Se oyó un chirrido, después algo que se partía y a continuación se abrió la puerta,
Burton se lanzó al interior seguido por Collin. En la pared había un interruptor. El agente encendió la luz y los dos hombres echaron una ojeada.
Russell espió el interior, vio la silla. Al darse la vuelta, se quedó de una pieza. Veía la cama. La cama donde un momento antes… Se frotó las sienes para aliviar el terrible dolor que sentía en la cabeza.
Un espejo de una sola cara.
Volvió la cabeza y se encontró que miraba por encima de su hombro y a través del espejo. Su comentario de que había habido alguien espiándolos había resultado profético. El agente miró a Russell sin saber qué hacer.
– Debió estar aquí todo el tiempo -dijo Burton-. ¡Todo el tiempo! No me lo puedo creer. -El hombre miró los estantes vacíos-. Al parecer se llevó una buena carga. Dinero en metálico, joyas y bonos canjeables.
– ¡Qué más da! -estalló Russell-. El tipo lo vio y escuchó todo, y ustedes le dejaron escapar.
– Tenemos el número de la matrícula. -Collin esperaba otra sonrisa de premio y se quedó con las ganas.
– ¿Y qué? ¿Cree que se quedará sentado tranquilamente en su casa a esperar que llamemos a su puerta?
Russell se sentó en la cama. Le daba vueltas la cabeza. Si el tipo había estado allí lo había visto todo. Sacudió la cabeza. Una situación mala pero controlable se había convertido de pronto en un desastre incomprensible y fuera de su control. Sobre todo a la vista de la información que Collin le había transmitido cuando entró en el dormitorio.
¡El muy hijo de puta tenía el abrecartas! La sangre, las huellas digitales, todo; el camino directo a la Casa Blanca.
Miró el espejo y después la cama, donde antes, no hacía mucho, ella había estado montada sobre el presidente. En un gesto involuntario se apretó la chaqueta. De pronto le entraron náuseas. Se sujetó a uno de los postes de la cama. Collin salió de la cámara.
– No olvide que él cometió un delito al estar aquí. Se encontrará metido en un follón si va a la poli. -Esto se le había ocurrido al joven agente mientras revisaba la cámara.
Tendría que haber pensado un poco más.
– No tiene por qué ir y entregarse para sacar tajada -replicó Russell, que contuvo a duras penas el vómito ¿Acaso no ha escuchado hablar del maldito teléfono? Lo más probable es que ya esté llamando al Post. ¡Joder! Y después a los periódicos, y el sábado le veremos con Oprah y Sally charlando tranquilamente desde una isla con la cara borrosa. Después aparecerá el libro y a continuación la película. ¡Mierda!
Russell se imaginó la llegada de un paquete al Post, al edificio J. Edgar Hoover, a la oficina del fiscal general o al despacho del jefe de la minoría en el Senado, todos los posible receptores capaces del máximo daño político, sin mencionar las repercusiones legales.
La nota que acompañaría al paquete les pediría que compararan las huellas y la sangre con las del presidente de Estados Unidos.
Parecería una broma pero lo harían. Desde luego que lo harían. Las huellas digitales de Richmond ya estaban en los archivos. El ADN sería el mismo. Encontrarían el cadáver, averiguarían el tipo de sangre y les formularían más preguntas de las que podrían contestar.
Estaban muertos, todos estaban muertos y enterrados. El muy cabrón había estado sentado allí, esperando su oportunidad. Sin saber que esta noche le había tocado la lotería. Nada tan sencillo como el dinero. Estaba en sus manos derribar a un presidente, hacerle estrellarse contra el suelo sin ninguna posibilidad de supervivencia. ¿Cuántas veces tenía alguien una oportunidad como esta? Woodward y Bernstein se habían convertido en superhombres, no podían hacer nada mal. Esto convertía al Watergate en algo ridículo. No había manera de controlarlo.
Russell consiguió llegar al baño por los pelos. Burton miró el cadáver y después a Collin. No dijeron nada; sus corazones latían cada vez más rápido a medida que eran conscientes de la enormidad de la situación que se posaba sobre ellos como una lápida de cemento. Dado que no sabían qué más hacer, Burton y Collin buscaron el equipo de limpieza mientras Russell vaciaba el contenido de su estómago. Se marcharon al cabo de una hora.
Cerró la puerta sin hacer ruido.
Luther calculó que en el mejor de los casos dispondría de dos días, o menos. Se arriesgó a encender la luz y de inmediato echó un vistazo a la sala.
Su vida había pasado de la normalidad, o algo cercano, al mundo de las pesadillas.
Descargó la mochila, apagó la luz y se acercó a la ventana.
Nada, todo estaba tranquilo. Escapar de aquella casa había sido la peor experiencia de su vida, peor incluso que verse en medio de un ataque de los norcoreanos. Todavía le temblaban las manos. Durante el viaje de regreso le había parecido que los faros de los otros coches le iluminaban la cara en busca de su secreto. En dos ocasiones se había cruzado con vehículos de la policía, y se había quedado sin respiración y el cuerpo bañado en sudor.
Había devuelto el automóvil al depósito de coches de donde lo había sacado «en préstamo» unas horas antes. La matrícula no les llevaría a ninguna parte, pero alguna otra cosa sí.
Dudaba de que le hubieran visto. Incluso si le habían visto no sabían más que su estatura aproximada y su constitución. La edad, raza y rasgos faciales seguirían siendo un misterio, y sin eso no tenían nada. Además, la velocidad de la carrera les haría pensar que se trataba de un hombre joven. Quedaba un cabo suelto, y él había pensado en cómo manejarlo durante el viaje de regreso. Guardó todo lo que pudo de los últimos treinta años en dos maletas; ya no volvería.
Mañana por la mañana cancelaría las cuentas; eso le daría los recursos suficientes para marcharse bien lejos. Se había enfrentado a demasiados peligros a lo largo de su vida. Pero no era difícil escoger entre enfrentarse al presidente de Estados Unidos o largarse.
El botín de esta noche estaba a buen recaudo. Tres meses de trabajo por un precio que podía acabar matándole. Cerró la puerta con llave y desapareció en la noche.