Acaso el fide-indigno sólo miente a medias. No alcanza a fundir el azogue de los espejos. Carece del olvido suficiente para formar una leyenda. El exceso de memoria le hace ignorar el sentido de los hechos. Memoria de verdugo, de traidor, de perjuro. Separados de su pueblo por accidente o por vocación, descubren que deben vivir en un mundo hecho de elementos ajenos a ellos mismos con los cuales creen confundirse. Se creen seres providenciales de un populacho imaginario. Ayudados por el azar, a veces se entronizan en la idiotez de ese populacho volviéndolo aún más imaginario. Migrantes secretos están y no están donde parecen estar. Le cuesta a Patiño subir la cuesta del contar y escribir a la vez; oír el sonido de lo que escribe; trazar el signo de lo que escucha. Acordar la palabra con el sonido del pensamiento que nunca es un murmullo solitario por más íntimo que sea; menos aún si es la palabra, el pensamiento del dictare. Si el hombre común nunca habla consigo mismo, el Supremo Dictador habla siempre a los demás. Dirige su voz delante de sí para ser oído, escuchado, obedecido. Aunque parezca callado, silencioso, mudo, su silencio es de mando. Lo que significa que en El Supremo por lo menos hay dos. El Yo puede desdoblarse en un tercero activo que juzgue adecuadamente nuestra responsabilidad en relación al acto sobre el cual debemos decidir. En mis tiempos era un buen ventrílocuo. Ahora ni siquiera puedo imitar mi voz. El fide-indigno, peor. No ha aprendido aún su oficio. Tendré que enseñarle a escribir.
¿De qué hablabas, Patiño? De la gente del pueblo del Tevegó, Señor. Cuesta mucho ver que los bultos no son piedra sino gente. Esos vagos, malentretenidos, conspiradores, prostitutas, migrantes, tránfugas de todo pelo y marca, que en otro tiempo Su Excelencia destinó a aquel lugar, ya no son más gente tampoco, si uno ha de desconfiar de lo que ve. Bultos nomás. No se mueven, Señor; al menos no se mueven con movimiento de gente, y si por un casual me equivoco, su movimiento ha de ser más lento que el de la tortuga. Un decir, Excelencia: De aquí donde yo estoy sentado hasta la mesa donde Su Señoría tiene la santa paciencia de escucharme, por ejemplo, un bulto de ese tortugal de gente tardaría la vejez de un hombre en llegar, si es que mucho se apura y llega. Porque esos bultos al fin y al cabo no viven como cristianos. Deben tener otra clase de vivimiento. Gatean parados en el mismo lugar. Se ve que no pueden levantar las manos, el espinazo, la cabeza. Han echado raíces en el suelo.
Como le decía, Excelencia, toda esa gente sembrada así al barrer en el campo. Ningún ruido. Ni el viento se oye. No hay ruido ni viento. Grito de hombre o mujer, lloro de criatura, ladrido de perro, la menor seña. Para mí, esa gente no entiende nada de lo que le pasa, y en verdad que no le pasa nada. Nada más que estar ahí sin vivir ni morir, sin esperar nada, hundiéndose cada vez un poco más en la tierra pelada. Frente a nosotros un chircal que antes debió ser un montecito usado como excusado, lleno de marlos de maíz que usted sabe, Señor, para qué usan nuestros campesinos cuando van al común. Lúnico que las manchas en esos marlos brillaban con el brillo dorado de las chafalonías.
Esta gente no está muerta; esta gente come, dijo el comisionado Tikú Alarcón. Eso era antes, dijo el baqueano. No vimos ningún maizal cerca. Desperdicios, eso sí, a montones. Trapos secos, muchas cruces entre los yuyales también secos. Ningún pájaro, ningún loro maicero, ninguna tortolita. Un taguató se largó desde arriba contra el aire duro que techaba el pueblo. Rebotó como contra una plancha y se alejó dando vueltas de borracho, hasta que al fin cayó cerca de nuestro grupo. Tenía la cabeza partida y los burujones de espuma salían hirviendo por el agujero.
