algo sobre la defensa pakistaní o alguna otra naarishkeit.
Su esposo, Albert D. Brickeran, era el experto en ajedrez del Times. En los cinco años que yo lo había conocido jamás le había oído pronunciar más de doce palabras seguidas. Era difícil imaginar lo que él y Olivia, Miss Sociabilidad del año 1930, reelegida como tal cada año hasta 1980, podían tener en común. Pero llevaban casados treinta y siete años, habían criado cuatro hijos y parecían felices el uno con el otro.
– Así que finalmente dejaste el Departamento de Servicios Sociales.
– Sí, ¿puedes creerlo? ¡Incluso los percebes pueden ser arrancados!
– ¿Y qué fue lo que te llevó a una actuación tan impulsiva?
– Te diré, Alex, podría haber seguido allí. Desde luego, el sistema olía mal… ¿qué sistema no huele mal? Pero ya estaba acostumbrada a ello, como una se acostumbra a una verruga. Me agrada pensar que aún estaba haciendo un buen trabajo… aunque, te lo aseguro, las historias se hacían cada vez más y más tristes. ¡Tanta miseria! Y con los recortes en los fondos, la gente recibía menos y menos… y se irritaba más y más. Se vengaban en los empleados asignados a sus casos. A una chica la acuchillaron en una de las oficinas del centro. Al final había guardas armados en cada oficina. ¡Pero qué infiernos, yo nací en Nueva York! Entonces mi sobrino, el hijo de mi hermana, Steve, acabó en la Facultad de Medicina y decidió hacerse psiquiatra… ¿puedes creértelo, otra persona dedicada a la salud mental en la familia? Su padre es cirujano y ésta era la manera más segura que tenía él para rebelarse. De cualquier modo, él siempre ha estado muy unido a mí y era un chiste habitual en la familia el que, cuando empezase a trabajar, rescataría a la Tía Livvy del Departamento de Servicios Sociales y se la llevaría a su consultorio. ¿Y quieres creer que eso es exactamente lo que hizo? Un día me escribe una carta, me dice que viene a California a unirse a un grupo y que necesitan a una trabajadora social para los recién llegados y los casos de corta duración y, ¿no me gustaría intentarlo? Así que aquí estoy, con vistas a la playa, trabajando para el pequeño Steve… aunque, naturalmente, no le llamo así delante de la otra gente.
– Es estupendo, Olivia. Suenas muy feliz.
– Lo soy. Bajo a la playa a la hora de comer, leo un libro y me pongo morena. Después de veintidós años, finalmente siento que realmente vivo en California. Quizá pueda empezar a patinar sobre ruedas, ¿eh?
La imagen de Olivia, que estaba construida más o menos como Alfred Hitchcock, pasando zumbando sobre patines me hizo reír.
– ¡Ah, ahora te ríes! ¡Espera y verás! -se carcajeó -. Pero ya basta de autobiografía. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Necesito alguna información sobre un lugar llamado La Casa de los Niños, en Malibú.
– ¿El sitio de McCaffrey? ¿Estás pensando en mandar a alguien allí?
– No. Es una larga historia.
– Mira, si es tan larga, ¿por qué no me das una oportunidad de husmear en mis archivos? Ven a mi casa esta noche y te lo contaré todo en persona. Estaré trabajando al horno y Albert meditando en su tablero. Hace tiempo que no te vemos.
– ¿Qué estarás haciendo al horno?
– Strudel, pirogis, galletas.
– Iré. ¿A qué hora?
– Sobre las ocho. ¿Te acuerdas del lugar?
– No ha pasado tanto tiempo, Olivia.
– Dos veces más de lo que tú te crees. Oye, no quiero ser una yenta, pero si no tienes una amiguita, hay una jovencita, también psicóloga, que ha venido aquí a trabajar. Los dos tendríais hijos realmente brillantes.
– Gracias. Pero tengo a alguien.
– Maravilloso. Tráetela.
Los Brickerman vivían en Hayworth, no muy lejos del distrito de Fairfax, en una pequeña casa de estuco beig, con un tejado de tejas españolas. El enorme Chrysler de Olivia estaba aparcado en el caminito de la entrada.
– ¿Qué es lo que yo hago aquí, Alex? -me preguntó Robin, mientras nos acercábamos a la puerta delantera.
– ¿Te gusta el ajedrez?
– No sé cómo se juega.
– No te preocupes por eso. Ésta es una casa en la que no tienes por qué ir con cuidado con lo que dices. Tendrás suerte si te dan la oportunidad de hablar. Tú come galletas y pásatelo bien.
Le di un beso y llamé al timbre.
Olivia lo contestó. Estaba igual… quizá con unos kilos de más, con su cabello como una masa de rizos cubierta de jenna, su rostro sonrosado y abierto. Vestía una túnica, con un estampado hawaiano, que ondulaba cuando se reía. Abrió los brazos y me hundió contra su pecho, que tenía el tamaño y la consistencia de un pequeño sofá.
– ¡Alex! -me soltó y me mantuvo al largo de sus brazos -. Ya no más barba… antes te parecías a D.H. Lawrence, ahora pareces un estudiante recién graduado.
Se volvió y le sonrió a Robin. Las presenté.
– Me encanta conocerte. Eres muy afortunada, es un chico encantador.
Robin enrojeció.
– Entrad.
La casa estaba impregnada con buenos y dulzones aromas de horneado. Al Brickerman, todo un profeta con cabello y barba blancos, estaba sentado, inclinado sobre un tablero de ébano y arce, en la sala de estar. Estaba rodeado por montones de cosas: libros en estanterías y en el suelo, fotografías de hijos y nietos, menorahs, recuerdos, muebles demasiado tapizados, vestido con una bata vieja y zapatillas.
– Al, Alex y su amiga están aquí.
– Humm – gruñó y alzó la mano sin apartar la mirada de las piezas del tablero.
– Es bueno volverte a ver, Al.
– Humm.
– Es un verdadero esquizoide -le confió Olivia a Robin -, pero es pura dinamita en la cama.
Nos llevó a la cocina. Aquella habitación era la misma que cuando la casa había sido construida, cuarenta años antes: baldosas amarillas con bordes marrones, un estrecho fregadero de porcelana, los alféizares de las ventanas repletos de plantas en macetas. La nevera y la cocina eran viejas Kenmore. Un cartel de cerámica colgaba sobre la puerta que llevaba al porche del servicio: ¿Cómo puede uno alzar el vuelo como un águila, cuando está rodeado de pavos?
Olivia me vio mirándolo.
– Fue mi regalo de despedida de cuando me fui del Departamento de Servicios Sociales. Me lo hice yo misma – nos trajo una bandeja de galletas, aún calientes.
– Tomad. Coged algunas antes de que me las coma todas. Mirad esto… me estoy volviendo una obesa -se palmeó el trasero.
– Más para amar -le dije y ella me dio un pellizco en la mejilla.
– Humm. Son excelentes -dijo Robin.