Pensó rápidamente mientras le llegaban los ruidos, al parecer desde la parte de atrás de la casa. Sólo tardó un segundo en advertir que le habían cortado la retirada y en calcular cuál sería el plan a seguir.

Cogió la bolsa, corrió hacia el panel del sistema de seguridad instalado junto a la puerta del dormitorio y activó la alarma. Agradeció en silencio su buena memoria para los números. Después, Luther entró en la cámara acorazada, y cerró la puerta con mucho cuidado. Se acurrucó todo lo que pudo. Ahora sólo le quedaba esperar.

Maldijo su mala suerte: hasta ahora todo había ido sobre ruedas. Sacudió la cabeza para despejarse y se forzó a respirar con normalidad. Era como volar. Cuanto más se vuela, mayores son las probabilidades de que ocurra algo malo. Ahora no podía hacer más que rogar para que los recién llegados no necesitaran hacer un depósito en este banco privado.

Unas risas seguidas por el ruido de voces se colaron al interior, seguidas por los pitidos agudos del sistema de alarma, que sonaba como el aullido de un avión a reacción directamente encima de su cabeza. Al parecer, se habían confundido al teclear el código de seguridad. El sudor corrió por la frente de Luther que ya se imaginaba el sonido de la alarma y la llegada de la policía dispuesta a revisar cada rincón de la casa sólo por si acaso, empezando por su escondite.

Se preguntó cuál seria su reacción mientras escuchaba cómo se abría la puerta, y la cámara iluminada, sin ninguna posibilidad de ocultarse. Los rostros desconocidos mirando el interior, las armas preparadas, la lectura de sus derechos. Casi se echó a reír. Atrapado como una maldita rata, sin un lugar a donde ir. No fumaba desde hacía treinta años, pero ahora ansiaba un cigarrillo. Dejó la bolsa en el suelo y se irguió poco a poco para que no se le entumecieran las piernas.

Pisadas fuertes en las escaleras de roble. Los visitantes no se preocupaban de disimular su presencia. Luther contó cuatro, quizá cinco. Torcieron a la izquierda y vinieron hacia él.

La puerta del dormitorio chirrió un poco cuando la abrieron. Luther hizo memoria. Lo había recogido todo y lo había dejado otra vez en su sitio. Sólo había tocado los mandos a distancia, y los había puesto en el espacio marcado por la leve capa de polvo. Ahora Luther sólo escuchaba tres voces, un hombre y dos mujeres. Una de las mujeres tenía voz de borracha, la otra muy seria. Entonces desapareció la señora Seria, se cerró la puerta pero no echaron la llave, y la señora Borracha y el hombre se quedaron solos. ¿Dónde estaban los demás? ¿Dónde había ido la señora Seria? Continuaron las risas. Los pasos se acercaron al espejo. Luther se agachó en un rincón y confió en que el sillón le ocultara de la vista, aunque sabía que no era posible.

Entonces la luz le hirió en los ojos y casi gritó ante la rapidez conque su pequeño mundo pasó de la oscuridad total a la luz del mediodía. Parpadeó varias veces para ajustarse al cambio, las pupilas dilatadas al máximo se cerraron hasta quedar como cabezas de alfileres. Pero no se escucharon gritos, no se vieron rostros desconocidos ni armas.

Por fin, después de un minuto que le pareció eterno, Luther espió por encima del respaldo del sillón y se llevó otra sorpresa. La puerta de la cámara había desaparecido; veía directamente la maldita habitación. Casi se cayó de espaldas, pero se contuvo. De pronto Luther comprendió para qué servía el sillón.

Reconoció a las dos personas en el dormitorio. A la mujer la había visto esta noche, en las fotos: la mujercita que se vestía como una puta.

Al hombre le conocía por una razón muy diferente; desde luego, no era el dueño de esta casa. Luther meneó la cabeza asombrado y soltó el aliento. Le temblaban las manos y le dominó la inquietud. Hizo un esfuerzo para vencer las náuseas y miró el dormitorio.

La puerta de la cámara acorazada también servía de espejo en una sola dirección. Con la luz exterior y la oscuridad en el pequeño recinto, tenía la impresión de estar delante de una gigantesca pantalla de televisión.

Entonces lo vio y una vez más se sintió lleno de angustia; el collar de diamantes en el cuello de la mujer. Su ojo de experto calculó el valor en unos doscientos mil dólares, quizá más. La clase de chuchería que cualquiera guarda en la caja fuerte antes de irse a dormir. Después se relajó al ver que la mujer se quitaba el collar y lo dejaba caer al suelo.

Poco a poco perdió el miedo, se levantó y se instaló en el sillón. Así que el viejo se sentaba aquí y miraba cómo se follaban a la mujercita una legión de tíos. Por la pinta de la mujer, Luther supuso que entre los voluntarios figuraban jóvenes que no tenían ni para comer o que sólo la tarjeta verde les permitía estar en libertad. Pero el visitante de esta noche era un caballero de otra clase.

Luther miró a su alrededor, los oídos atentos a cualquier ruido de los otros visitantes. Pero ¿qué podía hacer? En treinta años de profesión, nunca se había encontrado con nada parecido. Decidió hacer la única cosa a su alcance. Con un par de centímetros de vidrio entre él y el desastre, se arrellanó en el sillón de cuero y esperó.


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