Vamos a vichear más, dijo Tikú Alarcón. Los soldados se largaron de los caballos a recoger los miérdalos dorados. Los cargaron en sus mochilas por si fueran nomás marlos de oro. Todo puede suceder, dijo uno. Pegamos la vuelta alrededor. Desde todas partes se veía lo mismo. Los bultos mirándonos lejos; nosotros los veíamos a ellos medio borrados por la humazón. Un decir, ellos desde un tiempo de antes; nosotros desde el tiempo de ahora sin saber si nos veían. Uno sabe cuándo su mirada se cruza con la de otro ¿no, Excelencia? Bueno, con esta gente, ni noticia, ni la menor seña para saber o no saber.
Hacia el mediodía ya teníamos los ojos secos de tanto mirar; sancochados por la luz del sol rebotando contra la sombra que estaba detrás. Medio muertos de sed porque en varias leguas a la redonda todos los ríos y arroyos estaban sin agua desde hacía muchísimo tiempo. Eso también se notaba. El pueblo iba obscureciendo como si dentro ya estuviera creciendo la noche, y era solamente que la sombra se volvía más espesa.
Hay que tener paciencia, dijo el baqueano. Sabiendo esperar, alguien ha visto allá hasta una función patronal de los negros el día, de los Tres Reyes. También la vio mi abuelo Raymundo Alcaraz, pero él estuvo aquí vicheando como tres meses. Contaba que hasta alcanzó a ver un ataque de indios mbayás, cuando andaban maloqueando por estos lados con los portugueses. Para ver hay que tener paciencia. Hay que mirar y esperar meses, años, si no más. Hay que esperar para ver.
Yo voy a vichear adentro, dijo el comisionado, bajando del caballo. Para mí que esos hijos-del-diablo no son, sino que se hacen. Escupió y entró. Al cruzar la línea entre el verde y lo seco no lo vimos más. Entró y salió. Para mí que entró y salió. Para los otros también. Un decir, yendo-viniendo. Ni el gargajo que escarró se había secado cuando volvió. Pero volvió hecho un anciano, agachado hacia el suelo, a punto de gatera él también. Buscando el habla perdida, dijo el baqueano.
Tikú Alarcón, el comisionado Francisco Alarcón, hombre joven entró y salió hombre viejo de unos ochenta años por lo menos; sin pelo, sin ropa, mudo, enchiquecido más que un enano, doblado por la mitad, colgándole el cuero lleno de arrugas, piel escamosa, uñas de lagarto. ¿Qué le pasó, don Tikú? No contestó, no pudo hacer la menor seña. Lo envolvimos en un poncho y lo alzamos atravesado sobre el caballo. Mientras los soldados lo ataban a la montura, eché una mirada al pueblo. Me pareció que los bultos bailaban en cuatro patas el baile de los negros de Laurelty o de Campamento-Loma. Esto sí pudo ser un engaño de los ojos llenos de lágrimas. Regresamos como después de un entierro. El muerto venía vivo con nosotros.
Cuando llegamos a Kuruguaty, el comisionado entró gateando en su casa. Vino todo el pueblo a ver el sucedido. Se mandó llamar al cura párroco de San Estanislao y excusador de los xexueños del Xexuí. Misa, procesión, rogativas, promesas. No hubo caso; nada podía remediar el daño. Probé el recurso de los guaykurúes: Pegué un tironazo a los cabellos de don Tikú. La cabellera me quedó en las manos más pesada que un pedazo de piedra. Un profundo olor a cosa enterrada.
