PADRE MIO

A mi hermana

Lejos estás, padre mío, allá en tu reino de las sombras.
Mira a tu hijo, oscuro en esta tiniebla huérfana,
lejos de la benévola luz de tus ojos continuos.
Allí nací, crecí; de aquella luz pura
tomé vida, y aquel fulgor sereno
se embebió en esta forma, que todavía despide,
como un eco apagado, tu luz resplandeciente.
Bajo la frente poderosa, mundo entero de vida,
mente completa que un humano alcanzara,
sentí la sombra que protegió mi infancia. Leve, leve,
resbaló así la niñez como alígero pie sobre una hierba noble,
y si besé a los pájaros, si pude posar mis labios
sobre tantas alas fugaces que una aurora empujara,
fue por ti, por tus benévolos ojos que presidieron mi nacimiento
y fueron como brazos que por encima de mi testa cernían
la luz, la luz tranquila, no heridora a mis ojos de niño.
Alto, padre, como una montaña que pudiera inclinarse,
que pudiera vencerse sobre mi propia frente descuidada
y besarme tan luminosamente, tan silenciosa y puramente
como la luz que pasa por las crestas radiantes
donde reina el azul de los cielos purísimos.
Por tu pecho bajaba una cascada luminosa de bondad, que tocaba
luego mi rostro y bañaba mi cuerpo aún infantil, que emergía
de tu fuerza tranquila como desnudo, reciente,
nacido cada día de ti, porque tú fuiste padre
diario, y cada día yo nací de tu pecho, exhalado
de tu amor, como acaso mensaje de tu seno purísimo.
Porque yo nací entero cada día, entero y tierno siempre,
y débil y gozoso cada día hollé naciendo
la hierba misma intacta: pisé leve, estrené brisas,
henchí también mi seno, y miré el mundo
y lo vi bueno. Bueno tú, padre mío, mundo mío, tú sólo.
Hasta la orilla del mar condujiste mi mano.
Benévolo y potente tú como un bosque en la orilla,
yo sentí mis espaldas guardadas contra el viento estrellado.
Pude sumergir mi cuerpo reciente cada aurora en la espuma,
y besar a la mar candorosa en el día,
siempre olvidada, siempre, de su noche de lutos.
Padre, tú me besaste con labios de azul sereno.
Limpios de nubes veía yo tus ojos,
aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente
esa luz que sin duda de los cielos tomabas.
Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco
que así, en los brazos, desvalido, me hubiste.
Huérfano de ti, menudo como entonces, caído sobre una hierba triste,
heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia,
mientras pienso en tu forma sagrada, habitadora
acaso de una sombra amorosa,
por la que nunca, nunca tu corazón me olvida.
Oh padre mío, seguro estoy que en la tiniebla fuerte
tú vives y me amas. Que un vigor poderoso,
un latir, aún revienta en la tierra.
Y que unas ondas de pronto, desde un fondo, sacuden
a la tierra y la ondulan, y a mis pies se estremece.
Pero yo soy de carne todavía. Y mi vida
es de carne, padre, padre mío. Y aquí estoy,
solo, sobre la tierra quieta, menudo como entonces, sin verte,
derribado sobre los inmensos brazos que horriblemente te imitan.

AL HOMBRE

¿Por qué protestas, hijo de la luz,
humano que transitorio en la tierra,
redimes por un instante tu materia sin vida?
¿De dónde vienes, mortal que del barro has llegado
para un momento brillar y regresar después a tu apagada patria?
Si un soplo, arcilla finita, erige tu vacilante forma
y calidad de dios tomas en préstamo,
no, no desafíes cara a cara a ese sol poderoso que fulge
y compasivo te presta cabellera de fuego.
Por un soplo celeste redimido un instante,
alzas tu incandescencia temporal a los seres.
Hete aquí luminoso, juvenil, perennal a los aires.
Tu planta pisa el barro de que ya eres distinto.
¡Oh, cuán engañoso, hermoso humano que con testa de oro
el sol piadoso coronado ha tu frente!
¡Cuán soberbia tu masa corporal, diferente sobre la tierra madre,
que cual perla te brinda!
Mas mira, mira que hoy, ahora mismo,
el sol declina tristemente en los montes.
Míralo rematar ya de pálidas luces,
de tristes besos cenizosos de ocaso
tu frente oscura. Mira tu cuerpo extinto cómo acaba en la noche.
Regresa tú, mortal, humilde, pura arcilla apagada,
a tu certera patria que tu pie sometía.
He aquí la inmensa madre que de ti no es distinta.
Y, barro tú en el barro, totalmente perdura.

ADIÓS A LOS CAMPOS

No he de volver, amados cerros, elevadas montañas,
gráciles ríos fugitivos que sin adiós os vais.
Desde esta suma de piedra temerosa diviso el valle.
Lejos el sol poniente, hermoso y robusto todavía,
colma de amarillo esplendor
la cañada tranquila.
Y allá remota la llanura dorada donde verdea siempre el inmarchito día,
muestra su plenitud sin fatiga bajo un cielo completo.
¡Todo es hermoso y grande! El mundo está sin límites.
Y sólo mi ojo humano adivina allá lejos la linde, fugitiva
mas terca en sus espumas,
de un mar de día espléndido
que de un fondo de nácares tornasolado irrumpe.
Erguido en esta cima, montañas repetidas, yo os contemplo, sangre de mi vivir que amasó vuestra piedra.
No soy distinto, y os amo. Inútilmente esas plumas de los ligeros vientos pertinaces,
alas de cóndor o, en lo bajo,
diminutas alillas de graciosos jilgueros,
brillan al sol con suavidad: la piedra
por mí tranquila os habla, mariposas sin duelo.
Por mí la hierba tiembla hacia la altura, más celeste que el ave.
Y todo ese gemido de la tierra, ese grito que siento
propagándose loco de su raíz al fuego
de mi cuerpo, ilumina los aires,
no con palabras: vida, vida, llama, tortura,
o gloria soberana que sin saberlo escupo.
Aquí en esta montaña, quieto como la nube,
como la torva nube que aborrasca mi frente,
o dulce como el pájaro que en mi pupila escapa,
miro el inmenso día que inmensamente cede.
Oigo un rumor de foscas tempestades remotas
y penetro y distingo el vuelo tenue, en truenos,
de unas alas de polvo transparente que brillan.
Para mis labios quiero la piel terrible y dura
de ti, encina tremenda que solitaria abarcas
un firmamento verde de resonantes hojas.
Y aquí en mi boca quiero, pido amor, leve seda
de ti, rosa inviolada que como luz transcurres.
Sobre esta cima solitaria os miro,
campos que nunca volveréis por mis ojos.
Piedra de sol inmensa: entero mundo,
y el ruiseñor tan débil que en su borde lo hechiza.

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