Diego, quien había esperado a Bernardo con una tristeza de perro huérfano, lo vio venir de lejos y corrió a darle la bienvenida con gritos de júbilo, pero cuando lo tuvo al frente comprendió que su hermano de leche era otra persona. Venía en un caballo prestado, más grande y tosco, con el pelo largo, facha de indio adulto y la luz inconfundible de un amor secreto en las pupilas. Diego se detuvo azorado, pero entonces Bernardo desmontó y lo abrazó, levantándolo en vilo sin esfuerzo, y volvieron a ser los gemelos inseparables de antes.

Diego sintió que había recuperado la mitad del alma. No le importaba un bledo que Bernardo no hablara, porque ninguno de los dos había necesitado nunca palabras para saber lo que el otro pensaba.

A Bernardo le sorprendió que en esos meses hubieran reconstruido por completo la casa quemada en el incendio. Alejandro de la Vega se había propuesto borrar toda huella del paso de los piratas y aprovechar aquella desgracia para mejorar su residencia. Cuando regresó a Alta California seis semanas después del asalto, con su cargamento de enseres de lujo para sorprender a su mujer, se encontró con que no había ni un perro que le ladrara; la vivienda estaba abandonada; su contenido, convertido en cenizas, y su familia, ausente. El único que salió a recibirlo fue el padre Mendoza, quien le puso al tanto de lo ocurrido y se lo llevó a la misión, donde Regina empezaba a dar sus primeros pasos de convaleciente, todavía envuelta en vendas y con un brazo en cabestrillo.

La experiencia de haberse asomado al otro lado de la muerte le arrebató a Regina la frescura de un solo zarpazo. Alejandro había dejado una esposa joven y poco después lo acogió una mujer de sólo treinta y cinco años pero ya madura, con algunas mechas grises en el cabello, que no demostró ni el menor interés en las alfombras turcas o los cubiertos de plata labrada que él había comprado.

Las noticias eran malas, pero, tal como dijo el padre Mendoza, podrían ser mucho peores. De la Vega decidió dar vuelta a la hoja, puesto que no había posibilidad de castigar a esos forajidos, que debían de estar a medio camino hacia el mar de China, y puso manos a la obra para reparar la hacienda. En México había visto cómo vivía la gente de alcurnia y decidió imitarla, no por jactancia, sino para que en un futuro Diego heredara la mansión y se la llenara de nietos, como decía a modo de excusa por el despilfarro.

Encargó materiales de construcción y mandó buscar artesanos a Baja California -herreros, ceramistas, talladores, pintores- que en poco tiempo añadieron otro piso, largos corredores con arcos, suelos de azulejos, un balcón en el comedor y una glorieta en el patio para los músicos, pequeñas fuentes moriscas, rejas de hierro forjado, puertas de madera labrada, ventanas con vidrios pintados.

En el jardín principal instaló estatuas, bancos de piedra, jaulas con pájaros, vasijas de flores y una fuente de mármol coronada por Neptuno y tres sirenas que los indios talladores copiaron exacta de una pintura italiana.

Cuando llegó Bernardo la mansión ya tenía las tejas rojas instaladas, la segunda mano de pintura color durazno en los muros y empezaban a abrir los bultos traídos de México para alhajarla. «Apenas sane Regina, vamos a inaugurar la casa con un sarao que el pueblo recordará por cien años», anunció Alejandro de la Vega; pero ese día tardó en llegar, porque a su mujer no le faltaron renovados pretextos para postergar la fiesta.

Bernardo le enseñó a Diego el lenguaje de signos de los indios, que ellos enriquecieron con señales de su invención y usaban para entenderse cuando les fallaban la telepatía o la música de la flauta. A veces, cuando se trataba de asuntos más complicados, recurrían a tiza y pizarra, pero debían hacerlo con disimulo para que no fuera percibido como presunción de su parte.

Valiéndose del látigo de siete colas, el maestro de la escuela lograba enseñar el alfabeto a unos cuantos muchachos privilegiados del pueblo, pero de allí a la lectura de corrido había un abismo y, en todo caso, ningún indio era admitido en la escuela. Diego, muy a su pesar, terminó por convertirse en buen alumno, entonces entendió por primera vez la manía de su padre por la educación.

Empezó a leer todo lo que caía en sus manos. El Tratado de Esgrima y Prontuario del Duelo, del maestro Manuel Escalante, se le reveló como un compendio de ideas notablemente parecidas al Okahué de los indios, porque también versaban sobre el honor, la justicia, el respeto, la dignidad y el valor. Antes se había limitado a asimilar las lecciones de esgrima de su padre e imitar los movimientos dibujados en las páginas del manual, pero cuando comenzó a leerlo supo que la esgrima no es sólo habilidad en el manejo del florete, la espada y el sable, sino también un arte espiritual.

En esos días el capitán José Díaz le regaló a Alejandro de la Vega un cajón de libros que un pasajero había dejado olvidado en su barco a la altura del Ecuador. Llegó a la casa cerrado a machote y al ser abierto reveló un fabuloso contenido de poemas épicos y novelas, volúmenes amarillentos, muy manoseados, con olor a miel y cera. Diego los devoró con ansia, a pesar de que su padre despreciaba las novelas como un género menor plagado de inconsistencias, errores fundamentales y dramas personales que no eran de su incumbencia. Esos libros fueron una adicción para Diego y Bernardo, los leyeron tantas veces, que terminaron por memorizarlos. El mundo en que vivían se encogió y empezaron a soñar con países y aventuras más allá del horizonte.

