Pronto los vestidos, que lucía bajo la influencia de Eulalia de Callís, terminaron devorados por las polillas en los armarios. Se sentía más cómoda descalza y con la burda ropa de los neófitos. Así pasaba el día. Por la tarde, cuando calculaba que Alejandro estaba por volver a la casa, se lavaba, se enroscaba la cabellera en un improvisado moño y se colocaba un vestido sencillo que le daba la inocente apariencia de una novicia. Su marido, ciego de amor y ocupado en sus negocios, descartaba los signos delatores del estado de ánimo de Regina; deseaba verla feliz y nunca le preguntó si lo era, por temor a que le respondiera con la verdad. Atribuía las rarezas de su mujer a su inexperiencia de recién casada y su carácter hermético. Prefería no pensar que la señora de buenos modales, que se sentaba con él a la mesa, era el mismo guerrero pintarrajeado que atacó la misión San Gabriel pocos años antes. Creía que la maternidad curaría a su mujer de los últimos resabios del pasado, pero a pesar de los retozos largos y frecuentes en la cama de cuatro pilares que compartían, el hijo tan deseado no llegó hasta 1795.
Durante los meses de su preñez Regina se volvió aún más silenciosa y salvaje. Con el pretexto de estar cómoda no volvió a vestirse ni peinarse a la europea. Se bañaba en el mar con los delfines, que acudían por centenares a aparearse cerca de la playa, acompañada por una neófita dulce, de nombre Ana, que el padre Mendoza le había enviado de la misión. La joven también estaba embarazada pero carecía de marido y se había negado tenazmente a confesar la identidad del hombre que la sedujo. El misionero no quería ese mal ejemplo entre sus indios, pero como tampoco le alcanzó la severidad para expulsarla de la misión, acabó entregándosela de sirvienta a la familia De la Vega. Fue una buena idea, porque entre Regina y Ana surgió al punto una callada complicidad muy conveniente para las dos, así la primera obtuvo compañía y la segunda protección.
Ana tomó la iniciativa de bañarse con los delfines, seres sagrados que nadan en círculos para mantener el mundo seguro y en orden. Los nobles animales sabían que las dos mujeres estaban preñadas y las pasaban rozando con sus grandes cuerpos aterciopelados, para darles fuerza y ánimo en el momento del parto.
En mayo de ese año, Ana y Regina dieron a luz en el curso de la misma semana, que coincidió con la célebre semana de los incendios, registrada en las crónicas de Los Ángeles como la más catastrófica desde su fundación. Cada verano había que resignarse a ver arder algunos bosques porque una chispa alcanzaba los pastizales secos. No era grave, así se despejaban abrojos y se creaba espacio para los brotes tiernos de la siguiente primavera, pero ese año los incendios ocurrieron temprano en la estación y, según el padre Mendoza, fueron castigo de Dios por tanto pecado sin arrepentimiento en la colonia. Las llamas abrasaron varios ranchos, destruyendo a su paso las instalaciones humanas y quemando el ganado, que no halló hacia dónde escapar. El domingo cambiaron los vientos y el incendio se detuvo a un cuarto de legua de la hacienda De la Vega, lo que fue interpretado por los indios como excelente augurio para los dos niños nacidos en la casa.
El espíritu de los delfines ayudó a parir a Ana, pero no así a Regina. Mientras la primera tuvo a su bebé en cuatro horas, en cuclillas sobre una manta en el suelo y con una indiecita adolescente de la cocina por toda ayuda, Regina pasó cincuenta horas pariendo al suyo, suplicio que soportó estoica, con un trozo de madera entre los dientes. Alejandro de la Vega, desesperado, hizo llamar a la única comadrona de Los Ángeles, pero ésta se dio por vencida al comprender que Regina tenía a la criatura atravesada en el vientre y ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando. Entonces Alejandro recurrió al padre Mendoza, lo más parecido a un médico que había por los alrededores. El misionero puso a los sirvientes a rezar el rosario, salpicó a Regina con agua bendita y enseguida se dispuso a sacar el crío a mano. Por pura determinación logró pescarlo a ciegas de los pies y lo tironeó hacia la luz sin demasiadas consideraciones, porque el tiempo apremiaba. El bebé venía azul y con el cordón enrollado en el cuello, pero a punta de oraciones y cachetadas el padre Mendoza logró obligarlo a respirar.
– ¿Qué nombre le pondremos? -preguntó cuando lo colocó en los brazos de su padre.
– Alejandro, como yo, mi padre y mi abuelo -indicó éste.
– Se llamará Diego -lo interrumpió Regina, consumida por la fiebre y por el constante hilo de sangre que le ensopaba las sábanas.
– ¿Por qué Diego? Nadie se llama así en la familia De la Vega.
– Porque ése es su nombre -replicó ella.
Alejandro había padecido con ella el largo suplicio y temía más que nada en el mundo perderla. Vio que se estaba desangrando y le faltó valor para contradecirla. Concluyó que si en su lecho de agonía ella escogía ese nombre para su primogénito, debía tener muy buenas razones, de modo que autorizó al padre Mendoza para bautizar al crío a las volandas, porque parecía tan débil como su madre y corría el riesgo de ir a dar al limbo si fallecía antes de recibir el sacramento.
