Prólogo
Veo a mi padre con aquella pala.
Las lágrimas le resbalan por las mejillas. Un sollozo horrible y gutural surge del fondo de sus pulmones y se escapa entre sus labios. Levanta la pala y la hunde en la tierra. La hoja desgarra la tierra como si se tratara de carne húmeda.
Tengo dieciocho años, y éste es mi recuerdo más vivo de mi padre: él, en el bosque, con aquella pala. No sabe que estoy mirando; me escondo tras un árbol mientras él cava. Lo hace con rabia, como si la tierra le hubiera enfurecido y buscara venganza.
Nunca había visto llorar a mi padre, ni cuando murió su padre, ni cuando mi madre se marchó y nos abandonó, ni cuando se enteró de lo de mi hermana, Camille. Pero ahora está llorando. Llora sin ninguna vergüenza. Las lágrimas le caen en cascada por la cara. Los sollozos resuenan entre los árboles.
Es la primera vez que le espío de esta manera. Casi todos los sábados finge que se va de pesca, pero yo nunca me lo he creído.
Creo que siempre supe que este lugar, este horrible lugar, era su destino secreto.
Porque a veces también es el mío.
Me quedo detrás de los árboles observándolo. Lo haré ocho veces más. Nunca le interrumpo. Nunca me dejo ver. Creo que no sabe que estoy aquí. De hecho, estoy seguro. Y entonces un día, cuando va a coger el coche, mi padre me mira con los ojos secos y dice:
– Hoy no, Paul. Hoy voy yo solo.
Le miro alejarse. Es la última vez que va al bosque.
Dos décadas después, en su lecho de muerte, mi padre coge mi mano. Está muy medicado. Tiene las manos ásperas y callosas. Ha trabajado con ellas toda la vida, incluso en años más prósperos y en un país que ya no existe. Tiene una de esas apariencias endurecidas en las que toda la piel parece quemada y dura, casi como su propio caparazón de tortuga. Ha sufrido un dolor físico inmenso, pero no llora.
Sólo cierra los ojos y aguanta.
Mi padre siempre me ha hecho sentir seguro, incluso ahora que ya soy un adulto con una hija. Hace tres meses fuimos a un bar, cuando él todavía tenía fuerzas para ello, y se armó una bronca. Mi padre se colocó frente a mí, dispuesto a detener a cualquiera que se me acercara. Todavía. Así es él.
Le miro en la cama. Pienso en aquellos días en el bosque. Pienso en cómo cavaba, en cómo lo dejó por fin, en cómo pensé que se había rendido después de que mi madre se fuera.
– ¿Paul?
Mi padre se agita de repente.
Quiero suplicarle que no se muera, pero no estaría bien. Ya he pasado por esto. Las cosas no mejoran, para nadie.
– Tranquilo, papá -digo-. Todo se arreglará.
No se tranquiliza. Intenta incorporarse. Quiero ayudarle, pero me aparta. Me mira fijamente a los ojos y veo claridad, o tal vez sea una de esas cosas que deseamos creer al final. Un último consuelo falso.
Se le escapa una lágrima. La veo resbalar lentamente por su mejilla.
– Paul -dice mi padre, todavía con un fuerte acento ruso-. Todavía necesitamos encontrarla.
– La encontraremos, papá.
Me mira fijamente otra vez. Asiento con la cabeza para calmarlo. Pero no creo que quiera que le tranquilice; creo que, por primera vez, busca culpabilidad.
– ¿Lo sabías? -pregunta, con una voz apenas audible.
Siento que todo mi cuerpo se estremece, pero no parpadeo, no aparto la mirada. Me pregunto qué ve, qué cree. Pero nunca lo sabré.
Porque entonces, justo entonces, mi padre cierra los ojos y muere.