A los trece años Diego parecía todavía un niño, pero Bernardo, como muchos niños de su raza, alcanzó el tamaño definitivo que tendría de adulto. La impavidez de su rostro cobrizo sólo se dulcificaba en los momentos de complicidad con Diego, cuando acariciaba a los caballos y en las numerosas ocasiones en que se escapaba para ir a visitar a Rayo en la Noche.

La muchacha creció poco en ese tiempo, era de corta estatura y delgada, con un rostro inolvidable. Su alegría y belleza le dieron notoriedad y cuando cumplió quince años se la disputaban los mejores guerreros de varias tribus. Bernardo vivía con el temor tremendo de que al visitarla un día no estuviera, porque se habría ido con otro. La apariencia del muchacho engañaba, no era demasiado alto ni musculoso, pero tenía una fuerza inesperada y una resistencia de buey para el trabajo físico. Su mudez también engañaba, no sólo porque la gente pensaba que era bobo, sino porque también parecía triste. En realidad no lo era, pero se contaban con los dedos de una mano las personas con acceso a su intimidad, que lo conocían a fondo y habían oído su risa.

Vestía siempre el pantalón y la camisa de lienzo de los neófitos, con una faja tejida en la cintura, y un sarape de varios colores en invierno. Un cintillo en la frente echaba hacia atrás el tupido cabello trenzado, que le caía hasta la mitad de la espalda. Estaba orgulloso de su raza.

Diego, en cambio, tenía el aspecto engañoso de un señorito, a pesar de sus ademanes atléticos y su tez tostada por el sol. De su madre había heredado los ojos y la rebeldía; de su padre tenía huesos largos, facciones cinceladas, elegancia natural y curiosidad por el conocimiento. De ambos obtuvo una impulsiva valentía, que en ocasiones rayaba en la demencia; pero quién sabe de dónde sacó la gracia juguetona, que ninguno de sus antepasados, gente más bien taciturna, demostró jamás.

Al contrario de Bernardo, quien era de una serenidad pasmosa, Diego no podía estar quieto por mucho rato, se le ocurrían tantas ideas al mismo tiempo, que no le alcanzaba la vida para ponerlas en práctica. A esa edad ya vencía a su padre en los duelos de esgrima y no había quien lo superara manejando el látigo. Bernardo le había hecho uno con cuero de toro trenzado, que siempre llevaba en un rollo colgado del cinturón. No perdía ocasión de ejercitarse.

Con la punta del látigo podía arrancar una flor intacta o apagar una vela, también podía quitarle el cigarro de la boca a su padre sin tocarle la cara, pero tal atrevimiento jamás le pasó por la mente. Su relación con Alejandro de la Vega era de temeroso respeto, lo trataba de «su merced» y nunca cuestionaba su autoridad de frente, aunque casi siempre se las arreglaba para hacer a sus espaldas lo que se le antojaba, más por travieso que por rebelde, puesto que admiraba a su padre ciegamente y había asimilado sus severas lecciones de honor.

Estaba orgulloso de ser descendiente del Cid Campeador, hidalgo de pura cepa, pero nunca negaba su parte indígena, porque también sentía orgullo por el pasado guerrero de su madre. Mientras Alejandro de la Vega, siempre consciente de su clase social y de la limpieza de sangre, procuraba ocultar el mestizaje de su hijo, éste lo llevaba con la cabeza en alto. La relación de Diego con su madre era íntima y cariñosa, pero a ella no podía engañarla, como hacía de vez en cuando con su padre. Regina poseía un tercer ojo en la nuca para ver lo invisible y una firmeza de piedra para hacerse obedecer.

Su cargo de alcalde obligaba a Alejandro de la Vega a viajar con frecuencia a la sede de la gobernación en Monterrey. Regina aprovechó una de sus ausencias para llevar a Diego y Bernardo a la aldea de Lechuza Blanca, porque consideró que ya estaban en edad de hacerse hombres; pero eso, como tantas otras cosas, fue algo que no le contó a su marido, para evitar problemas. Con los años las diferencias entre ambos se habían acentuado, ya no bastaban los abrazos nocturnos para reconciliarse. Sólo la nostalgia del antiguo amor los ayudaba a permanecer juntos, a pesar de que vivían en mundos muy distantes y ya poco tenían que decirse.

En los primeros años era tan urgente el entusiasmo amoroso de Alejandro, que más de una vez dio media vuelta en uno de sus viajes y galopó varias leguas sólo para estar un par de horas más con su mujer. No se cansaba de admirar su real belleza, que siempre le alborozaba el espíritu y le inflamaba el deseo, pero al mismo tiempo le avergonzaba su condición de mestiza. Por orgullo fingía ignorar que la cicatera sociedad colonial la rechazaba, pero con el tiempo empezó a culparla a ella por esos desaires; su mujer nada hacía por hacerse perdonar su sangre mezclada, era arisca y desafiante.

Regina se había esforzado al principio por acomodarse a las costumbres de su marido, a su idioma de consonantes ásperas, a sus ideas fijas, a su oscura religión, a los gruesos muros de su casa, a la ropa apretada y los botines de cabritilla, pero la tarea resultaba hercúlea y acabó dándose por vencida. Por amor había tratado de renunciar a sus orígenes y convertirse en española, pero no lo logró, porque seguía soñando en su propia lengua.


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