– Ya sabes, no soy mi propio jefe.

– Eso no es ninguna excusa. Yo también trabajo.

– Sí, pero la diferencia está en que tu jefe tiene tu mismo apellido, y está chalado por su hija.

– Mamá y papá ya han salido. La limusina vendrá a recogernos dentro de veinte minutos.

– Sobra tiempo. -Jack se desnudó y corrió a la ducha. Apartó la cortina-. Jenn, ¿puedes sacar el traje azul cruzado?

Ella entró en el baño sin disimular el disgusto ante el desorden.

– La invitación decía corbata negra [Esmóquin. «Corbata blanca» sería frac. (N. del T. )].

– Corbata negra opcional -le corrigió él, mientras se quitaba el jabón de los ojos.

– Jack, no me hagas esto. Es la Casa Blanca, es el presidente.

– Te dan a escoger, corbata negra o no. Sólo ejercito mi derecho a no llevar corbata negra. Además, no tengo esmóquin. -Le sonrió y cerró la cortina.

– Tenías que conseguirte uno.

– Me olvidé. Venga, Jenn, por lo que más quieras. Nadie se fijará en mí, a nadie le importará cómo voy vestido.

– Gracias, muchas gracias, Jack Graham, gracias por hacerme un favor.

– ¿Sabes lo que valen esas cosas?

El jabón le irritaba los ojos. Pensó en Barry Alvis, en tener que trabajar todo la noche, en explicárselo a Jenny y después al padre, y su tono se agrió un poco.

– Además, ¿cuántas veces me pondré esa cosa? ¿Una o dos veces al año?

– Después de casarnos iremos a muchos actos donde el esmóquin no es opcional sino obligatorio. Es una buena inversión.

– Antes invertiría mi fondo de pensiones en pipas. -Asomó la cabeza otra vez para demostrarle que no lo decía en serio, pero ella no estaba.

Se secó el pelo con la toalla, se la envolvió alrededor de la cintura y entró en el pequeño dormitorio donde encontró un flamante esmóquin colgado en la puerta. Jennifer reapareció con una sonrisa.

– Con los mejores deseos de empresas Baldwin. Es de Armani. Te quedará precioso.

– ¿Cómo sabes mi talla?

– Tienes una cincuenta y dos. Podrías ser modelo. El modelo personal de Jennifer Baldwin. -Ella le pasó los brazos perfumados por los hombros y apretó. Jack sintió la presión de los pechos bastante grandes contra la espalda y maldijo en silencio no tener tiempo para aprovechar esta ocasión. Sólo una vez sin los malditos murales, sin los querubines y las carrozas; quizá sería otra cosa.

Miró con nostalgia la pequeña cama revuelta. Para colmo tenía que trabajar toda la noche. Todo por culpa del maldito Barry Alvis y el gilipollas de Raymond Bishop.

¿Por qué cada vez que veía a Jennifer Baldwin deseaba que las cosas fueran diferentes entre ellos? Por diferente quería decir mejor. Que ella o él cambiaran, o poder encontrarse a medio camino. Era hermosa, tenía todo lo que podía desear. Joder, ¿cómo podía ser tan imbécil?

La limusina circulaba sin problemas entre los restos de la hora punta. Los días de entre semana, después de las siete de la tarde, el centro de Washington siempre está casi vacío.

Jack miró a su prometida. El abrigo liviano pero carísimo no ocultaba la profundidad del escote. Las facciones exquisitamente modeladas estaban cubiertas por una piel sin mácula donde de vez en cuando brillaba una sonrisa. La abundante cabellera castaña que siempre llevaba suelta, esta vez estaba recogida en un peinado alto. Se parecía a una de aquellas super modelos de un solo nombre.

Él se acercó un poco más. Jennifer le sonrió, comprobó el maquillaje perfecto, y le palmeó la mano.

Él le acarició la pierna, le subió la falda; ella le apartó.

– Quizá más tarde -susurró Jennifer para que el chófer no la oyera.

Jack sonrió; musitó que quizá más tarde le dolería la cabeza. Ella soltó una carcajada y entonces él recordó que hoy no habría un «más tarde».

Se apoyó en el respaldo mullido y miró a través de la ventanilla. No había estado nunca en la Casa Blanca; Jennifer sí, dos veces. No parecía nerviosa; él sí. Se arregló la pajarita y se pasó la mano por el pelo cuando cruzaron el portón de entrada.

Los guardias de la Casa Blanca verificaron las identidades; como siempre, Jennifer fue objeto de las miradas de todos los hombres y mujeres presentes. Cuando se agachó para acomodarse el zapato, casi se le salieron los pechos del vestido de cinco mil dólares para gran alegría de varios ayudantes de la Casa Blanca. Jack recibió las habituales miradas de envidia por parte de los hombres. Después entraron en el edificio y presentaron las invitaciones al sargento de marina que les escoltó a través del corredor bajo nivel y a continuación por las escaleras hasta la sala Este.

– ¡Maldita sea! -El presidente se había agachado para recoger la copia del discurso de esa noche y la punzada de dolor le llegó hasta el hombro-. Creo que me pilló un tendón, Gloria.

Gloria Russell se sentó en una de las amplias y cómodas sillas que la esposa del presidente había escogido para el despacho Oval.

La primera dama por lo menos tenía buen gusto. Era agradable de ver, pero un poco pobre en el aspecto intelectual. No representaba ninguna amenaza al poder del presidente, y ayudaba a ganar votos.