A Regina le tomó varias semanas recuperarse de la paliza del parto y lo logró únicamente gracias a su madre, Lechuza Blanca, quien llegó caminando, descalza y con su saco de plantas medicinales al hombro, cuando ya estaban preparando los cirios para el funeral. La curandera india no había visto a su hija desde hacía siete años, es decir, desde los tiempos en que ésta se fue al bosque para soliviantar a los guerreros de otras tribus. Alejandro atribuyó la extraña aparición de su suegra al sistema de correo de los indígenas, un misterio que los blancos no lograban descubrir.
Un mensaje enviado desde el presidio de Monterrey demoraba dos semanas a mata caballo en alcanzar Baja California, pero cuando llegaba la noticia ya era vieja para los indios, que la habían recibido diez días antes por obra de magia. No había otra explicación para que la mujer surgiera de la nada sin ser llamada, justo cuando más la necesitaban.
Lechuza Blanca impuso su presencia sin decir palabra. Tenía poco más de cuarenta años, era alta, fuerte, hermosa, curtida por el sol y el trabajo. Su rostro joven, de ojos de miel, como los de su hija, estaba enmarcado por una mata indómita de pelo color humo, a la cual debía su nombre. Entró sin pedir permiso, le dio un empujón a Alejandro de la Vega cuando éste intentó averiguar quién era, recorrió sin vacilar la complicada geografía de la mansión y se plantó frente al lecho de su hija. La llamó por su nombre verdadero, Toypurnia, y le habló en la lengua de sus antepasados, hasta que la moribunda abrió los ojos. Enseguida extrajo de su bolsa las hierbas medicinales para su salvación, las hizo hervir en una olla sobre un brasero y se las dio a beber. La casa entera se impregnó de olor a salvia.
Entretanto Ana, con su habitual buena voluntad, se había puesto al seno al hijo de Regina, que lloraba de hambre; así Diego y Bernardo comenzaron la vida con la misma leche y en los mismos brazos. Eso los convirtió en hermanos de alma para el resto de sus vidas.
Una vez que Lechuza Blanca verificó que su hija podía ponerse de pie y comía sin asco, metió sus plantas y bártulos en el saco, les dio una mirada a Diego y Bernardo, que dormían lado a lado en la misma cuna, sin manifestar el menor interés en averiguar cuál de los dos era su nieto, y se fue sin despedirse. Alejandro de la Vega la vio partir con gran alivio. Le agradecía que hubiese salvado a Regina de una muerte segura, pero prefería mantenerla lejos, porque bajo el influjo de esa mujer se sentía incómodo y además los indios del rancho actuaban con insolencia. En las mañanas aparecían a trabajar con las caras pintarrajeadas, por las noches bailaban como sonámbulos al son de lúgubres ocarinas, y en general ignoraban sus ordenes, como si hubieran perdido el castellano.
La normalidad regresó a la hacienda en la medida en que Regina recuperó la salud. En la primavera siguiente todos, menos Alejandro de la Vega, habían olvidado que estuvo con un pie en la tumba.
No se requerían conocimientos de medicina para adivinar que no podría tener más hijos. Sin que él mismo se diera cuenta, esta circunstancia comenzó a alejar a Alejandro de su mujer. Soñaba con una familia numerosa, como las de otros dones de la región. Uno de sus amigos había engendrado treinta y seis niños legítimos, además de los bastardos que no entraban en sus cuentas. Tenía veinte del primer matrimonio en México y dieciséis del segundo, los últimos cinco nacidos en Alta California, uno por año.
El temor de que algo malo sucediera a ese irreemplazable hijo suyo, como a tantas criaturas que morían antes de aprender a caminar, desvelaba a Alejandro en las noches. Tomó la costumbre de rezar en voz alta, arrodillado junto a la cuna de su hijo, clamando protección al cielo. Impávida, con los brazos cruzados sobre el pecho, Regina observaba desde el umbral de la puerta a su marido humillado. En esos momentos creía odiarlo, pero después los dos se encontraban entre las sábanas, donde el calor y el olor de la intimidad los reconciliaba por algunas horas. Al amanecer Alejandro se vestía y bajaba a su despacho, donde una india le servía el chocolate espeso y amargo, como le gustaba.
Empezaba el día reuniéndose con su mayordomo para dar las órdenes pertinentes al rancho, y luego se hacía cargo de sus múltiples deberes como alcalde.
Los esposos pasaban el día separados, cada uno en sus ocupaciones, hasta que la puesta del sol marcaba la hora de reencontrarse. En verano cenaban en la terraza de las trinitarias, siempre acompañados por algunos músicos que tocaban sus canciones preferidas; en invierno lo hacían en la sala de costura, donde nadie había cosido nunca ni un solo botón, el nombre se debía a un cuadro de una holandesa bordando a la luz de un candil.
Con frecuencia Alejandro se quedaba en Los Ángeles a pasar la noche, porque se le hacía tarde en una fiesta o jugando baraja con otros dones. Las rondas de bailes, naipes, veladas musicales y tertulias ocupaban cada día del año, no había otra cosa que hacer, aparte de los deportes al aire libre, que practicaban hombres y mujeres por igual. En nada de eso participaba Regina, era un alma solitaria y desconfiaba por principio de todos los españoles, menos de su marido y el padre Mendoza. Tampoco demostraba interés en acompañar a Alejandro en sus viajes o en visitar los barcos americanos del contrabando, nunca había subido a bordo de uno para negociar con los marineros. Al menos una vez al año Alejandro iba por negocios a México, ausencias que solían durar un par de meses y de las cuales regresaba cargado de regalos e ideas novedosas que no lograban conmover demasiado a su mujer.