– ¿Sabes, Alex? -me estaba diciendo el director-. A veces, en medio de los trabajos por tratar de sintetizar la alta tecnología y en medio del pleno heroísmo que es tan fundamental a buena parte de la moderna medicina, resulta que uno pierde de vista el factor humano.
Era un perfecto pequeño discurso. Esperaba que recordase aquello cuando llegase el momento de preparar los presupuestos para el próximo año.
Siguió haciéndome la pelota, hablando de la necesidad de que el hospital estuviera «a la vanguardia de las empresas humanitarias», luego sonrió y se inclinó hacia adelante.
– Además, me imagino que hay una buena posibilidad de realizar investigaciones en este caso… digamos que te puede dar al menos para un par de artículos, a publicar en junio.
Junio era cuando me presentaba a oposiciones para obtener mi propia cátedra. Y el director estaba en el Comité de Selección de la Facultad de Medicina.
– Henry, tengo la impresión de que estás apelando a mis más bajos instintos.
– ¡Jamás se me ocurriría tal cosa! -me guiñó el ojo en plan cómplice-. Nuestro principal interés se halla en ayudar a esos pobres, pobres niños.
Agitó la cabeza.
– Es un asunto realmente repugnante. A ese hombre habría que castrarlo. Pura justicia de cirujano.
Me volqué, con mi acostumbrada monomanía, en el planteamiento del programa de tratamiento. Recibí permiso para llevar a cabo las sesiones de terapia en mi consulta privada, tras prometer que el Centro Médico se llevaría todos los honores.
Mi objetivo era lograr que las familias expresasen todos los sentimientos que habían mantenido bajo llave desde que habían salido a la luz los rituales subterráneos de Hickle, y ayudarles a compartir unos con otros esos sentimientos, con el fin de que vieran que no estaban solos. La terapia estaba pensada como un programa intensivo de seis semanas, usando grupos: los padres, los niños, sus hermanos y múltiples familias, así como tantas sesiones individuales cual fueran precisas. El ochenta por ciento de las familias se apuntaron y ni una sola lo dejó correr. Nos encontrábamos por la noche en mi consulta de Wilshire, cuando el edificio estaba vacío y silencioso.
Había noches en las que salía de las sesiones física y emocionalmente depleto, tras oír cómo la angustia fluía cual sangre de una herida abierta. Que nadie se atreva a decir lo contrario: la psicoterapia es una de las tareas más agotadoras que conozca la Humanidad. Yo he llevado a cabo toda clase de trabajos, desde recolectar zanahorias bajo el ardiente sol hasta sentarme en comités nacionales en lujosas salas de juntas, y no hay nada que pueda compararse al enfrentarse con la miseria humana, hora tras hora, y tener la responsabilidad de aliviar esa miseria usando únicamente tu mente y tu palabra. En sus mejores momentos es tremendamente animador, cuando ves que tu paciente se abre, respira, deja atrás el dolor. En los peores momentos es como hacer el surf en una letrina, luchando por mantener el equilibrio mientras te golpea ola tras pútrida ola.
El tratamiento funcionó. Los ojos de los niños volvieron a brillar. Las familias se tendieron las manos y se ayudaron unas a otras. Gradualmente, mi papel fue disminuyendo hasta el de simple observador.
Unos pocos días antes de la última sesión recibí una llamada de un periodista del National Medical News, una de esas revistas médicas que les regalan a los doctores y éstos dejan en sus salitas de espera. Su nombre era Bill Roberts, estaba en la ciudad y quería entrevistarme. El artículo estaría destinado a los pediatras, para alertarles acerca del problema de los abusos sexuales a los niños. Me pareció una causa notable y acepté hablar con él.
Eran las siete treinta de la tarde cuando saqué mi coche del parking del hospital y me dirigí hacia el oeste. No había mucho tráfico y llegué a la torre de granito negro y cristal que albergaba mi consulta hacia las ocho. Aparqué en el garaje subterráneo, atravesé las dobles puertas de cristal para entrar en un vestíbulo que estaba en silencio, si no contamos la música ambiental, y subí en el ascensor hasta el sexto piso. Se abrieron las puertas, fui pasillo abajo, giré la esquina y me detuve.
