Era difícil verles las caras. El señor y la señora Pérez estaban de pie, uno al lado del otro. No se tocaban. Vi que el señor Pérez bajaba la cabeza. Llevaba una americana azul. La señora Pérez llevaba una blusa oscura casi del color de la sangre seca. También llevaba mucho oro. Vi que una persona diferente, esta vez un hombre con barba, empujaba la camilla hacia el cristal. El cadáver estaba cubierto con una sábana.

Cuando lo tuvo colocado, el hombre miró a York y éste asintió. El hombre levantó la sábana con cuidado, como si debajo hubiera algo muy frágil. Me daba miedo hacer ruido, pero aun así incliné el cuerpo un poco a la izquierda. Quería ver algo de la cara de la señora Pérez, al menos una parte del perfil.

Recuerdo haber leído que las víctimas de tortura quieren controlar algo, lo que sea, y por eso se esfuerzan por no gritar, por no hacer muecas, por no mostrar nada, por no dar a sus torturadores ninguna satisfacción. Algo en la cara de la señora Pérez me hizo pensar en ello. Se había preparado para el momento. Recibió el golpe con un ligero estremecimiento, pero nada más.

Miró un rato. Nadie habló. Me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Volví mi atención hacia el señor Pérez. Tenía los ojos posados en el suelo. Los tenía húmedos. Vi que le temblaban los labios.

Sin apartar la mirada, la señora Pérez dijo:

– No es nuestro hijo.

Silencio. No me esperaba eso.

– ¿Está segura, señora Pérez? -dijo York.

Ella no contestó.

– Era un adolescente la última vez que le vio -continuó York-. Entonces llevaba los cabellos largos.

– Sí.

– Este hombre va rapado. Y lleva barba. Han pasado muchos años, señora Pérez. No se apresure.

Por fin, la señora Pérez apartó los ojos del cadáver. Volvió la cabeza hacia York y éste calló.

– No es Gil -volvió a decir.

York tragó saliva y miró al padre.

– ¿Señor Pérez?

Él asintió con la cabeza y se aclaró la garganta.

– Ni siquiera se parecen. -Cerró los ojos y otro temblor le sacudió la cara-. Sólo es…

– Sólo coincide la edad -acabó la señora Pérez.

– No sé si le entiendo -dijo York.

– Cuando pierdes a un hijo de esta manera, siempre haces cabalas. Para nosotros siempre será un chico. Pero de haber vivido, sí, tendría la misma edad que este hombre fornido. Te preguntas cómo sería. Si estaría casado. Si tendría hijos. Qué aspecto tendría.

– ¿Y están seguros de que este hombre no es su hijo?

Ella sonrió de la forma más triste que había visto en mi vida.

– Sí, detective, estoy segura.

– Siento haberles hecho venir -se disculpó York.

Iban a darse la vuelta, cuando yo dije:

– Enséñeles el brazo.

Todos se volvieron a mirarme. La mirada de láser de la señora Pérez se clavó en mí. Había algo en ella, una extraña expresión de astucia, casi de desafío. El señor Pérez habló primero.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

Yo tenía los ojos puestos en la señora Pérez. Ella volvió a sonreír tristemente.

– Es el chico de los Copeland, ¿no?

– Sí, señora.

– El hermano de Camille Copeland.

– Sí.

– ¿Es usted quien ha hecho la identificación?

Quería hablarles de los recortes y del anillo, pero tenía la sensación de que se me acababa el tiempo.

– El brazo -dije-. Gil tenía esa fea cicatriz en el brazo.

Asintió.

– Uno de nuestros vecinos tenía llamas, y las guardaba dentro de una verja de alambre espinoso. Gil siempre había sido bueno escalando. Cuando tenía ocho años intentó meterse en el corral. Resbaló y el alambre se le clavó en el hombro. -Se volvió a mirar a su marido-. ¿Cuántos puntos le pusieron, Jorge?

Jorge Pérez también sonrió tristemente.

– Veintidós.

Aquello no era lo que nos había contado Gil. Se había inventado un cuento de una pelea con navajas que sonaba como una mala producción de West Side Story . Entonces no le creí, ni siquiera de niño, así que esa contradicción no me sorprendió.

– La recuerdo del campamento -dije. Señalé con la barbilla hacia el cristal-. Miren su brazo.

El señor Pérez meneó la cabeza.

– Pero si ya hemos dicho…

Su mujer le puso una mano en el brazo, haciéndole callar. Estaba claro que ella era la que llevaba la voz cantante. Movió la cabeza en mi dirección antes de girarse hacia el cristal.

– Enséñemelo -dijo.

Su marido parecía confundido, pero se colocó al lado de ella, tras el cristal. Esta vez ella le cogió la mano. El hombre barbudo ya se había llevado la camilla. York golpeó el cristal. El hombre barbudo se sobresaltó. York le hizo señas para que volviera a traer la camilla a la ventana y el hombre obedeció.

Me acerqué más a la señora Pérez. Olí su perfume. Me resultaba vagamente familiar, pero no recordaba de dónde. Me coloqué a un palmo de ellos, y miré entre sus cabezas.

York apretó el botón blanco del intercomunicador.

– Por favor, enséñeles los brazos.

El hombre barbudo retiró la sábana, con la misma técnica respetuosa de antes. La cicatriz estaba allí, un mal corte. La señora Pérez volvió a sonreír, pero una sonrisa indefinible: ¿triste, contenta, confundida, falsa, ensayada, espontánea? Ni idea.

– El izquierdo -dijo.

– ¿Qué?

Se volvió hacia mí.

– Esa cicatriz en el brazo izquierdo -dijo-, la tenía Gil en el derecho. Y la de Gil no era tan larga ni tan profunda.

El señor Pérez se volvió hacia mí y me puso una mano en el brazo.

– No es él, señor Copeland. Comprendo que desee que sea Gil. Pero no lo es. No volverá con nosotros. Y su hermana tampoco.



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