Se mandó llamar a Artigas, que dicen que sabe curar con yuyos. El general de los Orientales vino de su chacra trayendo una carretada de yuyos de todas clases. Escátulas de melecinas. Un pomo de Agua-de-ángeles de extremado olor, destilada de muchas flores diferentes como ser las de azar, jazmín y murta. Vio y trató al enfermo. Hizo por él todo lo que se sabe que sabe hacer el asilado oriental. No le pudo sacar una sola palabra, qué digo, Excelencia, un solo sonido de la boca. No le pudo meter una gota de melecina en la juntura de los labios hechos ya también piedra. Al comisionado lo subían a su catre. Sin saber cómo, ya estaba otra vez en el suelo en cuatro patas como los de allá. Se le friccionó con seis estadales de cera negra. Don José Gervasio Artigas midió el espacio que va de los dedos de una mano a la otra, que es la misma distancia que hay de pies a cabeza. Pero encontró que la hilada correspondía a dos hombres diferentes. El ex Protector de los Orientales movió la cabeza. Éste no es mi amigo don Francisco Alarcón, dijo. ¿Y entonces quién es?, preguntó el cura. No sé, dijo el general, y volvió a su chacra.
¡Cosa de malos espíritus!, se encocoró el cura xexueño. Hubo nuevas rogativas, procesiones. La cofradía sacó a la calle la imagen de san Isidro Labrador. Tikú Alarcón seguía envejeciendo en cuatro patas, cada vez más duro. Alguien quiso sangrarlo. La hoja del cuchillo se quebró al tocar la piel del viejo, que también se iba poniendo cada vez más caliente que piedra de horno.
¡Hay que ir a quemar el Tevegó!, corrió la voz por el pueblo. ¡Allí vive el Malo! ¡Eso es el infierno! Bueno, entonces, dijo mansamente Laureano Benítez, el Hermano Mayor de la cofradía, si este santo hombre pudo salir y volver del infierno, a mí me parece que hay que hacerle un nicho. Ya el comisionado no tenía ni el altor del Señor San Blas.
Al día siguiente, Tikú Alarcón se murió en la misma posición, más viejo que un lagarto. Hubo que enterrarlo en un cajón de criatura. ¡Ea basta ya, deslenguado palabrero! Hablas como los pasquines. Perdón, Excelencia, yo fui testigo de esta historia; traje la instrucción sumaria levantada por el juez de la Villa del Kuruguaty y el oficio del comandante Fernando Acosta, de la Villa Real de la Concepción. Cuando Vuecencia regresó del Cuartel del Hospital rompió los papeles sin leerlos. Lo mismo sucedió, Señor, con el informe sobre la misteriosa piedra redonda encontrada en las excavaciones de los cerros de Yariguaá por el millar de presos políticos que Vuecencia envió bajo custodia a trabajar en esas canteras. ¿Sucedieron ambos hechos al mismo tiempo? No, Excelencia. La piedra del cerro de Yariguaá o Silla-del-viento fue encontrada hace cuatro años, después de la gran cosecha del 36. Lo del Tevegó no hace un mes, poco antes de que Vuecencia se desgraciara en el accidente. Yo ordené que se me remitiera copia fiel de todos los signos que están labrados en la piedra. Así se hizo, Excelencia, pero usted rompió la copia. ¡Porque estaba mal hecha, bribón! ¿O crees que no sé cómo son estas inscripciones rupestres? Envié instrucciones de cómo debía efectuarse la copia a escala del petroglifo. Medición de sus dimensiones. Orientación astronómica. Pedí muestra del material de la piedra. ¿Sabes lo que hubiera sido encontrar allí los vestigios de una civilización de miles de años? Envía de inmediato un oficio al comandante de la región de Yariguaá ordenándole me remita la piedra. No costará más trabajo que haber traído el aerolito ochenta leguas del interior del Chaco. Me parece, excelencia, que usaron la piedra de Silla-del-viento en la construcción del cuartel nuevo de la zona. ¡Que la saquen de allí! ¿Y si la quebraron en pedazos para armar los cimientos, Señor? ¡Que junten los pedazos! Voy a estudiarlos yo mismo al microscopio. Determinar la antigüedad, porque las piedras sí la tienen. Descifrar el jeroglífico. Soy el único que puede hacerlo en este país de cretinos sabihondos.