Los antecedentes familiares eran impecables: gente rica de toda la vida, relaciones que venían de antaño. La vinculación del presidente con la riqueza y el sector conservador de la nación no había perjudicado sus relaciones con los liberales en lo más mínimo, aunque esto se debía en buena parte al carisma y a la voluntad de buscar el consenso, y también a que era muy bien parecido, algo cierto, si bien no se quería reconocer.

Un presidente para tener éxito necesitaba cuantos más atributos mejor, y este presidente no se quedaba corto.

– Creo que debo ir a ver al doctor. -El presidente no estaba de buen humor, pero tampoco lo estaba Russell.

– Dime, Alan, ¿cómo piensas explicarle a los periodistas acreditados en la Casa Blanca una herida de arma blanca?

– ¿Qué coño ha pasado con la relación médico-paciente? Russell miró al techo. Algunas veces, él parecía estúpido.

– Eres como una de las 500 compañías que aparecen en Fortune , Alan, todo lo que te concierne es de interés público.

– Bueno, no todo.

– Eso está por verse, ¿no es así? Esto está muy lejos de acabarse, Alan. -Russell se había fumado tres paquetes de cigarrillos y bebido dos cafeteras enteras desde la noche anterior. En cualquier momento su mundo, su carrera se hundirían para siempre. La policía llamaría a la puerta. Era lo único que podía hacer para no salir corriendo a gritos de la habitación. Ahora mismo, le dominaban las náuseas. Apretó las mandíbulas, clavó las uñas en los brazos de la silla. La imagen de la destrucción total no desapareció de su cabeza.

El presidente echó una ojeada a la copia, memorizó algunos párrafos, el resto lo improvisaría; tenía una memoria fenomenal, algo que le había ido muy bien.

– Para eso te tengo a ti, Gloria, ¿no es verdad? Para que todo salga bien.

El presidente la miró.

Por un instante ella se preguntó si él lo sabía. Si sabía lo que ella le había hecho. El cuerpo se le puso rígido y después se relajó. No podía saberlo, era imposible. Recordó sus súplicas de borracho; ¡cómo podía cambiar a una persona una botella de whisky!

– Desde luego, Alan, pero hay que tomar algunas decisiones. Debemos desarrollar algunas estrategias alternativas según las situaciones a las que nos podemos ver enfrentados.

– No puedo cancelar mi programa. Además, ese tipo no puede hacer nada.

– No podemos estar seguros -replicó Russell.

– ¡Piénsalo! Tendría que admitir el robo para justificar su presencia en el lugar. ¿Te lo imaginas intentando aparecer en las noticias de la noche con esa historia? Lo encerrarían en el psiquiátrico en menos que canta un gallo. -El presidente sacudió la cabeza-. Estoy a salvo. Ese tipo no puede tocarme, Gloria. Ni en un millón de años.

Habían planeado una estrategia en la limusina durante el viaje de regreso a la ciudad. La posición sería sencilla: una negativa categórica. Dejarían que el absurdo de la acusación, si se concretaba, trabajara para ellos. Y era una historia absurda a pesar de ser la pura verdad. La comprensión de la Casa Blanca por el pobre y desequilibrado ladrón y su avergonzada familia.

Desde luego había otra posibilidad, pero Russell había escogido no comentarla con el presidente en estos momentos. De hecho, había llegado a la conclusión de que era la más probable. En realidad era la única cosa que le permitía funcionar.

– Cosa más extrañas han pasado. -Ella le miró.

– Limpiaron el lugar, ¿no? No dejaron nada, excepto a ella, ¿no es así? -Había una nota de nerviosismo en la voz del presidente.

– Así es. -Russell se humedeció los labios. El presidente no sabía que el abrecartas con sus huellas y la sangre estaba ahora en poder del ladrón. Abandonó la silla y comenzó a pasearse arriba y abajo-. Desde luego, no puedo garantizar nada sobre rastros de contactos sexuales. Pero, en cualquier caso, no podrían relacionarlos contigo.

– Caray, ni siquiera recuerdo si lo hicimos o no. Aunque tengo la sensación de que lo hice.

Russell sonrió al escuchar el comentario. El presidente la miró. -¿Qué hay de Burton y Collin?

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Has hablado con los dos? -El mensaje del presidente estaba claro.

– Tienen tanto que perder como tú, ¿no crees, Alan?

– Como nosotros. Gloria, como nosotros. -Él se arregló la corbata delante del espejo-. ¿Alguna pista de nuestro fisgón?

– Todavía no; están investigando la matrícula.

– ¿Cuándo crees que notarán su ausencia?

– Con el calor que ha hecho hoy, espero que muy pronto.

– Muy gracioso, Gloria.

– La echarán de menos, harán averiguaciones. Llamarán al marido, irán a la casa. Al día siguiente, quizá dos, tres como máximo.

– Y entonces la policía comenzará a investigar.

– No podemos hacer nada al respecto.

– Pero no les perderás de vista ¿verdad? -Una sombra de preocupación pasó fugaz por el rostro del político mientras repasaba rápidamente las posibilidades. ¿Se había follado a Christy Sullivan? Esperaba que sí. Así al menos habría aprovechado algo de aquella noche desastrosa.

– Todo lo que podamos sin despertar demasiadas sospechas.

– Eso es fácil. Puedes decir que Walter Sullivan es gran amigo mío además de aliado político. Es lógico que tenga un interés personal en el caso. Piensa las cosas a fondo, Gloria, para eso te pago.


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