– Me acuerdo -dije.

– ¿Ah, sí?

La verdad es que no estaba seguro. Recordaba la imagen de mi abuelo, de Popi, de la mata de cabellos blancos y de su estruendosa risa, y de mi abuela, mi Noni, que le reñía suavemente. Pero tenía tres años cuando se los llevaron. ¿Me acordaba de ellos realmente o la vieja foto que todavía conservo ha cobrado vida? ¿Era un recuerdo de verdad o algo que había creado a partir de los relatos de mi madre?

– Tus abuelos eran intelectuales, profesores de universidad. Tu abuelo era jefe del departamento de Historia. Tu madre era una gran matemática. Eso ya lo sabes, ¿no?

Asentí.

– Mi madre decía que aprendía más en las conversaciones durante la cena que en la escuela.

Sosh sonrió.

– Seguramente es cierto. Los académicos más destacados pedían consejo a tus abuelos. Pero evidentemente eso llamó la atención del gobierno. Les tacharon de radicales. Les consideraron peligrosos. ¿Te acuerdas de cuando los arrestaron?

– Recuerdo lo que pasó después -dije.

Cerró los ojos un segundo largo.

– ¿Lo que supuso para tu madre?

– Sí.

– Natasha nunca volvió a ser la misma. ¿Lo comprendes?

– Sí.

– Imagínate a tu padre. Lo había perdido casi todo: su profesión, su reputación, su licencia y a los padres de tu madre. De repente, con toda la mala intención, el gobierno le ofreció una salida. Una posibilidad de empezar de nuevo.

– Una vida en Estados Unidos.

– Sí.

– ¿Y sólo tenía que espiar?

Sosh hizo un gesto despectivo.

– ¿Es que no lo entiendes? Era un gran juego. ¿De qué podía enterarse un hombre como tu padre? Eso si lo hubiera intentado, cosa que no hizo. ¿Qué podía decirles?

– ¿Y mi madre?

– Para ellos Natasha sólo era una mujer. Al gobierno no le importaba nada. Fue un problema durante un tiempo. Como te he dicho, sus padres, tus abuelos, eran radicales para ellos. ¿Dices que te acuerdas de cuando se los llevaron?

– Creo que me acuerdo.

– Tus abuelos formaron un grupo para intentar sacar a la luz los abusos contra los derechos humanos. Estaban haciendo progresos hasta que un traidor los vendió. Los agentes llegaron de noche.

Se calló.

– ¿Qué? -dije.

– No es fácil hablar de esto. De lo que les sucedió.

Me encogí de hombros.

– Ahora ya no puedes hacerles daño.

No contestó.

– ¿Qué pasó, Sosh?

– Los mandaron a un gulag, un campo de trabajos forzados. Las condiciones eran espantosas. Tus abuelos ya no eran jóvenes. ¿Sabes cómo acabó?

– Murieron -dije.

Sosh sacudió la cabeza y se acercó a la ventana. Desde allí se disfrutaba de una hermosa vista del Hudson. Había dos enormes cruceros en el muelle. Si mirabas a la izquierda podías ver hasta la estatua de la Libertad. Manhattan es tan pequeño, trece kilómetros de punta a punta, y como en el caso de Sosh, siempre notas su fuerza.

– ¿Sosh?

Cuando volvió a hablar, su voz era suave.

– ¿Sabes cómo murieron?

– Tú lo has dicho, las condiciones allí eran espantosas. Mi abuelo sufría del corazón.

Todavía no había vuelto a mirarme.

– El gobierno no quiso tratarle. Ni siquiera quiso darle sus medicinas. Murió al cabo de tres meses.

Esperé.

– ¿Qué es lo que no me estás contando, Sosh?

– ¿Sabes lo que le sucedió a tu abuela?

– Sé lo que nos contaba mi madre.

– Dime -dijo él.

– Noni también enfermó. Después de la muerte de su marido, su corazón empezó a fallar. Es algo que dicen a menudo de las parejas que llevan mucho tiempo juntas. Uno muere, y el otro se rinde.

No dijo nada.

– ¿Sosh?

– En cierto modo, supongo que es cierto -dijo.

– ¿En qué modo?

Sosh siguió con los ojos fijos en lo que fuera que viera por la ventana.

– Tu abuela se suicidó.

Mi cuerpo se puso rígido. Empecé a sacudir la cabeza.

– Se colgó con una sábana.

Me quedé quieto y pensé en aquella foto de mi Noni. Pensé en aquella sonrisa inteligente. Pensé en las historias que mi madre me contaba de ella, sobre lo lista que era y lo bien que se expresaba. Suicidio.

– ¿Lo sabía mi madre? -pregunté.

– Sí.

– No me lo dijo nunca.

– Puede que yo tampoco debiera haberlo hecho.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Necesito que entiendas cómo era. Tu madre era una mujer hermosa, bonita y delicada. Tu padre la adoraba. Pero cuando se llevaron a sus padres y después, bueno, literalmente los condujeron a la muerte, nunca volvió a ser la misma. Lo notabas, ¿no? ¿Su melancolía? Incluso antes de lo de tu hermana.

No dije nada, pero sin duda lo había notado.

– Supongo que deseaba que entendieras la situación -dijo-. Cómo fue para tu madre, para que lo comprendas mejor.

– ¿Sosh?

Esperó, pero no desvió la mirada de la ventana.

– ¿Sabes dónde está mi madre?

El hombretón tardó un buen rato en contestar.

– ¿Sosh?

– Lo sabía -dijo-. Cuando huyó.

Tragué saliva.

– ¿Adonde fue?

– Natasha volvió a casa.

– No lo entiendo.

– Volvió a Rusia.

– ¿Por qué?

– No puedes culparla, Pável.

– No la culpo. Quiero saber por qué.

– Puedes huir de casa como hicieron ellos. Puedes intentar cambiar. Odias a tu gobierno, pero no odias a tu pueblo. Tu patria es tu patria. Siempre.

Se volvió y nos sostuvimos la mirada.

– ¿Por eso se marchó?

Se quedó quieto sin decir nada.

– ¿Fue ése su razonamiento? -dije, casi gritando. Sentía que me hervía la sangre-. ¿Que su patria seguía siendo su patria?

– No me estás escuchando.

– No, Sosh, sí te escucho. Tu patria es tu patria. Eso es una estupidez. ¿Por qué no tu familia es tu familia? ¿Y tu marido es tu marido? O más concretamente, ¿tu hijo es tu hijo?

No contestó.

– ¿Y nosotros, Sosh? ¿Y papá y yo?

– No tengo la respuesta que buscas, Pável.

– ¿Sabes dónde está ahora?

– No.

– ¿De veras?

– Sí.

– Pero podrías localizarla, ¿verdad?

No asintió, pero tampoco lo negó.

– Tienes una hija -dijo Sosh-. Tienes un buen trabajo.

– ¿Y qué?

– Que de esto hace mucho tiempo. El pasado es para los muertos, Pável. No quieres hacer volver a los muertos. Quieres enterrarlos y seguir con tu vida.

– Mi madre no está muerta -dije-. ¿O sí?

– No lo sé.

– ¿Por qué me hablas de los muertos, entonces? ¿Sabes qué, Sosh? Ya que estamos hablando de muertos, tengo otra noticia para reflexionar -no pude reprimirme y le espeté-: Ni siquiera estoy seguro de que mi hermana esté muerta.

Esperaba ver una expresión conmocionada, pero no fue así. Apenas pareció sorprendido.

– Para ti… -empezó a decir.

– ¿Para mí qué?

– Para ti ambas deberían estar muertas.



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