No había nadie esperándome, lo que no era muy habitual, pues siempre había comprobado que los periodistas son muy puntuales.
Me acerqué a la puerta de mi oficina y vi cómo un estilete de luz rasgaba diagonalmente el suelo. La puerta estaba entreabierta, quizá un par de centímetros. Me pregunté si el equipo nocturno de limpieza habría dejado entrar a Roberts. Si era así tendría una charla con el encargado del edificio acerca de esa ruptura de las medidas de seguridad.
Cuando llegué hasta la puerta supe que algo andaba mal. Había raspaduras alrededor de la manecilla y virutas de metal sobre la alfombrilla. Y sin embargo, como si estuviera siguiendo lo escrito en un guión, entré.
– ¿Señor Roberts?
La sala de espera estaba vacía. Entré en la consulta propiamente dicha. El hombre que estaba en mi sofá no era Bill Roberts. Jamás me lo habían presentado, pero le conocía muy bien.
Stuart Hickle estaba desplomado sobre los blandos cojines de algodón. Su cabeza -lo que quedaba de ella – estaba apoyada contra la pared, con los ojos mirando ausentes al techo. Sus piernas estaban espasmódicamente abiertas. Una mano estaba apoyada sobre un punto húmedo de su bajo vientre. Había tenido una erección. Las venas de su cuello se erguían en bajorrelieve. Su otra mano yacía inerte sobre su pecho; con un dedo engarfiado alrededor del gatillo de una fea pequeña pistola de acero azulado. El arma colgaba, con la culata hacia abajo y la boca del cañón a un par de centímetros de la abierta boca de Hickle. En la pared, tras su cabeza, había pedazos de cerebro, hueso y sangre. Una mancha escarlata decoraba el estampado verde suave del empapelado como si fuera la marca dejada por la mano de un niño. Más escarlata caía de la nariz, las orejas y la boca. La habitación olía a petardos y desechos humanos. Marqué en el teléfono.
El veredicto del forense fue muerte por suicidio. La versión final era algo así como esto: Desde su detención, Hickle había estado muy deprimido e, incapaz de soportar la humillación pública, había elegido la escapatoria de los samuráis. Había sido él quien, como Bill Roberts, había quedado citado conmigo, quien había forzado la cerradura y se había saltado la tapa de los sesos. Cuando la policía me había hecho escuchar grabaciones de su confesión, la voz me había resultado similar a la de «Roberts»… o, al menos, lo bastante parecida como para impedirme decir que no se semejaban.
En cuanto al porqué había elegido mi oficina para su canto del cisne, fue algo para lo que mis colegas comecocos consultados tuvieron una pronta respuesta: Debido a mi papel como terapeuta de las víctimas, yo era una figura paterna simbólica, que estaba deshaciendo el daño que él había perpetrado. Su muerte era un gesto, igualmente simbólico, de arrepentimiento.
Fin.
Pero incluso los suicidios -especialmente aquéllos que están conectados con casos criminales en curso – tienen que ser investigados, atados los cabos sueltos y allí se inició un pásale- a- otro- ese- muerto entre el Departamento de Policía de Beverly Hills y el de Los Ángeles. Beverly Hills aceptaba que el suicidio había tenido lugar en su propio campo, pero afirmaba que era una simple extensión de los crímenes anteriores… que habían sucedido en el territorio de Los Ángeles Oeste. Gol. A Los Ángeles Oeste le hubiera encantado devolver la pelota, pero el caso aún estaba en los papeles y lo que menos le hubiera gustado al Departamento hubiera sido un artículo sobre el incumplimiento de los deberes propios.
Así que la china le tocó a Los Ángeles Oeste. Especialmente le tocó al detective de Homicidios Milo Bernard Sturgis.
No empecé a tener problemas sino hasta una semana después de encontrarme con el cadáver de Hickle, lo cual es un retraso normal, porque yo me estaba negando a aceptar todo aquello y, además, estaba más que un poco atontado. Y puesto que, como psicólogo, se suponía que yo era capaz de enfrentarme con tales cosas, a nadie se le ocurrió preocuparse por mi estado de salud.